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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Hacia la Fundación (10 page)

BOOK: Hacia la Fundación
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–Qué bien, ¿no? Siempre alegra ver a un chico de Billibotton al que le han ido bien las cosas… Eso le da la oportunidad de ayudar a los pobres infortunados del sector con… Bueno, con créditos, por ejemplo. Supongo que te sobrarán un par de créditos para los pobres, ¿eh?

–¿Cuántos créditos lleva encima, señor? – preguntó el otro recién llegado.

La sonrisa ya había desaparecido.

–Eh -dijo el hombre de detrás del mostrador-. Salid todos de mi local ahora mismo. No quiero jaleo aquí dentro.

–No habrá ningún jaleo -dijo Raych-. Me marcho.

Se dispuso a salir de la pastelería, pero el joven sentado a la mesa extendió una pierna y la interpuso en su camino.

–No te vayas, amigo. Echaremos de menos tu compañía.

El hombre de detrás del mostrador cruzó la puerta de la trastienda. Evidentemente se temía lo peor.

Raych sonrió.

–Veréis, chicos, recuerdo que cuando vivía en Billibotton iba caminando con mi viejo y mi vieja, y diez tipos nos pararon en la calle. Diez. Los conté, ¿sabéis? Tuvimos que ocuparnos de ellos…

–Ah, ¿sí? – murmuró el que había estado hablando con Raych-. ¿Tu viejo se ocupó de diez tipos?

–¿Mi viejo? No, qué va… Él no es de los que pierden el tiempo con esas cosas. No, fue mi vieja la que se encargó de ellos…, y yo soy más duro que ella, vosotros sois tres, así que si no os importa… Largo, ¿entendido?

–Claro. Basta con que antes nos des todo tu dinero. Y algo de ropa también.

El joven de la mesa se levantó. Tenía un cuchillo en la mano.

–Vaya -dijo Raych-. Me vais a hacer perder el tiempo, ¿eh?

Había terminado su cocotero y dio media vuelta. Después se agarró a la mesa moviéndose con la rapidez del pensamiento mientras su pierna derecha salía hacia delante, impactando certeramente con la punta de su pie en la ingle del joven armado.

Su adversario se derrumbó dejando escapar un grito enronquecido. Raych impulsó la mesa hacia arriba aprisionando al segundo hombre contra la pared, mientras su brazo derecho, rápido como el rayo, golpeaba la laringe del tercer hombre, quien tosió y cayó al suelo. Todo había ocurrido en un par de segundos.

–Y ahora, ¿quién de vosotros quiere moverse? – preguntó Raych con un cuchillo en cada mano.

Los tres se miraron sin moverse.

–En tal caso, me voy -dijo Raych.

Pero el empleado, refugiado en la trastienda, debió de pedir ayuda, pues en aquel instante tres hombres entraron en la pastelería mientras el empleado gritaba: ¡Problemas, sólo crean problemas!

Los recién llegados vestían de forma idéntica y llevaban un uniforme que Raych nunca había visto. Las perneras de los pantalones estaban metidas en las botas, las holgadas camisetas de color verde quedaban ceñidas por cinturones y un extraño sombrero semiesférico, vagamente cómico, cubría sus cabezas. En el hombro izquierdo de cada camiseta se veían las letras G. J.

Los tres hombres tenían la apariencia típica del dahlita, pero su bigote era un poco distinto al corriente. Los bigotes eran abundantes y negros, pero estaban cuidadosamente recortados al nivel del labio y sus propietarios no permitían que alcanzaran una frondosidad excesiva.

Raych se permitió una risita silenciosa. Les faltaba el valor de su bigote, pero tenía que admitir que resultaban elegantes y transmitían una impresión de limpieza.

–Soy el cabo Quinber -dijo el líder de los tres hombres-. ¿Qué ha estado ocurriendo aquí?

Los billibottonenses derrotados ya habían empezado a ponerse en pie, y ninguno de los tres parecía hallarse en muy buen estado. Uno de ellos seguía doblado sobre sí mismo, otro se frotaba la garganta y el tercero actuaba como si tuviera un hombro dislocado.

El cabo les contempló con una expresión vagamente filosófica mientras sus dos hombres se colocaban delante de la puerta. Después se volvió hacia Raych, el único que parecía intacto.

–¿Eres de Billibotton, chico?

–Nací y me crié aquí, pero he vivido ocho años en otro sitio.

Raych dejó que el acento de Billibotton se debilitara, pero seguía presente, por lo menos en la medida en que también lo estaba en la forma de hablar del cabo. Dahl no se limitaba a Billibotton, y algunas zonas aspiraban a civilizadas e incluso elegantes.

–¿Son ustedes agentes de algún cuerpo de seguridad? – preguntó Raych-. Me parece que no recuerdo el uniforme que…

–No somos agentes de ningún cuerpo de seguridad. No encontrarás muchos en Billibotton. Somos de la Guardia de Joranum, y mantenemos la paz y el orden en Billibotton. Conocemos a estos tipos y ya habían sido advertidos. Nos ocuparemos de ellos, pero nuestro auténtico problema eres tú, muchacho. Dame tu nombre y número de referencia.

Raych se los dio y explicó lo sucedido.

–¿Y qué habías venido a hacer aquí?

–Eh, oiga, ¿tiene derecho a interrogarme? – preguntó Raych-. Si no son agentes de seguridad…

–Escucha -dijo el cabo, y su voz se endureció de repente-, no lo pongas en duda. Somos la única Policía que hay en Billibotton y tenemos el derecho a interrogarte porque nos lo hemos tomado. Dices que les diste una paliza a esos tres hombres y te creo, pero no podrás dárnosla a nosotros. No se nos permite llevar desintegradores… El cabo sacó lentamente un desintegrador de su bolsillo.

–Y ahora cuéntame qué has venido a hacer aquí.

Raych dejó escapar un suspiro. Si hubiera ido directamente a una sala de sector, tal y como tendría que haber hecho, si no hubiera perdido el tiempo sumergiéndose en la nostalgia de Billibotton y los cocoteros…

–Estoy aquí para ver al señor Joranum en relación con un asunto muy importante -dijo-, y ya que ustedes parecen formar parte de su organi…

–¿Quieres ver al líder?

–Sí, cabo.

–¿Con dos cuchillos encima?

–Son para defenderme. No pensaba llevarlos cuando fuese a ver al señor Joranum.

–Eso es lo que tú dices… Bien, amigo, vendrás con nosotros para ser sometido a un interrogatorio. Llegaremos al fondo de este asunto. Puede que haga falta algún tiempo, pero lo haremos.

–Pero no tienen ningún derecho a retenerme. No son ninguna fuerza legal…

–Bueno, encuentra alguien a quien quejarte. Hasta entonces eres nuestro.

Los cuchillos fueron confiscados, y Raych tuvo que acompañarles.

15

Cleon ya no era el apuesto y joven monarca de los hologramas. Quizá seguía siéndolo -en los hologramas, claro-, pero su espejo le mostraba una realidad muy distinta. Su último cumpleaños se había celebrado con la pompa y el ritual habituales, pero eso no impedía que fuera el número cuarenta de su vida.

El Emperador no encontraba nada malo al hecho de tener cuarenta años. Su salud era perfecta. Había engordado un poco, pero no demasiado. Su rostro quizás habría envejecido de no ser por los microajustes a que se sometía periódicamente y que proporcionaban a su piel una apariencia ligeramente esmaltada.

Llevaba dieciocho años ocupando el trono -su reinado ya era uno de los más prolongados del siglo- y tenía la impresión de que nada le impediría reinar cuarenta años más y, quizás, acabar teniendo el reinado más largo de la historia imperial.

Cleon volvió a contemplarse en el espejo y pensó que su aspecto era un poquito mejor si no actualizaba la tercera dimensión. Demerzel, en cambio… El fiel, necesario y siempre digno de confianza, Demerzel, no había cambiado en lo más mínimo. Seguía teniendo el mismo aspecto de siempre y, por lo que sabía Cleon, no se había sometido a ningún microajuste. Naturalmente Demerzel era muy reservado al respecto, así que… Y nunca había sido joven, por supuesto. Cuando servía al padre de Cleon y él era el Príncipe Imperial, su aspecto ya no tenía nada de juvenil, y ahora tampoco había ningún signo jovial en su aspecto.

Cleon se preguntó si no sería preferible haber tenido aspecto de viejo desde el principio para evitar el cambio posterior.

¡El cambio! Eso le recordó que había llamado a Demerzel por un motivo concreto, y no para que permaneciera de pie mientras el Emperador estaba absorto en sus pensamientos. Demerzel interpretaría un exceso de meditación imperial como un indicio de vejez.

–Demerzel -dijo.

–¿Alteza?

–Ese tal Joranum… Estoy harto de oír hablar de él.

–No hay ninguna razón por la que debierais oír hablar de él, Alteza. Es uno de esos fenómenos arrojados a la superficie de las noticias por un tiempo y que acaban por desaparecer.

–Pero no desaparece.

–A veces esa desaparición se hace esperar, Alteza.

–¿Qué opinas de él, Demerzel?

–Es peligroso, y goza de cierta popularidad. Es precisamente la popularidad la que lo convierte en peligroso.

–Si opinas que es peligroso y a mí me parece molesto e irritante, ¿por qué debemos esperar? ¿No se le puede meter en la cárcel, ejecutar o hacer algo con él?

–Alteza, la situación política de Trantor es delicada…

–Siempre lo ha sido. ¿Cuándo has dicho que fuera otra cosa aparte de delicada?

–Vivimos una época muy delicada, Alteza. Actuar de forma evidente en su contra resultaría inútil si sólo sirviese para exacerbar el peligro.

–No me gusta. Puede que no haya leído mucho, un Emperador no tiene mucho tiempo para leer, pero conozco la suficiente historia imperial para saber que ha habido bastantes casos de individuos llamados populistas que se han adueñado del poder en el último par de siglos. Todos y cada uno de ellos convirtieron al Emperador reinante en una mera figura decorativa. No deseo verme convertido en algo parecido, Demerzel.

–Eso es impensable, Alteza.

–Si continúas sin hacer nada no lo será.

–Estoy intentando tomar medidas, Alteza, pero actúo con la máxima cautela.

–Bien, por lo menos sé de alguien que no es tan cauteloso como tú. Hace cosa de un mes un profesor de la universidad…, un profesor, acabó con lo que podría haberse convertido en un disturbio joranumita sin ayuda de nadie. Intervino en el momento preciso y les dispersó.

–Cierto, Alteza, eso es lo que hizo. ¿Cómo ha llegado a vuestros oídos?

–Porque se trata de cierto profesor en quien estoy interesado. ¿Cómo es que no me has hablado del asunto?

–¿Creéis que sería oportuno que os molestara con todos los detalles insignificantes que pasan por mi escritorio? – replicó Demerzel en un tono casi obsequioso.

–¿Insignificantes? El hombre que actuó era Hari Seldon.

–Cierto, ése es su nombre.

–Un nombre familiar, por cierto. Hace varios años presentó un trabajo en la última Convención Decenal muy interesante, ¿verdad?

–Sí, Alteza.

Cleon pareció complacido.

–Como puedes ver tengo buena memoria. No dependo de mi personal para todo. Hablé con ese tal Seldon a propósito del trabajo presentado, ¿no?

–Vuestra memoria es realmente intachable, Alteza.

–¿Qué ha sido de su idea? Se trataba de un artefacto para predecir el futuro, ¿no? Mi intachable memoria no recuerda cómo se llamaba.

–Psicohistoria, Alteza. No era exactamente un artefacto para predecir el futuro, sino una teoría relativa a las formas de predecir las tendencias generales de la historia humana.

–¿Y qué ha sido de ella?

–Nada, Alteza. Tal y como os expliqué en su momento, la idea no demostró practicidad alguna. Se trataba de una idea pintoresca y llamativa, pero inútil.

–Sin embargo, ese hombre fue capaz de actuar para detener lo que podría haber sido un grave disturbio. ¿Se habría atrevido a hacerlo si no hubiera sabido de antemano que tendría éxito? ¿Acaso lo que hizo no prueba que esa…, esa psicohistoria suya funciona?

–Alteza, sólo prueba que Hari Seldon es un temerario. Aunque en el caso de que la teoría psicohistórica fuera susceptible de aplicación práctica, no habría arrojado resultados relativos a una sola persona o acción individual.

–Tú no eres matemático, Demerzel. El matemático es Seldon, y creo que ha llegado el momento de que vuelva a hablar con él. Después de todo, no falta mucho para que se celebre la próxima Convención Decenal.

–Sería un desperdicio de…

–Demerzel, lo deseo. Ocúpate de ello.

–Sí, Alteza.

16

Raych escuchaba con una impaciencia terrible que intentaba disimular. Estaba sentado en una celda improvisada, situada en la zona más recóndita de Billibotton, hasta la que había sido conducido por callejones que ya no recordaba. (Él, que en los viejos tiempos habría recorrido aquellos mismos callejones sin vacilación alguna, y despistando a cualquier perseguidor…)

El hombre que estaba con él llevaba el atuendo verde de la guardia joranumita y tenía que ser un misionero, un especialista en lavado de cerebros o una especie de teólogo fracasado. En cualquier caso, dijo que se llamaba Sandor Nee, y le estaba soltando un discurso larguísimo que había aprendido de memoria y que recitaba con un marcado acento dahlita.

–Si los habitantes de Dahl quieren disfrutar de la igualdad deben demostrar que son dignos de ella. Un buen gobierno, una conducta tranquila y placeres discretos son todos los requisitos. La agresividad y los cuchillos son los argumentos de otros sectores para justificar su intolerancia. Debemos ser limpios de palabra y…

–Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho, guardia Nee -le interrumpió Raych-, pero he de ver al señor Joranum.

El guardia Nee movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

–No puedes hacerlo a menos que tengas una cita previa o algún permiso especial.

–Oiga, soy hijo de un importante profesor de la Universidad de Streeling…, un profesor de matemáticas.

–No conozco a ningún profesor. Creí que habías dicho que naciste en Dahl.

–Pues claro que he nacido en Dahl. ¿Es que no se nota mi acento?

–¿Tu padre profesor de universidad? No me parece muy probable.

–Bueno, es mi padre adoptivo.

El guardia asumió con indiferencia la revelación y acabó por volver a menear la cabeza.

–¿Conoces a alguien en Dahl?

–La madre Rittah me reconocerá.

(Cuando la conoció era ya muy vieja. Podía estar en pleno estado senil… o muerta).

–Nunca he oído hablar de ella.

(¿Quién más? No conocía a nadie cuyo nombre tuviera alguna probabilidad de abrirse paso a través del duro cráneo del hombre sentado frente a él. Su mejor amigo era otro chico llamado Sobón…, al menos ése era el nombre con que él le había conocido. Raych estaba desesperado, pero ni aun así podía imaginarse diciendo «¿Conoce a alguien de mi edad llamado Sobón?»)

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