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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (33 page)

BOOK: Groucho y yo
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* * *

Mi primer matrimonio se llevó a cabo en Chicago. Teníamos la licencia y dos dólares. Podríamos habernos casado rápidamente y sin impedimento alguno en el ayuntamiento, pero mi novia insistió en hacerlo en cierta clase de atmósfera religiosa. Cualquiera que se haya casado sabe que, a estas alturas del idilio, el novio está dominado por la fiebre del deseo y está dispuesto a conceder cualquier cosa.

No sé si Chicago ha cambiado en el sentido de mejorar, pero cinco sacerdotes nos asaron a preguntas antes de encontrar a uno que consintiera en celebrar la ceremonia. Parece que los cinco que nos rechazaron tenían objeciones religiosas porque no éramos de la misma fe. Sin embargo, cuando descubrieron que ambos pertenecíamos al mundo del espectáculo, se apresuraron a acompañarnos hasta la puerta principal.

La mayoría de la gente habla de un modo despectivo acerca del matrimonio. Constantemente es puesto en ridículo tanto en la radio como en la televisión. En el escenario y en las cenas de despedida de soltero, el lenguaje que se emplea respecto al novio conmocionaría a la
madame
de una casa de citas.

No quiero ser irreverente, pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que quienquiera que creó el sexo sabía ciertamente lo que se hacía. Aunque todo el mundo está loco por él (incluso aquellos que sienten un menosprecio por las partes inferiores y temen que se las vean), la palabra en sí misma, a pesar de ser tan corta, parece asustar más a la gente que el antiultraconservadurismo que, como todo el mundo sabe, es la palabra más larga que existe en el idioma español. Particularmente, los que escriben canciones siempre suprimen esta breve y adorable palabra para reemplazarla por «amor». Ningún cantante (ni siquiera un tenor) se atrevería a cantar:
El sexo es algo grande y espléndido.
Con este título la canción sería vendida en millones de discos, pero el cantante sería encarcelado por cierto comité de moralidad. ¿Cuál sería la acusación? Incitar al público a hacer algo que corresponde a la misma naturaleza.

* * *

El amor abarca una gran variedad de emociones y de actitudes. Creo que puedes amar a Dios, a un niño, al vecino de al lado (o a su esposa —puedes elegir al que quieras—) e incluso a un perro. Pero el amor matrimonial nunca es definido con claridad.

Cuando la gente ve a una pareja joven paseando sin rumbo, cogida del brazo, ajena al mundo entero y tan apretada como dos plátanos en el mismo tallo, siempre exclama:

—¡Oh, qué pareja tan encantadora! Mirad cómo se aman. ¿No es algo maravilloso?

Bueno, aquí es donde el viejo Groucho, que no es experto en nada, se quita los pelos de la lengua y desnuda su alma ante un mundo hostil. Lo llaman amor. Sin embargo, para ser sinceros, en la mayoría de los casos no lo es. No son más que dos personas que se encuentran mutuamente atractivas desde el punto de vista sexual y que esperan, si hay suerte, estar cada una de ellas en los brazos de la otra.

Me gustaría ver cuán locamente enamorado estaría este Romeo concreto con respecto a esta Julieta concreta si ella fuera patizamba, estúpida y tuviera su busto manufacturado en Akron, Ohio (en Akron, Ohio, se manufacturan más artículos de goma que en cualquier otra ciudad del mundo). Supongamos que tanto ella como él tengan patas de gallo. Me gustaría saber entonces lo fuerte que sería su amor —a menos, desde luego, que ambos fueran gallos, en cuyo caso se sentirían mutuamente atraídos de un modo irresistible.

No niego que incluso las personas asquerosas se casan (tómame a mí, por ejemplo). Sin embargo, la mayor parte de los jóvenes se casan porque se sienten ávidos de aquella sublime experiencia sexual que han estado acariciando en su subconsciente desde que iban al colegio a aprender las letras, suscitada por sus amigos, por el cine y por las novelas baratas.

En
La gata sobre el tejado de zinc
, Tennessee Williams hace que la madre señale una cama y diga: «Ahí es donde se deciden los matrimonios». Si el señor Williams cree que el matrimonio no es más que aquella cama, le sugiero que repase de nuevo la obra y que la escriba otra vez.

Es un hecho incuestionable que el sexo es la fuerza responsable de la perpetuación de la raza humana. Si no existiera, la vida desaparecería en pocas décadas, lo cual posiblemente no es una mala idea. Creo, no obstante, que el amor auténtico aparece únicamente cuando se han apagado las primeras llamaradas de pasión y no quedan más que las ascuas. Éste es el verdadero amor. Es una relación que sólo tiene un parentesco lejano con el sexo. Sus partes integrantes son la paciencia, la comprensión mutua, el perdón y una gran tolerancia con respecto a las faltas del otro. Creo que ésta es una base mucho más firme para la perpetuación de un matrimonio feliz y con éxito. Pero, ¿por qué tengo que divagar en algo como esto? Pongamos todo el asunto en manos del maestro, G. B. S. (Shaw para los íntimos), aportando una de sus citas: «Cuando dos personas están bajo el influjo de la más violenta, la más insana, la más ilusa y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que permanecerán constantemente en esta condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe.»

* * *

Ahora que el señor Shaw y yo hemos definido el «amor» y hemos hecho con él un paquete pequeño, bonito e insignificante, prosigamos. Creo que la soledad es responsable de muchos más matrimonios que el tan traído y llevado sexo. He leído muchas biografías en las que se describe la vida plácida del soltero feliz, pero no te lo creas. Un amigo mío llamado Devlin (un hermano de sangre de Delaney) me dijo en cierta ocasión más bien apesadumbrado que, si hubiera tenido a mano televisión y comidas en conserva los días de su noviazgo, no se habría casado nunca. Hay la suficiente verdad en su afirmación para hacerme creer que desearía no haberse dejado atrapar jamás.

Este muchacho estúpido no se daba cuenta de que, prescindiendo de la cantidad de comidas en conserva que se tragara o de la cantidad de televisores que tuviera en su apartamento, seguiría estando solo. Las comidas en conserva constituyen un invento maravilloso, pero difícilmente pueden ocupar a tu lado el lugar de una mujer enamorada, cuidándote con auténtica avidez. Si tuviera que reducirlo a una sola frase, quizá sería ésta: la mejor comida que existe en el mundo no merece comerse, a menos que haya alguien con quien poder compartirla. Y lo mismo pasa con todas las experiencias compartidas. La mitad de la diversión que implica el hecho de ver la televisión en casa es que puedes volverte hacia tu compañero y comentar, en el buen y antiguo inglés de la reina Isabel, los programas infames que las emisoras producen deliberadamente para ti. No hay nada más espantoso que sentarse solo en un cine, sin nadie con quien hablar. Durante mis retiradas del estado matrimonial, a menudo tuve esta experiencia desagradable.

Es posible que yo sea un caso excepcional, pero encuentro que no se puede ver una película a menos que puedas lanzar a tu compañero, hombre o mujer, preguntas como éstas: «¿No vimos el año pasado a este tío pesado en
Aquí está la pubertad?»
; «He olvidado quién ha dirigido esta porquería. ¿Cómo se llama?»; o bien «¿Crees que la chica es realmente culpable?» Me doy cuenta de que esta clase de charla estúpida puede ser enloquecedora para mi compañero, para no mencionar a los espectadores que se encuentran a nuestro alrededor, pero es un impulso que desdichadamente no puedo controlar. Y ésta fue precisamente la causa de una historia horrible.

* * *

Un fin de semana sombrío, determinado a vivir un idilio, viajé hasta Palm Springs. Estaba lloviendo cuando llegué. Había reservado una habitación en un famoso club de tenis y, como suelo hacerlo, andaba en busca de alguna compañía femenina. El tiempo había sido anormalmente malo aquel año (según la cámara de comercio) y el restaurante estaba casi abandonado por el sexo opuesto. Cené solo. A excepción de mi respiración profunda, la otra única distracción que había en el amplio comedor era el terrible sonido producido por un anciano caballero situado en el rincón más lejano. Estaba deshaciendo una tostada en su puré de almejas con la esperanza de que aquel aditamento lo haría más apetecible.

Tras engullir mi cena, fui a pasear por el club con el propósito de encontrar una compañía femenina, joven o incluso de mediana edad. Al fin hallé cuatro mujeres maduras en el salón de juego (y, cuando digo maduras, me refiero a la abuela Moses y a sus contemporáneas), que estaban allí sentadas jugando a la canasta. Por suerte había traído conmigo un buen libro
(Almas muertas)
y llegué a la conclusión de que, si aquello era lo mejor que podía ofrecerme el club, más me valía volver a mi habitación y ponerme a leer.

Era una noche fría y húmeda, de manera que eché unos cuantos troncos en el hogar. Por lo visto, algo funcionaba mal en el tubo de la chimenea ya que, en lugar de las llamas alegres y cálidas que debían haberse alzado hacia la campana, la habitación y yo empezamos a llenarnos de humo.

Me puse el sombrero y, desplazando un poco mi úlcera hacia un lado, decidí que antes de convertirme en un trozo de salmón ahumado era mejor ir a un cine de la población. No recuerdo lo que proyectaban. Me sentí atraído hacia aquel cine únicamente porque tenía un anuncio que decía: «Se permite fumar en la sala.»

Al entrar yo, el empresario me saludó con toda la deferencia debida a una gran estrella. Dijo:

—¡Hola, Groucho! Queda un montón de buenas localidades. ¡Ja! ¡Ja!

Su risa se convirtió en sollozos, cuando yo me dirigía hacia las escaleras que llevaban a la oscuridad.

En la platea no había nadie, a excepción de un hombre entrado en años que estaba sentado en la fila central, profundamente absorto en lo que estaba ocurriendo en la pantalla. Me encaminé directamente hacia él. Dado que yo había llegado una vez comenzada la película, no tenía idea de lo que estaba sucediendo ni de quiénes eran los artistas. Por consiguiente, lo freí con una serie de preguntas formuladas en rápida sucesión. Me contestó con otra serie de respuestas breves y guturales. Esperé unos cuantos minutos antes de hacerle otra pregunta. En este momento recogió resueltamente su gabardina y su sombrero y se trasladó al rincón más alejado de la platea. Dado que no había nadie más con quien hablar, abandoné en seguida el cine y volví a mi estancia llena de humo.

Abrí todas las ventanas y rápidamente me metí en la cama. Mientras yacía en ella tembloroso, se me ocurrió una idea terrible. Limítate a suponer que el hombre que había en la platea hubiera ido al empresario del cine a quejarse de que cierto individuo excéntrico, que había desaparecido rápidamente, había intentado molestarlo. ¡Qué espléndido titular se podría haber hecho!:

Groucho Marx ARRESTADO POR MOLESTAR A UN VIEJO EN UN CINE DE LA POBLACIÓN

* * *

Supongo que, si eres joven y soltero, una cita puede resultar algo divertido y agradable. Sin embargo, la última vez que estuve soltero, yo era ya de mediana edad y me encontraba entre dos matrimonios. En el caso de que nunca hayas estado en esta situación incómoda, puedo decirte que ya no es lo mismo en absoluto.

Permíteme darte un ejemplo específico. Un día conocí a una chica atractiva. Tenía unos ojos azules, un pelo rojizo, una piel blanca, unas medias negras y estaba ya en la edad en que todo ha crecido en su lugar adecuado. Parecía una participante en un concurso de belleza que, en una larga fila, hubiera sido injustamente relegada al tercer premio. Tras cierta conversación preliminar, algunas manitas y unas cuantas insinuaciones, convinimos una cita para aquella noche.

—¿Te parece bien a las siete y media? —pregunté.

—Será magnífico —respondió ella.

Confié en que su inteligente respuesta no fuera un simple anticipo de lo que iba a ofrecerme la velada. Pero no dije nada y esperé los acontecimientos.

Habiendo pasado toda mi vida en el mundo del espectáculo, siempre he tenido un respeto sagrado por el reloj y por la virtud de la puntualidad. En el campo teatral, a pesar de todas las tonterías que se dicen con respecto a la fidelidad al teatro, si no estás allí cuando se alza el telón, la representación empieza sin ti. Por lo demás, con frecuencia descubren que sin ti el espectáculo mejora considerablemente. Por tanto, como aquella monada circulante había estado de acuerdo en que la cita fuera a las siete y media, yo estaba allí a la hora en punto, rezumando «una loción para hombres». (Era una loción que, según los anuncios, garantizaba que una aplicación bastaba para convertir una estatua femenina de piedra en una apasionada tigresa. No estaba mal por un dólar y cuarto. En mis buenos tiempos había llegado a pagar hasta cinco dólares sin haber conseguido nunca aquel efecto.)

Repleto de intenciones inmorales, aunque exteriormente tranquilo, fui introducido en la casa por una arpía gorda, vieja y embutida en un vestido sucio que había estado de moda durante la guerra de los bóers. Se presentó en seguida como la «madre de Daisy», lo cual probaba de un modo terminante que Daisy era un tanto estúpida. Una muchacha lista con intenciones de matrimonio es normalmente lo bastante astuta como para ocultar a su vieja hasta que ha tenido tiempo de sacar un Buick y un anillo de compromiso a la víctima que ella ha elegido.

No sé de dónde habían sacado el mobiliario, pero un decorador lo habría descrito como algo primitivo y repugnante. Constituía en conjunto una serie de piezas de gran tamaño, tapizadas con una imitación de terciopelo y parcialmente ocultas por una cretona floreada. No te habrías sorprendido en absoluto si, al entrar en la estancia, hubieras descubierto al general Grant sentado en una de las sillas.

Un olor peculiar impregnaba el apartamento. Se trataba de un olor que he encontrado a menudo en mis búsquedas de idilio. Parece constituir una parte integrante de este tipo de lugares. No puedo describirlo de un modo preciso, pero es como si cierta forma invisible de descomposición estuviera produciéndose en la inmediata vecindad. Yo lo llamaría una esencia general de desesperación, de licor barato y de alimentos fritos.

Indicándome una de sus recargadas monstruosidades, la señora Aromas se apresuró a ir a anunciar mi llegada a su dulce retoño. Regresó al cabo de pocos minutos y me aseguró que Daisy bajaría «en un abrir y cerrar de ojos». Luego, ansiosa de fomentar el idilio, la señora Celestina me preguntó si quería beber algo.

—¿Por qué no? Gracias. Se lo agradecería —dije—. Whisky con hielo estaría bien.

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