Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (75 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

BOOK: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
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Las paredes volvieron a temblar. Harry guió a sus amigos por la entrada oculta y por la escalera que conducía a la Sala de los Menesteres. Allí sólo quedaban tres mujeres: Ginny, Tonks y una bruja muy anciana con un sombrero apolillado, a la que Harry reconoció al instante: era la abuela de Neville.

—¡Ah, Potter! —dijo la anciana con desenvoltura—. Ahora podrás explicarnos qué está pasando.

—¿Están todos bien? —preguntaron Ginny y Tonks a la vez.

—Que nosotros sepamos, sí —respondió Harry—. ¿Todavía queda gente en el pasadizo que lleva a Cabeza de Puerco?

Era consciente de que la Sala de los Menesteres no se transformaría mientras quedara alguien dentro.

—Yo he sido la última que ha entrado por ahí —dijo la señora Longbottom—. Y lo he cerrado, porque no creo que sea conveniente dejarlo abierto ahora que Aberforth se ha marchado de su pub. ¿Has visto a mi nieto?

—Está combatiendo —contestó Harry.

—Claro —dijo la anciana con orgullo—. Perdonadme, pero tengo que ir a ayudarlo.

Y se encaminó hacia los escalones de piedra a una velocidad asombrosa.

—Creía que estabas con Teddy en casa de tu madre —le comentó Harry a Tonks.

—No podía soportarlo. Necesitaba saber… —Estaba muy angustiada—. Mi madre cuidará de él. ¿Has visto a Remus?

—Creo que planeaba llevar a un grupo de combatientes a los jardines…

Tonks no dijo nada más y se marchó a toda prisa.

—Ginny —dijo entonces Harry—, lo siento, pero tú también tendrás que irte, pero sólo un rato. Luego podrás volver.

Ginny recibió encantada la orden de abandonar su refugio.

—¡Luego has de volver! —insistió Harry mientras la chica subía corriendo la escalera, detrás de Tonks—. ¡Tienes que volver!

—¡Espera un momento! —dijo de pronto Ron—. ¡Se nos olvidaba alguien!

—¿Quién? —preguntó Hermione.

—Los elfos domésticos. Deben de estar todos en la cocina, ¿no?

—¿Quieres decir que deberíamos ir a buscarlos para que luchen de nuestro lado? —preguntó Harry.

—No, no es eso —respondió Ron, muy serio—. Pero deberíamos sugerirles que abandonen el castillo; no queremos que corran la misma suerte que Dobby ¿verdad? No podemos obligarlos a morir por nosotros.

En ese instante se oyó un fuerte estrépito: Hermione había soltado los colmillos de basilisco que llevaba en los brazos. Corrió hacia Ron, se le echó al cuello y le plantó un beso en la boca. El chico soltó también los colmillos y la escoba y le devolvió el beso con tanto entusiasmo que la levantó del suelo.

—¿Os parece que es el momento más oportuno? —preguntó Harry con un hilo de voz, y como no le hicieron ni caso, sino que se abrazaron aún más fuerte y se balancearon un poco, les gritó—: ¡Eh! ¡Que estamos en guerra!

Ambos se separaron un poco, pero siguieron abrazados.

—Ya lo sé, colega —dijo Ron con cara de atontado, como si acabaran de darle en la cabeza con una
bludger
—. Precisamente por eso. O ahora o nunca, ¿no?

—¡Piensa en el
Horrocrux
! —le soltó Harry—. ¿Crees que podrás aguantarte hasta que consigamos la diadema?

—Sí, claro, claro. Lo siento —se disculpó Ron, y con Hermione, ambos ruborizados, se ocuparon de recoger los colmillos del suelo.

Cuando llegaron al pasillo de arriba, comprobaron que en los pocos minutos que habían pasado en la Sala de los Menesteres la situación en el castillo había empeorado: las paredes y el techo retemblaban más que nunca, había mucho polvo suspendido en el aire y, a través de la ventana más cercana, Harry vio estallidos de luz verde y roja muy cerca de la planta baja del castillo, lo que indicaba que los
mortífagos
estaban a punto de entrar en el edificio. Miró entonces hacia abajo y vio pasar a Grawp, el gigante, quien bramaba enfurecido y blandía una gárgola de piedra desprendida del tejado.

—¡Espero que aplaste a bastantes
mortífagos
! —comentó Ron, y volvieron a resonar gritos cercanos.

—¡Mientras no sean de los nuestros! —dijo una voz. Harry se volvió y vio a Ginny y Tonks, ambas varitas en mano, apostadas en la ventana más próxima, a la que le faltaban varios cristales. Ginny lanzó un certero hechizo a un grupo de combatientes que intentaba entrar en el castillo.

—¡Bien hecho! —rugió una figura que corría hacia ellos a través de una nube de polvo, y Harry vio de nuevo a Aberforth, con el canoso cabello alborotado, guiando a un reducido grupo de alumnos—. ¡Parece que están abriendo una brecha en las almenas del ala norte! ¡Se han traído a sus gigantes!

—¿Has visto a Remus? —le preguntó Tonks.

—¡Estaba peleando con Dolohov! —gritó Aberforth—. ¡No lo he visto desde entonces!

—Seguro que está bien, Tonks —la tranquilizó Ginny—. Seguro que está bien…

Pero la bruja se había lanzado ya hacia la nube de polvo, detrás de Aberforth.

Ginny, impotente, se volvió hacia Harry, Ron y Hermione.

—No les pasará nada —dijo Harry, aunque sabía que sólo eran palabras de consuelo—. Volverán enseguida, Ginny. Tú apártate y quédate en un lugar seguro. ¡Vamos! —les dijo a sus dos amigos, y se fueron a toda velocidad hacia el trozo de pared detrás del cual la Sala de los Menesteres los esperaba para ofrecerles una nueva respuesta a sus necesidades.

«Necesito el sitio donde se esconde todo», le suplicó Harry mentalmente, y la puerta se materializó una vez que los chicos hubieron pasado tres veces por delante.

El fragor de la batalla se apagó en cuanto traspusieron el umbral y cerraron la puerta detrás de ellos; todo quedó en silencio. Se hallaban en un recinto del tamaño de una catedral que encerraba una ciudad entera de altísimas torres formadas por objetos que miles de alumnos, ya muertos, habían escondido en aquel lugar.

—¿Y no se dio cuenta de que cualquiera podía entrar aquí? —preguntó Ron, y su voz resonó en el silencio.

—Creyó que era el único capaz de hacerlo —repuso Harry—. Pero, desgraciadamente para él, yo también necesité esconder una cosa en mi época de… Por aquí —indicó—. Me parece que está ahí abajo.

Pasó por delante del trol disecado y el armario evanescente que Draco había reparado el año anterior con tan desastrosas consecuencias, pero se desorientó ante tantos callejones flanqueados por muros de chatarra; no recordaba por dónde tenía que ir…


¡Accio diadema!
—gritó Hermione a la desesperada, pero la diadema no apareció volando. Al parecer, aquella sala, como la cámara de Gringotts, no iba a entregarles sus objetos ocultos tan fácilmente.

—Separémonos —propuso Harry—. Buscad un busto de piedra de un anciano con peluca y diadema. Lo puse encima de un armario, no puede estar muy lejos de aquí…

Echaron a correr por callejones adyacentes; Harry oía los pasos de Ron y Hermione resonando entre las altísimas montañas de chatarra formadas por botellas, sombreros, cajas, sillas, libros, armas, escobas, bates…

«Tiene que estar por aquí —se dijo—. Por aquí… por aquí…»

Se adentraba más y más en el laberinto buscando objetos que reconociera de su anterior incursión en aquel recinto. Oía el ruido de su propia respiración, hasta que de pronto tuvo la sensación de que hasta el alma le temblaba. Allí estaba, justo delante de él: el viejo y estropeado armario donde había escondido su antiguo libro de Pociones; y encima del mueble, el mago de piedra gastada con una peluca vieja y polvorienta y una antigua diadema descolorida.

Ya había estirado un brazo, aunque todavía estaba a tres metros del armario, cuando una voz dijo a sus espaldas:

—¡Quieto, Potter!

El muchacho se detuvo tras dar un patinazo y se dio la vuelta. Crabbe y Goyle estaban de pie detrás de él, hombro con hombro, apuntándolo con sus varitas. Por el espacio que quedaba entre sus burlonas caras, entrevió a Draco Malfoy.

—Esa varita que tienes en la mano es mía, Potter —dijo Malfoy apuntándolo con otra mientras se abría paso entre sus dos secuaces.

—Ya no lo es —replicó Harry entrecortadamente, y aferró con más fuerza la varita de espino—. Quien pierde, paga, Malfoy. ¿De quién es la que tienes tú?

—De mi madre —contestó Draco.

Harry rió, aunque la situación no tenía nada de cómica. Ya no oía a sus dos amigos; debían de haberse alejado y tampoco ellos debían de oírlo a él.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Harry—. Me extraña que no estéis con Voldemort.

—Nos van a recompensar —dijo Crabbe con una voz sorprendentemente dulce para tratarse de una persona tan corpulenta; era casi la primera vez que Harry lo oía hablar. Crabbe sonreía como un niño pequeño al que han prometido una gran bolsa de caramelos—. Nos quedamos en el colegio, Potter. Decidimos no marcharnos porque decidimos entregarte.

—¡Un plan fantástico! —exclamó Harry con fingida admiración. No podía creer que, con lo que le había costado llegar hasta allí y lo cerca que estaba de lograr su objetivo, aquellos tres impresentables frustraran sus intenciones. Con mucha lentitud, fue acercándose al busto sobre el que reposaba el
Horrocrux
, torcido. Si pudiera cogerlo antes de que empezaran a pelear…—. ¿Y cómo habéis entrado aquí? —preguntó con intención de distraerlos.

—El año pasado estuve más horas en la Sala de Objetos Ocultos que en cualquier otro sitio —dijo Malfoy con voz crispada—. Sé cómo se entra.

—Estábamos escondidos en el pasillo —informó Goyle—. ¡Ahora sabemos hacer encantamientos desilusionadores! Y entonces —añadió esbozando una sonrisa de bobo— apareciste tú y dijiste que estabas buscando una diadema. Por cierto, ¿qué es una diadema?

—¡Eh, Harry! —La voz de Ron resonó de repente al otro lado de la pared que Harry tenía a su derecha—. ¿Con quién hablas?

Crabbe sacudió la varita como si fuera un látigo apuntando a una montaña de quince metros de alto compuesta de muebles viejos, baúles rotos, túnicas y libros viejos y otros utensilios difíciles de identificar, y gritó:


¡Descendo!

—¡Ron! —gritó Harry, al mismo tiempo que Hermione, a quien todavía no veía, gritaba también; entonces oyó cómo innumerables objetos caían al suelo al otro lado de la desestabilizada pared. Apuntó con su varita a la base de ésta y gritó»—:
¡Finite!
—Eso detuvo la avalancha.

—¡No, quieto! —ordenó Malfoy sujetándole el brazo a Crabbe cuando éste intentaba repetir el hechizo—. ¡Si destrozas la habitación podrías enterrar esa diadema!

—¿Y qué más da? —se soliviantó Crabbe quitándose de encima a Draco—. Es a Potter a quien quiere el Señor Tenebroso. ¿Qué me importa a mí la diadema?

—Potter ha entrado aquí para cogerla —dijo Malfoy, impaciente ante la torpeza de sus colegas—, y eso debe de significar…

—¿«Debe de significar»? —Crabbe miró a Malfoy con ferocidad—. ¿A quién le importa lo que tú pienses? Yo ya no acepto tus órdenes, Draco. Tu padre y tú estáis acabados.

—¡Eh, Harry! —gritó Ron desde el otro lado de la pared de trastos—. ¿Qué está pasando?

—¡Eh, Harry! —lo imitó Crabbe—. ¿Qué está…? ¡No! ¡Potter!
¡Crucio!

Harry se había lanzado sobre la diadema, pero la maldición de Crabbe pasó rozándolo y dio contra el busto de piedra, que saltó por los aires; la diadema salió despedida hacia arriba y luego se perdió de vista entre la masa de objetos sobre la que había ido a parar el busto.

—¡¡Basta!! —le gritó Malfoy a Crabbe, y su voz resonó en el enorme recinto—. El Señor Tenebroso lo quiere vivo…

—¿Y qué? No voy a matarlo, ¿vale? —explotó Crabbe, furioso, soltándose del brazo de Malfoy—. Pero si se me presenta la oportunidad, lo haré. Al fin y al cabo, el Señor Tenebroso quiere verlo muerto, ¿qué más da que…?

Un chorro de luz roja pasó rozando a Harry: Hermione había llegado corriendo por detrás de él y le había lanzado un hechizo aturdidor a Crabbe, y le habría dado en la cabeza si Malfoy no lo hubiera apartado de un empujón.

—¡Es esa sangre sucia!
¡Avada Kedavra!

Harry vio cómo Hermione se lanzaba hacia un lado, y la rabia que le dio que Crabbe disparara a matar le borró de la mente todo lo demás. Sin vacilar le lanzó un hechizo aturdidor al chico, que se apartó tambaleándose y golpeó sin querer a Malfoy, haciendo que se le cayera la varita de la mano; la varita rodó por el suelo y se perdió bajo una montaña de cajas y muebles rotos.

—¡No lo matéis! ¡¡No lo matéis!! —ordenó Malfoy a sus compinches, que estaban apuntando a Harry; ambos vacilaron una milésima de segundo, suficiente para que Harry les gritara:


¡Expelliarmus!

A Goyle le saltó la varita de la mano y él dio un brinco para atraparla en vuelo, pero la varita desapareció en el muro de objetos que había a su lado; Malfoy se apartó para esquivar otro hechizo aturdidor de Hermione. Ron apareció de repente al final del callejón y le lanzó una maldición de inmovilidad total a Crabbe, pero falló por poco.

Crabbe giró en redondo y gritó
«¡Avada Kedavra!»
una vez más. Ron saltó para esquivar el chorro de luz verde y se perdió de vista. Malfoy, que se había quedado sin varita, se agachó detrás de un ropero de tres patas mientras Hermione cargaba contra ellos y acertaba a lanzarle un hechizo aturdidor a Goyle.

—¡Está por aquí! —le gritó Harry señalando la montaña de trastos donde había caído la vieja diadema—. ¡Búscala mientras yo voy a ayudar a Ron!

—¡¡Harry mira!! —gritó la chica.

Un rugido estruendoso lo previno del nuevo peligro que lo amenazaba. Se dio la vuelta y vio cómo Ron y Crabbe se acercaban a toda velocidad por el callejón.

—¿Tenías frío, canalla? —le gritó Crabbe mientras corría.

Pero al parecer éste no podía controlar lo que había hecho. Unas llamas de tamaño descomunal los perseguían, acariciando las paredes de trastos, que en contacto con el fuego se convertían en cenizas.


¡Aguamenti!
—bramó Harry, pero el chorro de agua que salió de la punta de su varita se evaporó enseguida.

—¡¡Corred!!

Malfoy agarró a Goyle, que estaba aturdido, y lo arrastró por el suelo; Crabbe, con cara de pánico, les tomó la delantera a todos; Harry, Ron y Hermione salieron como flechas tras ellos, perseguidos por el fuego. Pero no era un fuego normal; Crabbe debía de haber utilizado alguna maldición que Harry no conocía. Al doblar una esquina, las llamas los siguieron como si tuvieran vida propia, o pudieran sentir y estuvieran decididas a matarlos. Entonces el fuego empezó a mutar y formó una gigantesca manada de bestias abrasadoras: llameantes serpientes, quimeras y dragones se alzaban y descendían y volvían a alzarse, alimentándose de objetos inservibles acumulados durante siglos, metiéndoselos en fauces provistas de colmillos o lanzándolos lejos con las garras de las patas; cientos de trastos saltaban por los aires antes de ser consumidos por aquel infierno.

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