Authors: Groucho Marx
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Cuando aparecieron las primeras críticas, nadie nos mencionó. Nuestros esfuerzos interpretativos no habían servido para nada. El público se fijaba únicamente en el gorila. Con todo, algunos espectadores supercríticos se quejaron de que en algunas escenas el gorila daba la impresión de ser mayor que en otras y que esto había restado credibilidad en definitiva a la historia de amor.
En el vestíbulo del cine expliqué a un grupo airado (la mayor parte de cuyos miembros habían entrado con pases a favor) que años atrás aquel gorila había trabajado en una de las primeras películas de Tarzán rodadas en África y que, siendo por entonces desconocida la Cruz Azul, había contraído una extraña enfermedad tropical. Aquel virus, en estado latente durante varios años, había vuelto a la vida de súbito a la mitad del rodaje de la película y había hecho que se encogieran todas sus hormonas vitales. De ahí provenía la discrepancia por lo que se refería al tamaño del gorila.
Como todas las explicaciones elocuentes, aquel informe no pareció satisfacer a nadie. Más tarde, sin embargo, cuando la película fue proyectada en todas partes, los cines se vieron obligados a devolver el precio de las entradas a muchos aficionados a los gorilas que se quejaban de que habían pagado, no para ver a los hermanos Marx, sino para ver a un gorila de tamaño natural. En lugar de esto, no obstante, no habían divisado más que un mono encogido.
METIDOS EN HOLLYWOOD
Antes de aparecer la televisión, la palabra «genio» era usada en torno a la industria cinematográfica con todo el abandono negligente de un maestro de baile que ejercita sus músculos en una fiesta callejera de carnaval. Supongo que en aquella época existía un número determinado de auténticos genios, pero yo conocí únicamente a uno. Su nombre era Irving Thalberg. Sus dotes eran tan grandes, que después de su muerte incluso pusieron su nombre a un edificio de la «MGM». Como todos los grandes talentos, no necesitaba un edificio para perpetuar su memoria. Murió a los treinta y siete años de edad y, durante los diecisiete años que trabajó en las películas, se creó una reputación inigualable en toda la industria. Si crees que la palabra «genio» constituye una exageración, he aquí algunas de las películas que realizó:
El gran desfile
Ben Hur
La viuda alegre
He Who Gets Slapped
El jorobado de Notre Dame
La melodía de Broadway
Gran Hotel
Anna Christie
Min and Bill
Trader Horn
The Divorcee
The Big House
Las vírgenes de Wimpole Street
Madame X
Rebelión a bordo
La buena tierra
La dama de las camelias
Romeo y Julieta
Y puedes añadir a la lista las dos películas que Thalberg hizo con nosotros:
Una noche en la ópera y Un día en las carreras.
Durante nuestros años dedicados al cine, realizamos catorce películas. Fueron dos las que destacaron con mucho. Algunas de las otras eran bastante buenas. Algunas eran deplorables. Las dos mejores fueron realizadas por Thalberg.
Recuerdo la primera vez que nos encontramos con Irving Thalberg. Chico, como de costumbre, había concertado el encuentro junto a una mesa de bridge. Thalberg dijo:
—Me gustaría realizar algunas películas con vosotros, amigos. Quiero decir
auténticas
películas.
Me enfurecí.
—¿Qué pasa con
Cocoteros, Animales locos y Sopa de ganso?
¿Has venido a sentarte aquí para decirme que no eran películas divertidas?
—Desde luego que eran divertidas —dijo—, pero no eran películas. No trataban sobre nada.
—La gente se reía, ¿no es verdad? —preguntó Harpo—.
Sopa de ganso
hizo reír tanto como cualquier otra comedia que se haya hecho en cine, incluyendo las de Chaplin.
—Esto es verdad —admitió—. Era una película muy divertida. Pero en cine no se necesitan tantas carcajadas. Voy a hacer una película con vosotros, amigos, con la mitad de carcajadas, pero con una historia que tenga pies y cabeza. Apuesto a que recaudará dos veces más que
Sopa de ganso.
Tras haber firmado el contrato, nos preguntó qué guionistas queríamos. Naturalmente, respondimos:
—Kaufman y Ryskind.
Éste fue el último consejo que le dimos.
Fue una suerte que no apostáramos. Nuestra primera película con él fue
Una noche en la ópera
y dobló las recaudaciones de
Sopa de ganso.
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Thalberg era un hombre difícil de ver. Llegaba al estudio al mediodía y lo abandonaba alrededor de la medianoche. La mayor parte de los que trabajaban a sus órdenes lo temían. Quizá «temían» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que lo respetaban profundamente. Sin embargo, nosotros habíamos triunfado durante demasiado tiempo en las variedades para sentirnos impresionados por aquella atmósfera de catedral y, en su presencia, nos comportábamos deliberadamente como gamberros. Él no estaba acostumbrado a una familiaridad tan grosera por parte de sus artistas y creo que ésta era la razón de que nos apreciara. Lo divertíamos.
El lado social de Hollywood no interesaba a Thalberg. Nunca tenía tiempo para jugar al croquet o al polo y, exceptuando alguna partida ocasional de bridge, su interés más ardiente estaba en el cine. No permitió nunca que su nombre fuera utilizado en la pantalla. No le importaba en absoluto esa clase de publicidad. Decía:
—Si una película es buena, ya sabrán quién la ha producido. Si es mala, no le importa a nadie.
En cierta ocasión le preguntamos por qué no quería que apareciera su nombre. Nos dijo:
—No quiero que mi nombre aparezca en la pantalla, porque la publicidad es algo que debe dejarse a los demás. Si uno está en situación de hacerse publicidad a sí mismo, es que ya no la necesita.
Siempre tenía tres o cuatro reuniones sobre guiones que se discutían al mismo tiempo en despachos contiguos. Él iba de uno a otro, echando una mano aquí, haciendo una sugerencia allí.
Una tarde acabábamos de empezar a discutir una escena cómica en su despacho, cuando dijo:
—Esperad aquí, muchachos. Vuelvo dentro de un minuto.
El minuto se prolongó hasta dos horas. Al cabo de pocos días repitió aquel truco. A la tercera vez nos indignamos. Colocamos todos los archivadores metálicos ante las dos puertas y no le permitimos salir de su despacho hasta que nos prometió que no volvería a hacernos lo mismo.
Pasaron dos días. Acabábamos de empezar otra reunión, cuando volvió a excusarse. No nos dejamos engañar. Sabíamos que iba a ir a otra reunión en la que se discutía uno de los guiones. En su ausencia, encendimos los troncos de la chimenea y fuimos a buscar patatas a la cantina de los estudios. Cuando Thalberg regresó, nos encontró a todos sentados, desnudos, ante el voraz fuego, ocupados en asar las patatas encima de las llamas. Se echó a reír y dijo:
—¡Esperad un minuto, muchachos!
Entonces telefoneó a la cantina y pidió que le mandaran un poco de mantequilla para las patatas. Nunca más volvió a dejarnos plantados.
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Otro productor famoso cuyo nombre, por extraño que parezca, es Delaney estaba jugando una partida de croquet en el jardín de su casa. Jugaban con apuestas muy altas y, en un momento determinado, el anfitrión anunció que iba a cruzar el cuarto arco. Uno de los invitados allí presentes que tenía más valor le dijo:
—Le pido disculpas, pero el arco que va a cruzar usted es el tercero.
El anfitrión gritó:
—¡Le digo que voy a cruzar el cuarto arco!
El invitado replicó con calma:
—Si persiste en querer hacer trampas deliberadamente, me retiro del juego y me voy a casa.
El anfitrión, agitando un mazo con aire amenazador, le contestó:
—¿Qué le ocurre a usted? ¿Está usted por Stevenson o por algo parecido?
Este determinado productor tiene una mente cinematográfica espléndida y constituye una de las pocas leyendas vivas que quedan en la industria de la promoción del cine, pero fuera de los estudios su cerebro llega a toda suerte de conclusiones ilógicas. El hecho de que, en medio de una inocente partida de croquet, pudiera acusar a un invitado de votar por Stevenson y hacer que sonara como una acusación política le parecía tener sentido. Si lo conocieras tan bien como yo, sabrías que en aquella acusación se implicaba veladamente la idea de que su amigo era un simpatizante de los rojos o quizás incluso un miembro del partido comunista.
Mis relaciones personales con este famoso productor han sido siempre muy superficiales y enormemente esporádicas. Nos hemos encontrado en fiestas, en restaurantes y en estrenos durante más de treinta años. Su saludo nunca ha variado. Siempre me suelta lo mismo:
—¿Cómo está Harpo, su hermano? Sin duda, es un tipo estupendo.
Después de treinta años de esta peregrina e inconsciente descortesía, mi paciencia se agotó finalmente.
—Oiga —le dije en cierta ocasión—, aprecio a Harpo tanto como usted y probablemente más que usted. Pero, ¿por qué al cabo de treinta años insiste en preguntarme cómo está Harpo? Aunque sea únicamente por variar un poco, ¿por qué no me pregunta cómo estoy yo?
—Groucho —replicó, poniendo una mano tranquilizadora encima de mi hombro—, algún día le preguntaré cómo está usted. Pero ahora me gustaría saber concretamente cómo está Harpo.
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Teníamos algunos directores muy interesantes en la industria del cine. Al describir a uno de ellos, que era amigo mío, un escritor que había trabajado para él observó una vez con amargura que constituía el telón de amianto entre el público y la diversión.
Tuvimos a un director de grandes éxitos cuyas únicas instrucciones a los actores eran las siguientes:
—Ahora, pequeño, en esta escena quiero que vayas allí y les vendas un saco de almejas.
No le importaba la escena de que se trataba. Podía ser una escena de amor, una escena dramática, una escena cómica. No hacía ninguna diferencia. Sus instrucciones nunca variaban. Los actores siempre vendían almejas.
Al cabo de tres semanas de dar estas instrucciones brillantes y comprensibles, Morrie Ryskind, uno de los mejores escritores con los que hemos trabajado, antes de empezar a rodar una escena, me llevó aparte y me susurró:
—Groucho, estoy intrigado. ¿Estamos en una industria del espectáculo o en la industria del pescado?
Constituye una verdad incuestionable el hecho de que durante los últimos diez años la industria cinematográfica se ha visto seriamente afectada por las obvias ventajas que la televisión ofrece al público. Por otro lado, a causa de la ruina financiera, la televisión ha dado a la industria del cine una oportunidad de desembarazarse de los centenares de incompetentes profundamente arraigados que, trabajando sin cesar noche y día, echaban a perder todas las películas en las que trabajaban.
Algunos de nuestros productores eran unos perdidos. Tuvimos uno (llamémoslo Delaney) a quien le gustaba el juego y lo mismo sucedía con el caballero que era el jefe de los estudios (al que también llamaremos Delaney). En cierta ocasión, este productor determinado estaba sin trabajo y ninguno de los estudios quería sus servicios. Para empeorar las cosas, debía al jefazo de nuestro estudio alrededor de treinta mil dólares en deudas de juego. El jefe, que no era estúpido (excepto cuando se dedicaba a producir películas), se dio cuenta de que existían muy pocas posibilidades de llegar a cobrar algún día la deuda, a menos que diera al productor sin empleo un trabajo en su estudio. De este modo, de repente nos enteramos de que el jefe había contratado a su amigo jugador precisamente para producir una de nuestras películas.
Voy ahora a explicar brevemente un día de la vida de este productor. En primer lugar, sin embargo, es mejor que lo describa. Era un hombre corpulento y fláccido, con una abultada barriga que levantaba constantemente con ambas manos, como si tuviera miedo de que cayese al suelo y alguien la pisase. Tenía una voz sonora, grave y enfadada que únicamente empleaba cuando estaba completamente seguro de que no sabía lo que estaba diciendo. Poseía una ignorancia típica por lo que se refiere a la importancia de un argumento. Con todo, tenía cierta noción de que, si vociferaba en lugar de hablar en una reunión dedicada a discutir sobre un argumento, los sonidos que salían de sus labios acabarían seguramente por adquirir sentido para alguien de los que se encontraban en la estancia.
En la película trabajaban tres escritores de talento, aunque tímidos, que no hacía mucho que habían llegado del Este. Cuando eran convocados al despacho del productor para celebrar una reunión sobre un argumento, no solamente les temblaban las rodillas, sino que también se conmovía el resto de su cuerpo por solidaridad.
Mucho tiempo atrás, aquel productor había tenido una mente privilegiada, pero en la época en que nos lo endilgaron ya la había echado a perder y no era más que una enorme cáscara vacía. Comía como un cerdo, tragaba ruidosamente sus bebidas y perseguía a las damas incesantemente (por suerte para las chicas, en la mayor parte de los casos sin éxito).
Era costumbre de los empleados del estudio llegar a las nueve de la mañana. Nuestro héroe se personaba alrededor de las once, borracho como una cuba. Cuando llegaba, se dirigía inmediatamente hacia el teléfono y llamaba a su esposa. Entonces ella le relataba todos los escándalos interesantes que se comentaban y que había podido recoger desde que la había dejado por la mañana. Tras haberse informado de toda la porquería que había por la ciudad, se levantaba, se ponía otra vez el estómago en su sitio y se encaminaba hacia el despacho del jefe para beber unas copas de ginebra con él tras las puertas cerradas. A la hora de volver a su despacho, era ya casi la una y había que ir a almorzar.
La excelente cocina de la cantina del estudio no satisfacía a aquel cerdo epicúreo, de manera que normalmente se trasladaba a un restaurante muy caro que había a varios kilómetros de allí. En aquel restaurante se tomaba una buena ración de martinis, una fuente entera de entremeses, dos clases distintas de carne, verduras variadas, café y un surtido de coñacs. Luego subía a su «Cadillac» impagado y regresaba a su despacho, lleno de indigestión, de gases y de malhumor. Alrededor de las dos y media, con su interior en rebeldía, se tomaba un paquete de bicarbonato. Entonces sus eructos empezaban a parecerse a los sonidos de un pozo petrolífero acabado de perforar. A la hora en que cesaban los variados ruidos, eran las tres y había que hacer la siesta.