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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Hacia la Fundación (9 page)

BOOK: Hacia la Fundación
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–Claro que sí. Te acompañé durante tu visita a Dahl hace cinco años.

–Sí, sí… -Seldon movió una mano-. Pero eso no cuenta. Nos alojamos en un hotel intersectorial que no tenía nada de dahlita, y si mal no recuerdo, Dors no permitió que salieras solo a la calle en ningún momento. Al fin y al cabo solamente tenías quince años… ¿Te gustaría visitar Dahl solo, sin nadie a quien rendir cuentas…, ahora que ya tienes más de veinte?

Raych dejó escapar una risita.

–Mamá nunca lo permitiría.

–No he dicho que la perspectiva de enfrentarme a ella resulte agradable, pero no tengo intención de pedirle permiso. La pregunta que debes responder es si estarías dispuesto a hacerlo por mí.

–¿Por curiosidad? Claro. Me encantaría ver qué ha ocurrido desde que me marché.

–¿Puedes robar ese tiempo a tus estudios?

–Desde luego. Un par de semanas… Ni siquiera las echaré en falta, y además puedes grabar las clases y ya me pondré al día cuando vuelva. Puedo conseguir el permiso. Después de todo mi padre es miembro del claustro universitario…, a menos que te hayan despedido, papá.

–Todavía no, pero no estaba pensando en unas vacaciones de recreo.

–Me sorprendería mucho lo contrario. Creo que ni siquiera sabes lo que son unas vacaciones o el pasarlo bien, papá… De hecho, me sorprende que conozcas esas palabras.

–No seas impertinente. Cuando vayas allí quiero que hables con Laskin Joranum.

Raych se sorprendió.

–¿Y cómo me las voy a arreglar? No sabré adónde encontrarle.

–Estará en Dahl. Se le ha pedido que hable ante el Consejo del sector para celebrar la elección de los nuevos consejeros joranumitas. Averiguaremos qué día lo hará y puedes ir allí unos cuantos días antes.

–¿Y cómo conseguiré verle, papá? No creo que reciba muchas visitas sin invitación previa.

–Yo tampoco lo sé, eso lo dejo en tus manos. Cuando tenías doce años habrías sabido cómo arreglártelas. Espero que tu agudo ingenio no se haya obstruido durante los años que han transcurrido desde entonces.

Raych sonrió.

–Ojalá sea así, pero… Imagínate que consigo verle. ¿Qué hago entonces?

–Bueno, averigua todo lo que puedas sobre él, sobre cuáles son sus verdaderos planes y lo que piensa en realidad.

–¿De veras crees que me lo va a decir?

–No me sorprendería nada. Tienes la rara habilidad de inspirar confianza, miserable muchacho… Hablemos del asunto.

Y así lo hicieron repetidamente…

Un confuso torbellino de pensamientos se agitaba en la mente de Seldon. No estaba seguro de cómo acabaría todo aquello, pero no se atrevía a consultar con Yugo Amaryl, Demerzel o (especialmente) Dors porque podrían retenerle.

Podrían demostrar que su idea era inútil, y no quería enfrentarse a las hipotéticas pruebas. Lo que había planeado parecía el único camino directo a la salvación, y Seldon no quería verlo bloqueado.

Pero… ¿Existía ese camino? Seldon creía que Raych era la única persona capaz de ganarse la confianza de Joranum, pero no estaba seguro de que fuese el adecuado para ello. Era dahlita y simpatizaba con las ideas de Joranum. Seldon no sabía hasta qué punto podía confiar en él. ¡Era horrible! Su propio
hijo
…, hasta entonces, Seldon no había tenido la más mínima desconfianza de Raych.

13

Seldon dudaba de la eficacia de su idea, temía precipitar los acontecimientos en una dirección equivocada, haciendo que se produjeran de forma prematura. Se debatía en una agonía de indecisión constante, por sus dudas al respecto de la capacidad de Raych para desempeñar correctamente el papel asignado…, pero no tenía la menor duda sobre cuál sería la reacción de Dors al enfrentarse con el hecho consumado.

Y no quedó decepcionado…, suponiendo que ésa fuese la palabra más adecuada para expresar su emoción. Sin embargo, en cierto modo sí quedó decepcionado, pues Dors no emitió el grito de horror que esperaba oír, y para el cual se había estado preparando. ¿Pero cómo podía saberlo? Dors era distinta de las otras mujeres y Seldon nunca la había visto realmente enfadada. Quizá su naturaleza no le permitía un auténtico enfado…, o lo que Seldon consideraba como tal. Dors se limitó a lanzarle una gélida mirada, y cuando habló usó un tono de voz muy bajo e impregnado de amargura y desaprobación.

–¿Le has enviado a Dahl? ¿Solo?

Casi susurraba. Como si no pudiera creerlo. Aquel tono de voz tranquilo y suave dejó tan impresionado a Seldon que tardó unos momentos en reaccionar.

–Tenía que hacerlo -replicó por fin con firmeza-. Era necesario.

–Deja que intente comprenderlo. ¿Le has enviado a esa guarida de ladrones, ese cubil de asesinos, esa aglomeración de criminales intergalácticos?

–¡Dors! Siempre que hablas así consigues que me enfade. Creía que sólo una persona cegada por la intolerancia sería capaz de utilizar esa clase de tópicos…

–¿Niegas que Dahl sea como lo he descrito?

–Pues claro que sí. En Dahl hay criminales y suburbios, de acuerdo, y lo sé muy bien. Los dos lo sabemos, pero no todo Dahl es así. Hay criminales y suburbios en todos los sectores, incluso en el sector imperial y en Streeling.

–Hay grados, ¿no? Uno no es igual a diez. Si todos los mundos y todos los sectores conocen el crimen, Dahl es uno de los peores, ¿no crees? El ordenador está ahí. Echa un vistazo a las estadísticas.

–No necesito hacerlo. Dahl es el sector más pobre de Trantor y admito que existe una correlación positiva entre la pobreza, la miseria y el crimen.

–¡Lo admites! ¿Y le enviaste solo? Podrías haber ido con él, o pedirme que le acompañara, o haberle enviado con media docena de compañeros de clase. Estoy segura de que les habría encantado tomarse un descanso.

–Le necesito para algo que exige que esté solo.

–¿Y para qué le necesitas?

Seldon guardó silencio al respecto.

–Conque así están las cosas, ¿eh? – dijo Dors-. ¿No confías en mí?

–Es una especie de apuesta. Sólo yo puedo correr el riesgo. No me atrevo a involucrarte…, ni a ti ni a ninguna otra persona.

–Pero tú no corres riesgo alguno, sino el pobre Raych.

–No correrá ningún riesgo -replicó Seldon con impaciencia-. Tiene veinte años de edad, es joven, vigoroso y tan sólido como un árbol…, y no me refiero a los arbolitos protegidos por cúpulas de cristal que tenemos en Trantor. Estoy hablando de uno de esos árboles auténticos que pueblan los bosques de Helicon…, y además conoce los secretos de la lucha de torsión, los dahlitas no.

–Tú y tu lucha de torsión -dijo Dors en un tono igual de gélido-. Crees que es la respuesta a todo. Los dahlitas llevan cuchillos…, todos y cada uno de ellos, ¿entiendes? Y estoy segura de que también van armados con desintegradores.

–No lo creo. Las leyes son bastante estrictas en lo que respecta a los desintegradores, y en cuanto a los cuchillos puedo asegurarte que Raych lleva uno encima. ¡Pero si lo lleva incluso en el
campus
a pesar de ir contra la ley! ¿Acaso crees que no lo llevará en Dahl?

Dors no dijo nada. Seldon también guardó silencio durante unos minutos, y acabó decidiendo que había llegado el momento de calmarla un poco.

–Oye, lo único que puedo revelar es que tengo la esperanza de que conseguirá ver a Joranum -dijo.

–Oh. ¿Y qué esperas que haga Raych? ¿Conseguir que se arrepienta de su malvada política actual y provocarle tales remordimientos que decida regresar a Mycogen?

–Vamos… No, Dors, en serio, si piensas adoptar esta actitud, hablar del tema no servirá de nada. – Seldon volvió la cabeza hacia la ventana y contempló el cielo gris y azul que se extendía bajo la cúpula-. Lo que espero que haga… -dijo, y durante un momento se le quebró la voz-, es salvar al Imperio.

–Claro, Eso debe de ser mucho más fácil.

–Es lo que espero -dijo Seldon, recobrando la firmeza anterior-. Tú no tienes ninguna solución. Demerzel no tiene ninguna solución, y prácticamente llegó a sugerir que encontrarla es tarea mía. Es lo que estoy intentando, por eso necesito que Raych vaya a Dahl. Después de todo, ya sabes hasta qué punto es capaz de inspirar afecto, ¿no? Ese don funcionó con nosotros, y estoy convencido de que también lo hará con Joranum. Si estoy en lo cierto, puede que todo se acabe arreglando.

Dors abrió un poco más los ojos.

–¿Vas a decirme que te guías por la psicohistoria?

–No, no voy a mentirte. No he llegado al punto en que la psicohistoria pueda servirme como guía, pero Yugo siempre está hablando de la intuición…, y yo también tengo intuición.

–¡La intuición! ¿Qué es? ¡Defínela!

–Es muy sencillo. La intuición es un arte, una peculiaridad de la mente humana que le permite obtener la respuesta correcta a partir de datos incompletos o quizá engañosos.

–Y tú has conseguido esa respuesta correcta.

–Sí, la he conseguido -dijo Seldon plenamente convencido.

Pero en su fuero interno pensó en lo que no se atrevía a compartir con Dors. ¿Y si el encanto de Raych se había esfumado? O peor aún, ¿y si su conciencia dahlita se fortalecía lo bastante para resultar irresistible?

14

Billibotton era Billibotton: oscura sinuosa, enorme y sucia Billibotton. Emanaba un aura decadente y, sin embargo, estaba llena de una vitalidad incomparable con ningún otro lugar del Imperio. Raych lo sabía, a pesar de que su experiencia se reducía al mundo de Trantor.

Había visto Billibotton por última vez cuando tenía poco más de doce años, pero incluso las personas parecían las mismas. Seguían exhibiendo una mezcla irreverente de marginación abatida; rebosaban de orgullo sintético y resentimiento malhumorado. Los hombres llevaban la marca de su oscuro y abundante bigote y las mujeres la de sus vestidos en forma de saco que, a los ojos de Raych -envejecidos y familiarizados con el gran mundo-, resultaban tan poco higiénicos como elegantes.

¿Cómo era posible que aquellas mujeres y sus vestidos atrajeran a los hombres? Era una pregunta estúpida, claro. Incluso a los doce años, Raych ya tenía una idea clara de la facilidad y rapidez con que se podían quitar un vestido.

Y allí estaba, perdido en sus pensamientos y recuerdos. Pasó por una calle llena de escaparates e intentó convencerse a sí mismo de que recordaba todos los lugares y se preguntó si entre aquella gente habría alguien a quien recordar ocho años después. Tal vez sus amigos de infancia…, pero el hecho de recordar algunos de sus apodos no mitigaba la angustia que le producía el haber olvidado sus nombres verdaderos.

De hecho, los huecos de su memoria eran enormes. Ocho años no era tanto tiempo, pero suponía dos quintas partes de la existencia de un joven de veinte, y su vida, después de abandonar Billibotton había sido tan distinta que todo cuanto la precedió se había esfumado como un sueño nebuloso. Pero los olores permanecían. Se detuvo delante de una pastelería, un edificio oscuro y bastante feo, y saboreó el aroma de coco que impregnaba la atmósfera, aquel olor al que en otros lugares siempre parecía faltarle algo indefinible. Siempre que habían comprado tartas de coco -incluso cuando eran anunciadas como «hechas al estilo dahlita»-, se habían encontrado con torpes imitaciones del original.

Sintió la irresistible tentación. Bueno, ¿por qué no? Disponía de los créditos necesarios y Dors no estaba allí para arrugar la nariz y preguntarse en voz alta lo limpio o, seguramente lo sucio, que podía ser el establecimiento. ¿Quién se preocupaba por la
limpieza
en los viejos tiempos?

El local estaba sumido en la penumbra y sus ojos necesitaron unos momentos para adaptarse a ella. Había unas cuantas mesas con un par de sillas cada una, que parecían poco resistentes, y estaba claro que servían para que los clientes consumieran una comida ligera, algo así como té con pastas. Un joven estaba sentado a una mesa con un tazón vacío delante de él. Llevaba una camiseta que en tiempos había sido blanca, y que probablemente habría parecido incluso más sucia si la iluminación hubiera sido mejor.

El pastelero -o, en cualquier caso, el que servía los productos de la pastelería-, salió de la trastienda.

–¿Qué vas a tomar? – preguntó en un tono de voz malhumorado.

–Un cocotero -dijo Raych.

Usó un tono de voz tan poco agradable como el del empleado (nadie nacido en Billibotton era cortés), y empleó la palabra del argot local que recordaba tan bien de los viejos tiempos. La palabra seguía en circulación, pues el hombre le entregó el artículo que había pedido cogiéndolo con los dedos. Raych-niño no habría encontrado nada de extraño en ello, pero Raych-hombre se sintió un poco sorprendido.

–¿Quieres una bolsa?

–No -dijo Raych-, me lo comeré aquí mismo.

Pagó el precio del artículo, cogió el pastel y le dio un mordisco saboreando la suculenta blandura con los ojos entrecerrados. Cuando era pequeño, disfrutar de un cocotero era una rara delicia que sólo podía permitirse cuando había conseguido el dinero necesario o cuando un amigo temporalmente rico le había ofrecido un mordisco y, casi siempre, cuando había robado uno aprovechando que nadie miraba. Ahora podía comprar todos los que le diera la gana.

–Eh -dijo una voz.

Raych abrió los ojos. Era el joven de la mesa que le observaba con el ceño fruncido.

–¿Hablas conmigo, chaval? – le preguntó Raych afablemente.

–Sí. ¿Qué estás haciendo?

–Me estoy comiendo un cocotero. ¿Te importa?

Utilizar la forma de hablar seca y cortante típica de Billibotton fue una reacción automática, surgida sin el más mínimo esfuerzo.

–¿Y qué haces en Billibotton?

–Nací aquí y me crié aquí. En una cama, no en la calle como tú.

El insulto brotó de sus labios con sorprendente facilidad, como si no hubiera salido nunca de Billibotton.

–¿De veras? Pues vas muy bien vestido para ser de Billibotton. Muy elegante, sí señor… Apestas a perfume -dijo el joven, y alzó un dedo meñique para sugerir afeminamiento.

–No pienso decir nada de la peste que echas tú. He visto mundo.

–¿Has visto mundo?
Cha-cha-chaaan…
-Dos hombres entraron en la pastelería. Raych frunció ligeramente el ceño porque no estaba seguro de si les habían avisado. El joven de la mesa se volvió hacia los recién llegados-. Este tipo ha visto mundo. Dice que nació en Billibotton.

Uno de los recién llegados obsequió a Raych con un saludo burlón y una sonrisa en la que no había ni rastro de buen humor o afabilidad. Tenía los dientes oscurecidos.

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