Groucho y yo (38 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Más tarde he intentado explicar esta historia a mis nietos, pero no lo he conseguido. ¿Sabes? Desde el momento en que me ven venir, siempre salen corriendo y, por desgracia, no puedo correr tan aprisa como para atraparlos.

Mientras tanto, volvamos a mi amigo Delaney.

—¿Qué te parece? —insistió—. ¿Quieres venir con nosotros? Nos llevaremos un poco de licor, cerveza, bocadillos... y además, Groucho, te prometo un millón de carcajadas.

De esto hace unos cuantos años. Aún me debe 999.999 carcajadas.

* * *

Otro elemento referente a la barahúnda de la pesca es la rígida regla que requiere que te levantes al romper el alba. Ésta es una de esas leyendas estúpidas que supongo que siempre existirán. Si hay peces en un lago o en un río a las cinco de la madrugada, a menos que sean pescados durante el día, ciertamente han de estar también allí a las cinco de la tarde. De lo contrario, ¿a dónde han ido? Por otra parte, ¿cómo saben cuándo son las cinco de la madrugada?

En todo caso, una mañana sombría y desapacible nos arrastramos todos hasta el coche, equipados con bicarbonato, botas altas, licor, cigarros y una ropa chocante. A dos horas de Los Ángeles, a varias millas de cualquier estación de servicio, descubrimos que no teníamos gasolina en el coche. Intentamos detener otros vehículos. Sin embargo, tan pronto como nos veían, apretaban con fuerza el acelerador. Bueno, todo el mundo está familiarizado con este detalle. Ocurre siempre. Uno de nosotros fue elegido para recorrer los cinco kilómetros que faltaban para llegar a una gasolinera y regresar con un bidón lleno de gasolina. Dado que yo era el más viejo que había en el grupo y que sólo podía andar con cierta dificultad, esta distinción me fue conferida a mí.

El señor Delaney, el organizador de la excursión, había decidido no arriesgar su lujoso coche conduciéndolo por aquella región selvática, de manera que por sugerencia suya y pagando todos alquilamos un viejo «Buick». (Más tarde descubrí que había alquilado aquel cacharro a su tío, quien había estado intentando durante dos años cambiarlo por un «Chevrolet» del año 1937.) Si crees que el «Buick» era viejo, tendrías que haber visto los neumáticos. A cuatro horas de Los Ángeles tuvimos un reventón. No me refiero a un atracón de comida y de bebida, sino a un agujero suficientemente grande como para que pasara por él una cabeza de tamaño reducido. Por fortuna, esta vez estábamos únicamente a un kilómetro de un garaje y, en menos tiempo del que se necesita para contarlo (tres horas, para ser exactos), el hombre del garaje dijo que aquel trozo viejo de caucho no podía repararse. El organizador, con su generosidad acostumbrada, nos invitó entonces a todos a contribuir para pagar un neumático nuevo.

Tuvimos muchas otras aventuras alegres a lo largo del camino. Al anochecer del primer día, uno de los amigos de Delaney se mareó a causa de los vaivenes constantes del vetusto vehículo por las carreteras desiguales y perdió el sentido. Lo sacamos del coche, lo tendimos cuidadosamente en el suelo junto a un límpido riachuelo y le echamos agua a la cara hasta que recobró la conciencia. Por lo visto, estas atenciones le gustaron, porque desde entonces se mareó cada dos horas y aquel constante meterlo y sacarlo del coche nos frenaba considerablemente. En un momento determinado pensamos seriamente en enterrarlo junto a la carretera, pero por entonces jugábamos a hacer crucigramas y no nos podíamos permitir el hecho de perderlo. Era el único que había en el coche que sabía palabras más largas de cuatro letras.

* * *

Al cabo de unos cuantos días llegamos a Jackson Hole. No estábamos mal, si dejamos a un lado el hecho de que andábamos con dificultad gracias a los asientos estrechos del «Buick». Divisamos al guía indio que Delaney había contratado y el indígena nos advirtió inmediatamente que mantuviéramos nuestros ojos fijos hacia adelante y no echáramos una ojeada a las mujeres de la población.

—Hombres de aquí, auténticos hombres —gruñó—. No gustar extraños de Hollywood.

Para evitar cualquier problema, cenamos en un comedor privado del mesón. Luego nos dirigimos apresuradamente a nuestras habitaciones y nos encerramos allí hasta la mañana siguiente. No teniendo nada más para leer que un ejemplar antiguo de
Confidential
y dos libros infantiles
(Los tres cerditos
y
El pato Donald)
que pertenecían a mi hija, decidí echarme pronto a dormir y pasar una noche tranquila y reparadora. Me tomé tres Seconals y un generoso montón de fenobarbital y antes de tres horas me sumergí en el remedio más antiguo de la naturaleza: el sueño.

Al cabo de quince minutos (o así me lo pareció), el indio aporreó mi puerta y se puso a gritar:

—¿Listo, amigo? Peces no esperar. ¡Marcharnos ahora!

—¡Uf! —le respondí, pero ya había desaparecido.

Desperté a mis compañeros de fatigas y, atontado todavía por las píldoras somníferas, me tragué rápidamente un puñado de tabletas para el tiroides a fin de prepararme para el duro viaje.

Frotándome los ojos y entrechocando mutuamente en la oscuridad, montamos en el vetusto «Buick» e inmediatamente empezamos a hacer crucigramas. Hasta ahora no habíamos pescado ni un solo pez, pero habíamos hecho grandes progresos en educación.

Habíamos recorrido unos cien kilómetros, cuando nuestro guía mandó detener el coche. A pocos metros de distancia se movían inquietos cuatro caballos de silla, mucho más espabilados que nosotros. Por lo visto, habían tenido una noche tranquila y reposada, ya que estaban moviéndose, relinchando y piafando como toros de lidia.

El indio nos ayudó a subir a nuestras sillas y luego, golpeando la grupa de los caballos, gritó:

—¡Adelante!

Estremeciéndonos de horror y aferrándonos a las sillas con ambas manos, estuvimos galopando los veinticinco kilómetros siguientes. El camino se hizo entonces intransitable. El guía nos dijo que desmontáramos y que nos equipáramos para el trayecto final. Nos explicó por qué los caballos no podían seguir adelante.

—Pantanos allí. Caballos hundirse. No poder salir.

Ante nosotros, tan lejos como alcanzaba la vista, se extendía una masa de color gris verdoso. Además de mis utensilios de aseo, ahora iba provisto de una sartén, una caña de pescar, un saco con cinco kilos de harina y una lata con cebo para el anzuelo. Los otros iban cargados de un modo similar. Nuestro guía, el hijo de Cochise, no llevaba nada.

* * *

Ahora eran las cinco de la madrugada y el sol hizo su acostumbrada aparición. No había andado aún un centenar de metros, cuando me hundí hasta las rodillas en el fango. Mis tres compañeros me sacaron de allí y el guía nos advirtió que debíamos mirar bien dónde pisábamos.

—Ir en fila. Todos ustedes —dijo—. ¡Seguir guía!

Era un individuo muy hablador. Desprovisto de todo equipo, el indio daba pasos largos, rápidos y seguros. Detrás de él, se arrastraban los cuatro alegres pescadores, resbalando y hundiéndose en el limo.

Cuando nos dirigíamos hacia el lago, nos encontramos con un nuevo peligro. El guía dijo que allí había moscas de ciervos. Éste era un nombre muy apropiado, ya que las moscas tenían casi el tamaño de un ciervo pequeño. Cargaron sobre nosotros como langostas dispuestas a devorar un campo de maíz y, sobrecargados como estábamos con todo nuestro equipo, resultaba virtualmente imposible sacudírselas de encima. En diez minutos, mi cara adquirió el aspecto de un trozo de carne despreciado en una carnicería mexicana y me alegré de ver que mis compañeros de fatigas se encontraban en la misma situación. Me refiero a tres compañeros, porque no había ni una sola mosca alrededor del indio.

Al cabo de cuatro horas, adornados con mordiscos, picaduras y vendajes, llegamos al lago. Era demasiado pronto para cenar y demasiado tarde para almorzar. Exceptuando unas cuantas moscas de ciervo, no había comido nada en todo el día. Nos dejamos caer al suelo para descansar y nos despojamos de todo nuestro cargamento. Nuestro amigo, el frágil David, el más hipocondríaco de los americanos que había estado mareado durante todo el camino, decidió de repente que aquella era una buena ocasión para desmayarse. Antes de que lo advirtiéramos, estaba otra vez tendido en el suelo. Tras hacerle recobrar la conciencia, el guía nos dijo dónde debíamos montar las tiendas. Teníamos que descansar en sacos de dormir, dos en cada tienda.

* * *

El lago brillaba bajo el sol del atardecer y, exceptuando el hecho de que sabíamos que teníamos que hacer el mismo camino de vuelta, nos sentíamos bastante bien. El indio nos mandó entonces que recogiéramos unos cuantos troncos y raíces, y en menos de dos horas había encendido un fuego crepitante. Al fin me puse a hablar.

—¡Uf! De comer, ¿qué?

(Creo que siempre es acertado, cuando uno se encuentra en un país extranjero, hablar su lenguaje.)

—Amigo —dijo—, fuego no bueno. Fuego no listo. Troncos mojados. Fuego necesitar mucho tiempo. Fuego apagarse. Venir cenizas. Entonces yo decir: coma. . (Le hubiera dicho que más bien era punto, pero era inútil hacerle explicaciones gramaticales. De hecho, era inútil hacerle cualquier explicación. Estaba muy contento de pasar el resto de la tarde reuniendo brasas calientes.)

Le dije:

—¡Uf! (Más tarde supe que éste era en efecto su nombre). ¿Por qué necesita usted un fuego tan grande?

—Montaña, león. Bosque, lobo. No gustar fuego —gruñó.

Sin duda alguna, aquel era un modo alegre de empezar la velada. Ahora había una buena posibilidad de ser devorados por una bestia salvaje, sólo para pescar algo que no me importaba lo más mínimo. Siempre había tenido la esperanza de morir en casa, rodeado de familiares y amigos y pronunciando un conmovedor discurso final que apareciera a la mañana siguiente en las primeras páginas de todos los periódicos. Ahora tenía que preocuparme, sin embargo, de no terminar sirviendo de
hors d'oeuvre
a algún león montañés.

Empezaba a hacer fresco. Fresco no es la palabra adecuada. Hacía frío. ¡Un frío helador! Supongo que debía ser a causa del ejercicio desacostumbrado, porque por entonces todos estábamos muertos de hambre. El fuego acabó convirtiéndose en unas brasas resplandecientes y nuestro amigo, el piel roja (en realidad, era más blanco que Delaney), empezó a preparar la cena. Encima del fuego colocó una sartén y en la sartén puso una grasa de aspecto extraño. No sé qué tipo de grasa era, pero olía igual que algo sacado de la carrocería del «Buick». No obstante, contemplamos hambrientos cómo ponía varias salchichas en la sartén caliente. Así que las salchichas empezaron a tostarse, vertió en la sartén un mejunje amarillento que, con gran sorpresa por mi parte (y probablemente también de la suya), resultó ser unas gachas. Teníamos un hambre atroz y nos comimos tanto las gachas como las salchichas con la misma rapidez con que él podía servírnoslas.

En la mayor parte de las películas del Oeste, después de que los vaqueros han tomado su comida, se sientan normalmente alrededor del fuego, tocando una guitarra y cantando
Búffalo Bill, Volvamos a casa, al rancho, o No te marches, mi amor.
Nosotros, sin embargo, no teníamos ninguna guitarra ni sabíamos cantar. Así que, embotados por el pesado alimento y prácticamente hartos los unos de los otros, todos decidimos irnos a dormir.

* * *

El señor Delaney
(né Brecher)
, el bandido que me había metido en aquel lío, era mi compañero de tienda. Quitándonos rápidamente la ropa en medio del aire gélido y llevando únicamente los calzoncillos, nos metimos en nuestros sacos de dormir. Supongo que parte de las píldoras somníferas que había tomado la noche anterior seguían circulando en mi interior, ya que me dormí casi de inmediato. Entonces eran aproximadamente las once.

Me desperté al cabo de dos horas. Mi estómago saltaba, vibraba y gruñía como una lavadora que se hubiera vuelto loca. Me di cuenta de que no estaba acostumbrado a comer gachas y salchichas grasientas antes de acostarme. Con todo, nunca me había sentido antes de aquel modo. Más tarde descubrí que no se trataba únicamente de la comida. Parece que después de habernos retirado a pasar la noche nuestro guía indio, llamado Uf, sintiendo que se habían despertado sus instintos maternales, se había introducido sigilosamente en nuestras tiendas y, como buen veterano de los bosques, había frotado con creosota la parte superior de cada saco de dormir para mantener alejadas las moscas de ciervo. Bueno, amigo, entre el olor de la creosota y la basura grasienta que había consumido recientemente, ¡estaba bien apañado!

Por entonces el ambiente estaba realmente gélido y, Por lo que yo sabía, quizás había un león montañés agazapado en un matorral próximo, lamiéndose las fauces y aguardando su cena. No me importaba. Tenía que vomitar o morirme. Mi primer impulso fue vomitar sobre Delaney, mi genial anfitrión. Sin embargo, su aspecto ya era bastante malo sin esta violación adicional. Lo miré. Dormía como una marmota. Al fin decidí que debía salir de aquel saco y echar todo... lo que fuera.

El lago distaba únicamente unos seis metros y permanecí allí de pie, en calzoncillos, en medio del aire desagradable de la noche, arrojando a los peces con violencia y avidez todo lo que había comido. (Al referirme a los peces, supongo que habría alguno.) Una vez aligerado, volví corriendo a la tienda. Allí percibí de nuevo el olor de la creosota y rápidamente regresé al lago. Aquel constante ir y venir, aquel continuo entrar y salir de la tienda, despertó finalmente a Delaney. Parpadeó, se sentó y me preguntó:

—¿Estás ya pescando?

—¿Pescando? —gemí—. ¡Estoy muriéndome!

—Probablemente tienes hambre —dijo—. ¿Por qué no dices al guía que te prepare unas gachas calientes y unas cuantas salchichas?

—¡Gachas calientes y salchichas! Te digo que me estoy muriendo, padre Abraham, ¡me estoy
muriendo!

—Calma, muchacho —me dijo en tono tranquilizador—. Ten calma. Deja que el viejo doctor Delaney te examine. En diez minutos estarás como nuevo.

En aquel momento era un viejo vetusto, pero no estaba en condiciones de discutir acerca de la exactitud y precisión de las palabras.

Delaney sacó una gran botella de sales, que por lo visto llevaba siempre consigo en la cama, vertió una generosa cantidad en un vaso de hojalata y me dijo:

—Aquí tienes. Lleva este vaso al lago. Llénalo del agua fría y cristalina de la montaña y bébetela. Al cabo de poco tiempo tendrás la fuerza de diez hombres.

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