Authors: Groucho Marx
—¿Cuál es tu problema? —le pregunté—. ¿Te avergüenzas de que tu querido papá sea tan viejo?
Luego, haciendo mía una frase de
lolanthe
, dije:
—Es posible que no te hayas enterado, pero en general la gente me admira.
Melinda meneó la cabeza.
—Por supuesto que no me avergüenzo de ti, papaíto. Pero, si los chicos saben que hay personas mayores en la casa, exceptuando a la criada, desde luego la fiesta será un completo fracaso.
—Déjame que aclare esto —dije—. ¿Quieres decir que he de permanecer encerrado en mi habitación, en mi propia casa, sólo porque veintidós amigos tuyos van a venir a zamparse una comida que yo he pagado y que no es deducible de los impuestos?
Entonces Melinda vino hacia mí y me dio un fuerte beso. Ésta es siempre su respuesta cuando no tiene respuesta. Cuando se disponía a abandonar la habitación, le dije:
—¿No se sentirían más seguros los chicos si me pusiera una camisa de fuerza?
—¡Oh, papaíto! —replicó—. No es necesario.
Salió, cerró la puerta tras de sí y con cuidado dio la vuelta a la llave en la cerradura.
Siendo aficionado a la literatura, tomé un ejemplar del
Wall Street Journal.
Apenas había acabado de leer el tercer artículo editorial sobre los peligros de la inflación, cuando los dos perritos que teníamos en casa empezaron a ladrar anunciando la llegada de los primeros invitados. Dieron las ocho y todo iba bien. En el viejo corral las cosas seguían aún con bastante calma. Permanecí allí sentado, feliz con la idea de que mi hija pequeña constituía el centro de una reunión de sociedad y de que era el blanco de todas las miradas.
De repente el tocadiscos empezó a sonar con una estridencia que se oye con muy poca frecuencia fuera de Cabo Cañaveral o del estrecho de Formosa. Entremezclados con esto, se oían gritos infantiles y sonidos más apagados de forcejeos y peleas. Metiéndome algodón en los oídos, tomé resueltamente un libro, decidido a concentrarme y a ignorar los veintidós toros sueltos en mi bazar.
El estruendo se hizo ahora más sonoro y salvaje. Cuando me di cuenta finalmente de que ya había leído cuatro veces el mismo párrafo, arrojé el libro sobre la mesa, me levanté y salí cautelosamente por la puerta de mi estudio (que afortunadamente Melinda se había olvidado de cerrar), atravesando luego el pasillo hacia la sala de estar. Llegué en el instante preciso. Tres de los chicos más fuertes llevaban a uno de los más pequeños hacia la chimenea, con la intención patente de asarlo. Rescaté a la víctima medio cruda y luego solté un breve, aunque duro discurso, indicando que el interior de una costosa sala de estar no era el lugar ideal para revivir los últimos días de Juana de Arco.
Melinda vino corriendo hacia mí y me dijo:
—¡Papaíto! ¡Vuelve a tu habitación! Vas a molestar a todos los chicos.
—Bueno, ellos también me molestan a mí —dije—. Y además, si vuelvo a oír más alboroto por aquí, ¡voy a echarlos a todos fuera!
Tras esto, volví a mi habitación y empecé a leer la
Vida de Camus
, escrita por Kafka (es posible que sea al revés..., pero en aquellos momentos daba lo mismo). De vez en cuando miraba por el ojo de la cerradura e intentaba atisbar lo que estaba sucediendo en la sala de estar. Supongo que mi duro discurso había infundido el temor de Dios en aquella mafia juvenil, ya que de súbito todo quedó en silencio.
* * *
Hacia las nueve y media el silencio relativo empezó a crisparme los nervios. Volví a salir cautelosamente para ver cómo se las apañaba la joven América. En un rincón de la sala, las chicas estaban bailando entre sí. Al otro lado de la estancia, los chicos permanecían absortos en una competición muy interesante. Arrojaban cerillas encendidas bajo el sofá. Por lo visto, aquel cuya cerilla ardiera durante más tiempo cobraba diez centavos de cada uno de los chicos que habían perdido. Supongo que también había una bonificación para aquel que pegara fuego al sofá.
Fui corriendo otra vez hacia la sala de estar e hice prácticamente el mismo discurso que antes. Sin embargo, esta vez fui más listo. Convencí al cabecilla para que saliera al vestíbulo y le prometí una caja de cigarros para su padre, si se hacía cargo de la situación y mantenía la orgía bajo su control. Luego volví a mi habitación, me senté y me puse a contemplar el reloj. A las diez y media en punto salí corriendo y grité:
—¡Muy bien, la fiesta ha terminado! ¡Que se marche todo el mundo!
Unos cuantos chicos más corteses me dieron las gracias por haber pasado una agradable velada. Dos de ellos, sin embargo, me pegaron una patada en la espinilla al marcharse. Pronto la casa quedó nuevamente en paz y Melinda se fue a su habitación. Fui tras ella. —Melinda —empecé diciendo en tono de excusa—, siento haber tenido que romper mi promesa y haber intervenido en tu fiesta. Espero no haber ofendido a ninguno de tus invitados.
Se volvió mostrando una amplia sonrisa.
—¡Oh, no, papaíto! No les ha importado que aparecieras. Todos te ven en la televisión y saben que siempre estás bromeando. Ha sido una fiesta maravillosa y ahora sé que recibiré un montón de invitaciones por parte de los demás chicos.
Melinda vino corriendo hacia mí y me dio un fuerte abrazo. Me miró sonriendo y dijo:
—Papaíto, ¿podré dar otra fiesta el año que viene? No costará mucho: sólo patatas fritas, Coca-Cola y caramelos.
—Muy bien, Melinda —dije yo—. Apaga el tocadiscos, lávate los dientes y vete a la cama. Y a propósito: buenas noches, querida.
MI DECATHLON PERSONAL
El aspecto social de mi vida (si hay alguno) no ha sido tocado en esta biografía referente a un pobre hombre. Quizás es mejor así. Mi vida privada no tiene nada del encanto y del entusiasmo que implican las vidas de Elsa Maxwell, Grace Kelly o Rubirosa. Para lograr esta clase de distinción has de ser muy rico, tener antepasados que combatieron en la batalla de Lexington (no importa de qué lado), ser un gran jugador de polo con una colección de caballos propios, haber sido expulsado fortuitamente del Stork Club o del Morocco o cualquier cosa similar. Ciertamente, no saldrás en las columnas dedicadas a los ecos de sociedad, si te han echado de la taberna de Lindy o de una pastelería de la Séptima Avenida.
En mi juventud, pensé que podía convertirme en uno de los más destacados atletas de América. Ya sabes, del tipo corpulento como Jim Thorpe o Bob Mathias. Dado que únicamente pesaba cincuenta y cuatro kilos, desnudo, volví a ponerme la ropa y abandoné la idea.
Primero intenté nadar. No me refiero a cruzar el canal de la Mancha o el Helesponto, como Leandro. El hecho es que hasta los doce años no supe nadar. Podía flotar durante horas. Sin embargo, cuando me volvía boca abajo, empezaba a hundirme. Cuando tenía diecisiete años, actuamos en el teatro Poli de Bridgeport y allí aprendí a nadar en el club local. Así que aprendí a nadar, por cierta razón curiosa ya no pude flotar más. Cada vez que me volvía boca arriba, empezaba a hundirme de nuevo.
Ahora tengo una piscina y también una hija que la utiliza. Cuando los pequeños amigos de Melinda vienen a casa, observo las piruetas que hacen en la piscina. ¡Es asombroso! Nadan bajo el agua durante un período largo que a mí me parecen horas. Dan volteretas, se zambullen desde la palanca y se sostienen en el agua con la cabeza metida dentro. A veces no se ven más que pies durante diez minutos consecutivos. La cosa ha llegado hasta tal punto, que me avergüenzo de meterme en la piscina.
Empleo todavía (y perdóname la vulgaridad) la braza de pecho. Estuvo de moda durante la guerra hispano-americana. No me recrimines. Esto es lo que me enseñaron en el club local de Bridgeport. Tengo que decir que no es una forma muy rápida de nadar. Mi piscina mide doce metros de largo y el otro día me cronometré. Necesité tres minutos para ir de un lado a otro. Esta marca la conseguí yendo a toda velocidad. Quedé tan exhausto por el esfuerzo realizado, que hicieron falta los esfuerzos aunados del jardinero, del cartero y de la criada para arrastrarme fuera de la piscina.
* * *
Cuando mi hijo Arthur (que ahora está alrededor de los ochenta) tenía doce años, lo llevé a Forest Hills para ver un partido entre Tilden y Cochet. Al día siguiente me obligó a comprarle una raqueta. Afortunadamente, la encontré a precio de ganga. En un momento aprendió y pudo derrotar a todos sus oponentes normales. Más tarde llegó a estar catalogado nacionalmente en el decimoquinto lugar, lo cual significaba que en América había catorce tenistas mejores que él y, durante los dos años que jugó en Forest Hills, venció a varios jugadores destacados. Aunque nunca fue tan bueno como Vines, Tilden, Budge o Kramer, fue el único atleta que produjo nuestra familia y todos estábamos muy orgulloso de él.
Cuando Arthur empezó a jugar en serio al tenis, yo también me compré una raqueta. Decidí que con esta arma podría pasar más tiempo con él. Ya sabes, lo de la «camaradería» y todo ese tinglado. No obstante, este largo preámbulo sólo sirve para poner las bases a lo que sigue.
A la edad de trece años, Arthur solía jugar los partidos de dobles con otro muchacho que jugaba aproximadamente igual que él. Con frecuencia jugaba contra ellos con cualquier pareja que pudiera encontrar por el club. Allí había tenistas bastante buenos. Sin embargo, fuera quien fuera el que jugaba conmigo, siempre perdíamos.
En aquella época Ellsworth Vines era el campeón de Estados Unidos y Fred Perry era el campeón de Inglaterra. Un día dije a Perry:
—Fred, daría cualquier cosa por ganar a estos chicos. ¡Muchacho, qué presumidos son! ¿Quieres jugar conmigo contra ellos?
Dado que recientemente había vencido en Wimbledon, supuse que no habría problemas.
Bueno, los chicos nos ganaron todos los sets. Yo iba corriendo hacia la red y ellos me hacían pasar la pelota por encima de la cabeza. No importaba donde estuviera: la pelota no estaba allí. Su táctica era simple, pero efectiva. Les bastaba jugar siempre sobre mí. Fred luchaba, pero no podía cubrir toda la pista.
Aún no admití la derrota y decidí que Perry no tenía el tipo adecuado de juego para ayudarme a demoler a aquellos muchachos. Sabía que Vines tenía un servicio más poderoso y que podía pegar con más dureza, de modo que al cabo de unos días expliqué mi problema a Ellsworth y él consintió en jugar conmigo contra los chicos. Las cosas mejoraron un poco, pero Arthur y su amigo nos cazaron también. Emplearon la misma táctica que usaron contra Perry. Se limitaron a jugar siempre sobre mí. Nunca he visto tantas pelotas de tenis pasar silbando. Nos derrotaron rotunda y rápidamente.
Había tenido de pareja a los dos campeones de América y de Inglaterra. Pero con ambos había perdido. No mucho tiempo después de esto colgué la raqueta y me retiré. Únicamente jugué otro partido: Charlie Chaplin y Fred Perry contra el equipo americano formado por Ellsworth Vines y Groucho Marx. Había corrido la noticia de que iba a celebrarse este encuentro y acudió un gentío bastante considerable. Charlie jugaba bastante bien al tenis en su pista privada, pero no estaba acostumbrado a jugar ante una multitud. Además, yo le hablaba constantemente y lo hostigaba hasta que al fin se sentó en el suelo, junto a la red, completamente desmoralizado. Como no deseaba perjudicar las relaciones internacionales, yo también me senté junto a la red y los dos contemplamos cómo Perry y Vines competían entre sí. Ya no recuerdo quién ganó.
* * *
Luego vino el golf. De hecho, el golf no es ningún juego. Además de ser una maldición, constituye una forma de vivir. El golf ha deshecho más hogares que la legendaria «otra mujer». Probablemente es el único pasatiempo que una esposa acepta como excusa plausible para que el marido permanezca alejado de sus viejos lares.
Si te dedicas a nadar, normalmente lo haces con tu familia. Puedes jugar tres sets de tenis en una hora. No obstante, para hacer dieciocho hoyos de golf en lugar de nueve, un marido ha de permanecer alejado del hogar durante la mayor parte del día. Además, si no es demasiado hábil y falla bastantes golpes, puede pasar casi todo el día en el campo, donde es imposible que su esposa lo encuentre.
Con todo, este alejamiento del hogar no es lo único que implica el golf. Ni siquiera es el aspecto más importante. El vestuario es el sitio donde realmente empieza el juego. Allí los muchachos se liberan, lejos de la mirada aguda y vigilante de la esposa. Allí es donde mienten acerca de los resultados que han conseguido, hacen alarde de sus proezas sexuales, cuentan chistes verdes (y normalmente muy viejos) y consuman sus negocios. No tengo cifras para probarlo, pero apostaría a que se negocian y se cierran más contratos de empresas con el sonido de las duchas del club que en cualquiera de los edificios de acero y aluminio que se extienden por toda la nación.
Sin embargo, sobre el hermoso césped es donde el hombre vuelve realmente a ser niño. Allí va vestido con los jerseys de brillantes y múltiples colores que le han regalado por Navidad, con los graciosos sombreros y con los pantalones cortos que no se atreve a llevar en ningún otro lugar público. Allí es donde, de una patada, saca la pelota de un sitio comprometido. No lo hace siempre, sino únicamente cuando se trata de derrotar al presidente de una empresa rival y ganarle dos pavos. Allí chilla al
caddie
y hace todas las trampas que, en cualquier otro ambiente, lo clasificarían para toda la vida como un leproso social.
Mis primeros intentos de jugar al golf se llevaron a cabo un domingo por la mañana en el parque Van Cortlandt de Nueva York. Yo era entonces mucho más joven, con mucho tiempo a mi disposición, ¡y dispuse muy bien de él! Había oído hablar del gentío que había allí y me aconsejaron que, si quería jugar, era mejor que llegara por la mañana temprano. Llegué a las cinco de la madrugada. Después de hacer cola durante seis horas, al fin empecé a jugar a las once. Nunca había visto una multitud tan grande. Debía de haber quinientos jugadores en cada hoyo.
La marca que conseguí en el primer hoyo fue bastante buena. Cuatro pelotas me pasaron rozando y dos me dieron de lleno. Una fue a parar a mi estómago y la otra me hizo caer el sombrero. Acabé el primer hoyo y me fui corriendo. Había oído hablar del campo de Flandes durante la I Guerra Mundial, pero nunca supe lo que significaba hasta que jugué aquel hoyo en el parque Van Cortlandt.
* * *
Al cabo de unos años decidí tomarme en serio lo del golf. Compré una colección de palos de segunda mano, un saco de lona y tres pelotas. Estábamos trabajando en el teatro Orpheum de San Francisco. Entre los actores había un cantante que se llamaba Frank Crummit. Hacía una media de setenta y, un día, me invitó a jugar con él. No pertenecíamos a ningún club, de manera que nos dirigimos a los terrenos municipales de Lincoln Park. En sesenta y cuatro golpes hice los primeros seis hoyos. Entonces procedimos a jugar el séptimo. En este hoyo el
tee
se encontraba en un lugar elevado. El agujero, completamente rodeado de trampas mortales, quedaba muy abajo. Representaba un salto de ciento cincuenta metros y Crummit me aconsejó que empleara un palo de cinco hierros. Di un golpe a la bola. Pegó un salto y se introdujo directamente en el agujero.