Hijos de un rey godo (40 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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Apoyándose en Baddo, avanzó hacia el interior de la pequeña cabaña en la que ella había vivido todos aquellos años. Estaba profundamente demacrado y cansado de tan largo viaje. Fusco, prudentemente, optó por marcharse. Liuva volvió a dormir. Entonces, en el silencio de la noche, Baddo se sentó junto a la lumbre del hogar y él, el príncipe Recaredo, le contó su pesar y su traición:

«Nunca, te lo juro por lo más sagrado, quise dañar a Hermenegildo, obedecí órdenes del rey, confié ciegamente en él. Desde la muerte de Hermenegildo, el remordimiento y el horror llenan mi vida.»

Baddo se acercó a él, quien sentado junto al fuego hablaba. Su cara, rojiza por el reflejo de las llamas y por la vergüenza y el dolor, se arrugaba en la frente y se contraía en las mejillas bajo el peso del sufrimiento. No parecía la suya sino la de un hombre prematuramente envejecido. Baddo había amado a aquel hombre y, por muy grande que fueran sus culpas, ella le seguiría amando hasta el final del mundo, hasta que las estrellas cayesen del firmamento. Ahora, débil y derrotado, Baddo le quería aún más que en los momentos de felicidad, a la par que comprendía que su amor era sanador para él, que él lo necesitaba. Recaredo agachó la cabeza entre sus manos, la escondió, revolviéndose los cabellos con angustia. Baddo le abrazó para darle ánimos. Tras reponerse un poco, levantó la cabeza comenzando a hablar, a contar la larga historia que le había conducido de vuelta hasta ella:

«A la llamada de mi padre, Hermenegildo volvió al sur. No nos despedimos. Él estaba enfadado por mi actitud con la copa, que le parecía juego sucio. Le molestaba además que mi padre Leovigildo lo llamase con tanta prisa y no entendía para qué se le requería en la capital del reino. Pidió que le acompañasen sus fieles, Claudio y Wallamir. Con él llevaban a los luggones que habían caído presos en la batalla de Ongar. Regresaban victoriosos, pero él no estaba contento. La copa no se encontraba en el santuario, en el lugar en donde siempre había debido estar, custodiada por los monjes.

»Era invierno. Un tiempo desapacible los acompañó durante todo el viaje, aunque al llegar a la meseta la luz del mediodía se abrió ante ellos, una luz blanca y esplendente que cubría los campos de un color dorado. La luz del sur alegró el alma de Hermenegildo y disipó gran parte de sus pesares. Cabalgaba hacia la corte, allí estaba la mujer que en aquella época llenaba toda la mente y el corazón de Hermenegildo, la hija de Severiano, y la hermana de Leandro, una mujer sabia, bella y prudente, una reina para su corazón y para el trono de Toledo. La amargura por haber perdido la copa cedió el paso a una cierta conformidad. Había hecho todo lo que había podido; estoy seguro de que soñaba pensando en que quizás algún día, cuando él fuese poderoso, podría recuperarla de nuevo y conducirla adonde nuestra madre nos había pedido, a los montes astures y cántabros; a un monasterio lejos de la codicia de los hombres. Mientras tanto, debería obedecer los mandatos del rey.

»Hacía frío, el frío cortante de la meseta. Al llegar a las montañas de la serranía, la nieve con copos finos, volando como plumas, se hizo presente. La calzada romana se llenó de una fina capa de polvo blanco, que se rompía en cada pisada. Miró tras de sí, sus hombres le seguían con dificultad, sobre todo aquellos que no iban a lomo de un caballo. Decidió desmontar e ir más despacio. Fue mirando a sus soldados uno a uno, confiaban en él; de entre ellos distinguió a Román, hacía tiempo que no lo había visto. Caminó junto a él, marcando su mismo paso.

»—Pronto estarás en los campos cerca de Emérita, con tu mujer. Vuelves como un guerrero.

»—Me dirá que no regreso rico.

»—No hay grandes riquezas en los pueblos del norte… pero ¿te hubieras vuelto atrás?

»—El hecho de servir a vuestro lado es ya un premio… Sé luchar, sé defenderme y algo he traído en dineros y botín de la toma de Amaya. No me he sentido esclavo sino un hombre libre luchando a vuestro lado, mi señor.

«Hermenegildo sonrió poniendo su mano sobre el hombro del siervo, con confianza; el uno se apoyaba en el otro porque les costaba avanzar por el aguanieve y la ventisca. Poco a poco dejaron de caer los copos de nieve y llegaron a lo alto de la loma. Desde allí se divisaba un panorama hermoso, el cielo se abría a retazos aunque en otros lugares permanecía gris marengo; el sol, aunque seguía oculto entre las nubes, se colaba entre aquellos claros, iluminando encinas y alcornocales en las laderas suaves de la montaña. Atrás quedaban las altas cumbres llenas de nieve y más abajo, en la llanura, el campo ralo, casi sin vegetación, del invierno en la meseta.

»De nuevo montó a caballo y lentamente se dirigió a la cabecera de las tropas, donde marchaban Claudio y Wallamir. El primero regresaría a Emérita con las tropas de su padre, pero antes debía presentarse en la corte de Toledo.

»Los tres cabalgaban juntos, al mismo paso. La ventisca había cedido y ya no había nieve en el camino.

»—Se ha tomado Amaya y la cordillera cántabra sin demasiadas pérdidas para nuestro ejército. Tu padre debería estar contento.

»Wallamir había tocado una vez más el asunto que más le dolía a Hermenegildo, por lo que éste se puso serio y replicó:

»—Nunca lo está. Nada es suficiente para él.

«Después de estas palabras, Hermenegildo se calló. No quería criticar al rey, su señor y padre, Leovigildo. El rey no había demostrado ni una palabra de encomio por la labor realizada, ni un gesto amigable. Quiso olvidar esa curiosa actitud pensando que su carácter era seco e inflexible, que le exigía como a hijo suyo para que fuese un buen guerrero. Sin embargo, en los últimos tiempos, había recibido más reproches que parabienes de boca de su padre. Movió la cabeza para disipar los malos pensamientos. Al fin y al cabo, durante unos días le había nombrado capitán de las tropas del norte, y ¿no era aquello un reconocimiento implícito a lo que habían luchado? Mi hermano se animó pensando que en aquellos años él había tenido suerte, y no sólo suerte, lo consideraban uno de los guerreros más valiosos y valientes en el ejército godo. Saberlo así le animaba sin llenarle de vanidad. A pesar de todo, a veces le hubiera gustado un poco de reconocimiento por parte del rey delante de la gente. Pero, quizás aún más que no se admitiesen sus méritos en la campaña del norte, a Hermenegildo le dolía que la repartición del botín de guerra no se hubiese hecho con justicia ni equidad; esto era aún más doloroso para él, cuando pensaba en Claudio. Su amigo había aportado gran cantidad de tropas de su familia a la campaña y no se le había recompensado como a otros. ¿Por qué no le gustaba a su padre? Era un buen soldado, y había luchado con valor. ¿Sería porque era hispanorromano? Pero ahora más que nunca, Leovigildo se apoyaba en los hispanos. O quizá, sencillamente, mi hermano no quería pensar en ello, Claudio desagradaba a Leovigildo por la confianza ciega que mostraba hacia el propio Hermenegildo. En cambio, a Segga, quien se había apartado de su amistad, el rey le había recompensado con un buen lote del botín y con el reconocimiento por sus hechos de armas. Unas hazañas que, todos conocíamos, no habían sido demasiado sobresalientes.

»Claudio se dirigió a él, le parecía extraño que el rey los hubiese llamado sin haber finalizado por completo una guerra que avanzaba satisfactoriamente, y con la que estaban familiarizados.

»—¿Tienes idea de por qué te ha convocado tu padre con tanta prisa en Toledo?

»—No me lo imagino. Creo que quiere empezar otra campaña en el sur. Ha dividido el ejército en dos frentes; el uno combate a los suevos y el otro, en el sur, a los orientales. Parece que voy a ser destinado al frente bizantino.

»—¿No sería lo lógico, ahora que está conquistada Amaya y la costa cántabra desembarazada de enemigos, acabar de una vez por todas con los suevos? —le preguntó Wallamir.

»—Las ideas de mi padre suelen ser lúcidas e inteligentes, pero no las comparte con nadie —le contestó secamente Hermenegildo.

»—Dicen que se ha aliado de nuevo con los francos. Goswintha está en ello.

»—Pues si Goswintha está en ello… Mi padre no atacará a los francos…

»Al notar la acritud de su respuesta, cambiaron de tema.

»—Has conseguido un gran avance sometiendo a los cántabros; ellos confían en ti —dijo Claudio.

»—Me llegó un mensaje de mi padre diciendo que quería que los hubiese eliminado por completo. Una masacre como la de Amaya, pero no lo hice; preferí conseguir un pacto. No creo que mi padre esté contento de no haber acatado sus órdenes.

»—El rey Leovigildo odia a los cántabros —le advirtió Wallamir—. Recuerdo que mi padre sirvió con él, en la primera campaña. En aquella en la que se liberó a tu madre.

»—Ella se entregó, él no tuvo que liberarla de nada. Se casó con ella porque era el camino hacia el trono que le había señalado la propia Goswintha.

»Wallamir y Claudio se dieron cuenta de que cada vez había más amargura en las palabras del hijo del rey godo. Sabían cuán unido estaba a su madre; también que Hermenegildo no congeniaba demasiado bien con la nueva reina.

»—Goswintha es una mujer inteligente y ambiciosa. Domina el reino godo…

»—Quisiera no hablar de la reina —les espetó Hermenegildo en tono amargo—. ¿No sabéis que he de llamarla madre y tratarla con deferencia? Pero…, ¿qué tipo de mujer es esa que acepta casarse con un hombre cuando aún está caliente el cadáver de la anterior esposa?

»Ellos le entendieron. La boda de Leovigildo y Goswintha había suscitado críticas en todo el reino al considerarla una boda movida por el interés. Incluso se decía que Leovigildo y Goswintha se habían entendido antes del fallecimiento de la primera esposa del rey y que ella había sido su amante.

»—Te está esperando en Toledo. Se rumorea que le gustan los hombres jóvenes… y a ti te ha mirado siempre con buenos ojos…

«Hermenegildo se enfadó ante las palabras de Wallamir, no le gustaban aquellas bromas. Se acordó de cómo la reina, cuando aún no se había casado con su padre, le había condecorado al llegar de la primera campaña del norte. En aquella campaña se había sentido gozoso por haber apresado al cabecilla de los cántabros. Ahora sabía que aquel hombre era el padre de su hermano Nícer. La reina le había besado en ambas mejillas, como era la tradición, y en aquel beso había algo de sensual que le había excitado. En aquel entonces se había sentido ufano por su acción, aunque ahora no era capaz de recordarla con orgullo. Desde que había estado en Ongar muchas de sus ideas habían cambiado. Pensó que le hubiera gustado conocer a aquel hombre, al cabecilla de los cántabros. El hombre que había aunado a las tribus tan dispares que poblaban las montañas. Lesso le había hablado mucho de él, pero ahora Lesso no estaba a su lado sino en Ongar, junto a Nícer. Mi hermano le echaba mucho de menos. Lesso era un amigo y un hombre leal. Ambos confiábamos en él.»

La reina Goswintha

«Llegaron a Toledo tras un largo camino, brillaba un sol de invierno. Las aguas del Tagus discurrían entre paredones de piedra cubiertos de hielo. Las laderas del profundo meandro en torno a la urbe relucían parcheadas por restos de nieve. En las torres de las iglesias, la nevada había pintado un halo de claridad. Todo era extraño y fantasmagórico. Pocas veces Hermenegildo había visto la capital del reino godo bañada por la nieve. Los ruidos sonaban de modo apagado, incluso las campanas doblaban de una manera extraña, su tañido llegaba más lejos pero de modo más velado. Cerceaba un aire gélido, que cortaba los rostros. Sin embargo, no sentían frío, quizás era por la galopada, quizá porque habían llegado a su destino.

»Al atravesar el gran puente romano hollaron la nieve aún impoluta; después subieron la cuesta que conducía a la ciudad con dificultad, en algunos momentos los caballos estuvieron a punto de resbalar en la escarcha. En la puerta de la muralla se detuvieron cuando les pidieron que se identificasen. Después pasaron por delante de la plaza del mercado, ahora vacía de vendedores por el mal tiempo. Enfilaron la pendiente hacia el palacio y cruzaron sus murallas. Algunos hombres y mujeres se asomaron a las ventanas para ver llegar al ejército del norte con sus banderas al viento, con los cautivos y, al frente, el hijo del rey godo. Cuando llegaron a la plaza, el temporal arreció de nuevo y las gentes se retiraron al calor del hogar. En el centro del zoco, un gran pilón en el que solían abrevar los caballos o en el que las mujeres recogían agua estaba helado.

«Cruzaron el segundo murallón, el que aislaba las estancias reales del resto de la ciudad. Al llegar al patio de las caballerizas desmontaron. Los cautivos fueron conducidos a la prisión y los soldados de a pie a un gran cobertizo, donde pudieron comer algo. Los capitanes godos, con Hermenegildo al frente, se dirigieron a las estancias reales, allí esperaron a ser recibidos.

»A Claudio, Wallamir y Hermenegildo se les hizo eterna la espera, a causa del agotamiento por el viaje. Fuera, la luz del sol en su ocaso coloreaba los tapices que decoraban la estancia. Tomaron asiento en una gran bancada. Claudio se quedó dormido, los otros callaron. De pronto, el gran portón de madera se abrió, dejándose oír la voz de un paje que anunciaba al rey la llegada de los hombres de la campaña del norte.

»Sobre un gran trono de madera labrada, ceñido por una corona áurea con incrustaciones de piedras preciosas, escoltado por dos espatarios reales, se hallaban el rey Leovigildo acompañado por la reina Goswintha. Dos lámparas votivas de gran tamaño iluminaban a los reyes. De pie, vestida con una túnica adamascada de color claro y ceñida por una diadema con perlas y oro, la reina dirigió su mirada sobre ellos, unos ojos almendrados, rodeados por finas estrías y con pestañas alargadas por algún afeite. El cabello, que había sido quizá castaño, mostraba ahora el color rojizo de alguna tintura oriental. Los labios pintados de rojo se abrían en una sonrisa estudiada y quizás un tanto desdeñosa. Su cara era cuadrada, de pómulos elevados, frente amplia y despejada. El busto, poderoso, se dibujaba bajo las líneas de su túnica. Una hermosa figura en una mujer que se iba marchitando, pequeñas arrugas se aglutinaban en los párpados y en los bordes de los labios, seguramente habría pasado tiempo atrás los cuarenta años. Su belleza no era algo natural, sino sumamente estudiada y arreglada con un cuidado exquisito; el atractivo de alguien que quiere sobresalir y seguir siendo hermosa aunque el paso del tiempo va dejando su huella. La mano descansaba sobre el hombro del rey, en una actitud entre seductora y dominante. De cuando en cuando y a lo largo de la conversación, el rey levantaba los ojos buscando la aprobación de su esposa.

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