Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (71 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

BOOK: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
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—¡Creo que está muerta! —anunció con entusiasmo.

—¡Fíjate, están contentos! —susurró Luna, sonriente, mientras los chicos cerraban el corro alrededor de Alecto.

—Sí, qué bien…

Harry cerró los ojos e, impulsado por los latidos de la cicatriz, se sumergió otra vez en la mente de Voldemort. Andaba por el túnel que conducía a la primera cueva, porque había decidido asegurarse de que el guardapelo seguía en su sitio antes de ir a Hogwarts. Aunque no tardaría en descubrir que…

Se oyeron unos golpes en la puerta de la sala, y los chicos que estaban dentro se quedaron paralizados. La débil y armoniosa voz que salía de la aldaba en forma de águila preguntó: «¿Adónde van a parar los objetos perdidos?»

—¡Y yo qué sé! ¡Cállate! —gruñó una tosca voz que Harry atribuyó al hermano de Alecto, Amycus—. ¡Alecto! Alecto, ¿estás ahí? ¿Lo tienes ya? ¡Abre la puerta!

Los alumnos, aterrados, susurraron entre ellos. De pronto, sin previo aviso, sonaron unos golpes estruendosos, como si alguien estuviera disparando a la puerta con una pistola.

—¡¡Alecto!! Si viene y no tenemos a Potter… ¿Quieres acabar como los Malfoy? ¡¡Contéstame!! —bramó Amycus aporreando la puerta, que seguía sin abrirse.

Los de Ravenclaw retrocedieron, y algunos —los más asustados— subieron por la escalera y regresaron a la cama. Entonces, mientras Harry se preguntaba si no sería mejor abrir la puerta y aturdir a Amycus antes de que a éste se le ocurriera hacer algo, oyó otra voz que le resultó muy familiar.

—¿Le importaría decirme qué hace, profesor Carrow?

—¡Intento entrar… por esta… condenada puerta! —gritó Amycus—. ¡Vaya a buscar a Flitwick! ¡Que la abra ahora mismo!

—Pero ¿no está su hermana ahí dentro? —preguntó la profesora McGonagall—. Hace un rato el profesor Flitwick la ha dejado entrar, ante su insistencia, ¿no? ¿Por qué no le abre ella? Así no tendría que despertar usted a todo el castillo.

—¡No me contesta, escoba con patas! ¡Ábrala usted! ¡Maldita sea! ¡Ábrala ahora mismo!

—Como quiera —repuso la profesora McGonagall con una frialdad espeluznante.

Se oyó un débil golpe de la aldaba, y la armoniosa voz volvió a preguntar:

—¿Adónde van a parar los objetos perdidos?

—Al no ser, es decir, al todo —contestó la profesora.

—Muy bien expresado —replicó la aldaba con forma de águila, y la puerta se abrió.

Los pocos alumnos que se habían quedado en la sala común corrieron hacia la escalera al entrar Amycus blandiendo la varita. El
mortífago
, encorvado como su hermana, de tez pálida y cerúlea y ojos muy pequeños, vio enseguida a Alecto, despatarrada e inmóvil en el suelo. El hombre dio un grito en el que se mezclaban la cólera y el miedo.

—¿Qué han hecho esos mocosos? ¡Les voy a hacer la maldición
cruciatus
a todos hasta que confiesen quién ha sido! ¿Qué va a decir el Señor Tenebroso? —chilló, plantado junto a su hermana y golpeándose la frente con un puño—. ¡No lo hemos cogido! ¡Y esos desgraciados han matado a mi hermana!

—Sólo está aturdida —le informó la profesora McGonagall con impaciencia, después de agacharse para examinar a Alecto—. Se recuperará.

—¡No se recuperará! —bramó Amycus—. ¡Nunca se recuperará de lo que le hará el Señor Tenebroso! ¡Lo ha llamado, he notado cómo me ardía la Marca, y él cree que tenemos a Potter!

—¿A Potter? —dijo la profesora McGonagall, sorprendida—. ¿Cómo que cree que tienen a Potter?

—¡Nos advirtió que quizá ese chico intentaría entrar en la torre de Ravenclaw, y nos ordenó llamarlo si lo atrapábamos!

—¿Por qué querría Harry Potter entrar aquí? ¡Potter pertenece a mi casa!

Bajo la incredulidad y la ira contenidas, Harry detectó una pizca de orgullo en la voz de la profesora, y sintió una oleada de cariño hacia Minerva McGonagall.

—¡Sólo dijo que quizá intentaría entrar aquí! —repitió Carrow—. ¡Y no sé por qué!

La profesora se levantó y recorrió la habitación con la mirada, pasando dos veces por el sitio donde se hallaban Harry y Luna.

—Bien pensado… podemos culpar a los chicos —dijo Amycus, y su cara de cerdo adoptó un gesto de astucia—. Sí, eso es. Le diremos que los alumnos le tendieron una emboscada —miró el estrellado techo, hacia los dormitorios— y la obligaron a tocarse la Marca, y por eso él recibió una falsa alarma… Que los castigue a ellos. Un par de chicos más o menos… ¿qué importa?

—Importa porque marca la diferencia entre la verdad y la mentira, entre el valor y la cobardía —afirmó la profesora McGonagall, que había palidecido—. Una diferencia, en resumen, que usted y su hermana son incapaces de apreciar. Pero voy a dejarle clara una cosa: usted no va a culpar de su ineptitud a los alumnos de Hogwarts, porque yo no pienso permitirlo.

—¿Cómo dice?

Amycus se aproximó a la profesora McGonagall hasta situarse muy cerca de ella, tanto que sus rostros quedaron a escasos centímetros de distancia. A pesar de todo, ella no retrocedió, sino que miró al
mortífago
como si fuera algo asqueroso que hubiera encontrado pegado en el asiento del inodoro.

—No se trata de que usted lo permita o no, Minerva McGonagall. Usted ya no pinta nada aquí. Ahora somos nosotros los que mandamos, y si no me respalda pagará las consecuencias. —Y le escupió en la cara.

Entonces Harry se quitó la capa, levantó la varita y gritó:

—¡Hasta aquí podíamos llegar!

Amycus se dio la vuelta y Harry gritó:


¡Crucio!

El
mortífago
se elevó del suelo, se debatió en el aire como si se ahogara, retorciéndose y chillando de dolor, y por fin, con gran estrépito de cristales rotos, se estrelló contra una librería y cayó inconsciente al suelo hecho una bola.

—Ahora entiendo lo que quería decir Bellatrix —exclamó Harry, que notaba latir la sangre en las sienes—: ¡Tienes que sentirla!

—¡Potter! —susurró la profesora McGonagall llevándose las manos al pecho—. ¡Estás aquí, Potter! ¿Cómo es posible? —Trató de serenarse—. ¡Esto ha sido una locura, Potter!

—Le ha escupido en la cara, profesora —se justificó Harry.

—Potter, yo… Ha sido un gesto muy galante por tu parte, pero ¿no te das cuenta de…?

—Sí, lo sé —replicó Harry. Curiosamente, el pánico de ella lo tranquilizaba—. Pero Voldemort está en camino, profesora McGonagall.

—Ah, ¿ya podemos llamarlo por su nombre? —preguntó Luna con interés al mismo tiempo que se quitaba la capa invisible. La aparición de una segunda forajida abrumó a la profesora McGonagall, que se tambaleó y se derrumbó en una butaca, agarrándose con ambas manos el cuello de la vieja bata de tela escocesa.

—Me parece que ya no importa cómo lo llamemos —respondió Harry—. Él sabe dónde estoy.

Desde un recóndito recoveco del cerebro, esa parte que se conectaba con la inflamada cicatriz, Harry vio a Voldemort surcando el oscuro lago en la fantasmagórica barca verde… Estaba a punto de llegar a la isla donde se encontraba la vasija de piedra…

—Tienes que irte enseguida —susurró la profesora McGonagall—. ¡Rápido, Potter!

—No puedo. Tengo que hacer una cosa. ¿Usted sabe dónde está la diadema de Ravenclaw, profesora?

—¿La diadema de Ravenclaw? Claro que no. ¿No lleva siglos perdida? —Se incorporó un poco y añadió—: Has cometido una locura, Potter, has cometido una locura entrando en el castillo…

—Tenía que hacerlo. Profesora, aquí hay una cosa escondida y tengo que encontrarla, y podría ser la diadema. Si pudiera hablar con el profesor Flitwick…

Se oyeron unos tintineos de cristales: Amycus estaba volviendo en sí. Antes de que Harry o Luna pudieran actuar, la profesora McGonagall se puso en pie, apuntó con la varita al adormilado
mortífago
y exclamó:


¡Imperio!

Obediente, Amycus se levantó, se acercó a su hermana, le cogió la varita, arrastró los pies hasta la profesora y le entregó su varita y la de Alecto; luego se tumbó en el suelo al lado de ésta. McGonagall volvió a agitar la varita, y un trozo de reluciente cuerda plateada apareció de la nada y envolvió a los Carrow, atándolos fuertemente.

—Potter —dijo Minerva McGonagall, olvidándose de los Carrow—, si es verdad que El-que-no-debe-ser-nombrado sabe dónde estás…

Antes de que ella terminara la frase, una ira semejante a un dolor físico sacudió a Harry produciéndole un intenso dolor en la cicatriz, y por unos instantes miró rápidamente el fondo de una vasija cuya poción se había vuelto transparente, y vio que no había ningún guardapelo escondido bajo la superficie…

—¿Estás bien, Potter? —dijo una voz.

Harry volvió a la sala común y se agarró al hombro de Luna para no caerse.

—Se agota el tiempo; Voldemort está cada vez más cerca. Profesora, estoy cumpliendo órdenes de Dumbledore. Debo encontrar lo que él me pidió que buscara, pero mientras registro el castillo tenemos que sacar a todos los alumnos de aquí. Voldemort me quiere a mí, aunque no le importará matar a algunos más, ahora que… —«ahora que sabe que estoy destruyendo los
Horrocruxes
», pensó, pero no lo dijo en voz alta.

—¿Que estás cumpliendo órdenes de Dumbledore? —repitió McGonagall, asombrada. Entonces se irguió cuan alta era y añadió—: Protegeremos el colegio de El-que-no-debe-ser-nombrado mientras tú buscas ese… objeto.

—¿Podremos hacerlo?

—Creo que sí —repuso ella, cortante—. Los profesores somos buenos magos y brujas, por si no te habías dado cuenta. Conseguiremos detenerlo un rato si nos empleamos con ganas. Habrá que hacer algo con el profesor Snape, desde luego…

—Déjeme a mí…

—… y si Hogwarts se dispone a sufrir un estado de sitio, con el Señor Tenebroso ante sus puertas, sería muy aconsejable sacar de aquí a cuanta más gente inocente podamos. Pero ahora la Red Flu está vigilada y nadie puede desaparecerse en los terrenos del colegio…

—Hay una manera —saltó Harry, y le explicó la existencia del pasadizo que conducía al pub Cabeza de Puerco.

—Es que estamos hablando de cientos de alumnos, Potter…

—Ya lo sé, profesora, pero si Voldemort y los
mortífagos
se concentran en Hogwarts y sus jardines, no creo que les importe mucho que haya gente desapareciéndose desde el Cabeza de Puerco.

—Tienes razón —concedió la profesora. Y a continuación apuntó con la varita a los Carrow, y una red de plata descendió sobre ellos, los envolvió y los levantó; de este modo ambos
mortífagos
quedaron suspendidos bajo el techo azul y dorado, como dos grandes y repugnantes criaturas marinas—. ¡Vamos, tenemos que alertar a los jefes de las otras casas! Será mejor que volváis a poneros la capa.

Minerva McGonagall abrió la puerta de la sala y levantó la varita, de cuyo extremo salieron tres gatos plateados luciendo un círculo alrededor de cada ojo, como si llevaran gafas. Los
patronus
echaron a correr ágilmente hacia la escalera de caracol, inundándola de luz plateada, y la profesora, Harry y Luna descendieron a toda prisa.

Recorrieron un pasillo tras otro y, uno a uno, los
patronus
fueron separándose de ellos; la bata de tela escocesa de la profesora susurraba al rozar el suelo, mientras Harry y Luna la seguían bajo la capa invisible.

Cuando hubieron bajado dos pisos más, otros pasos se unieron a los de ellos. Harry fue quien los oyó primero y se llevó una mano al monedero que le colgaba del cuello para coger el mapa del merodeador, pero, antes de que lo sacara, McGonagall también se percató de que tenían compañía. Se detuvo y levantó la varita, dispuesta a atacar.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Soy yo —respondió alguien en voz baja.

De detrás de una armadura salió Severus Snape.

Al verlo, Harry sintió brotar el odio en su interior. La magnitud de los crímenes de Snape le había hecho olvidar los detalles de su aspecto físico: el negro cabello, que caía como dos cortinas enmarcando el delgado rostro, y aquellos ojos negros, de mirada fría y apagada. No iba en pijama, sino con la capa negra que solía usar, y también él sostenía en alto la varita, preparado para atacar.

—¿Dónde están los Carrow? —preguntó Snape con temple.

—Supongo que donde tú les hayas ordenado ir, Severus —respondió McGonagall.

Snape se acercó más a ella y le echó una ojeada alrededor, como si supiera que Harry estaba escondido por allí. El chico levantó también su varita, listo para entrar en acción.

—Tenía entendido que Alecto había atrapado a un intruso —dijo Snape.

—¿Ah, sí? —se extrañó la profesora—. ¿Y qué te ha hecho pensar tal cosa?

Snape flexionó un poco el brazo izquierdo, donde tenía grabada con fuego la Marca Tenebrosa.

—¡Ah, claro! Olvidaba que los
mortífagos
tenéis vuestros propios medios para comunicaros.

Snape fingió no haberla oído. Seguía escudriñando el entorno de la profesora, y poco a poco iba acercándose más, como si no lo hiciera intencionadamente.

—No sabía que esta noche te tocaba vigilar los pasillos, Minerva.

—¿Tienes algún inconveniente?

—Me pregunto qué te habrá hecho levantarte de la cama a estas horas.

—Me pareció oír ruidos.

—¿En serio? Pues yo no he oído nada.

La miró a los ojos.

—¿Has visto a Harry Potter, Minerva? Porque si lo has visto, te ordeno que…

La profesora actuó mucho más deprisa de lo que Harry habría imaginado: su varita hendió el aire y por una fracción de segundo Harry creyó que Snape se derrumbaría, pero la rapidez del encantamiento escudo del profesor fue tal que McGonagall perdió el equilibrio. Entonces ella apuntó hacia una antorcha de la pared, y ésta se desprendió de su soporte. Harry estaba a punto de arrojarle una maldición a Snape, pero tuvo que tirar de Luna para que no la alcanzaran las llamas. El fuego formó un aro que ocupó todo el pasillo y voló como un lazo en dirección a Snape…

El lazo de fuego se convirtió en una gran serpiente negra que McGonagall redujo a humo; el humo volvió a cambiar de forma y, en pocos segundos, se solidificó y se transformó en un enjambre de dagas. Snape se protegió colocándose detrás de la armadura y las dagas se clavaron en el peto con gran estrépito.

—¡Minerva! —exclamó una voz temblorosa.

Harry, aún protegiendo a Luna de los hechizos, vio a los profesores Flitwick y Sprout, en pijama, corriendo por el pasillo hacia ellos. El corpulento profesor Slughorn iba detrás, rezagado y jadeante.

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