Groucho y yo (19 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Luego, como si se me hubiera ocurrido de repente, pregunté:

—¿Estaban asegurados?

Al decir esto, las dos jóvenes y huesudas bellezas estallaron de nuevo en un torrente de lágrimas y el empresario levantó sus manos en señal de derrota y se marchó.

Dado que las gemelas no pudieron aparecer en escena aquella noche y que el otro número que quedaba era de perros amaestrados, obtuvimos un éxito tremendo. No sé lo que le pasó a Gummo, pero yo dormí muy mal aquella noche. Pensaba constantemente en aquellas dos pobres, desamparadas y deformes muchachas, con una parte sustancial de sus cuerpos reposando en un cajón de mi cómoda. Había sido una sucia jugarreta y no hacía más que revolverme en la cama, atormentando por mi culpabilidad. Eran unas chicas muy agradables, pensaba, y si hubieran tenido un poco más de carne incluso podría haberme enamorado de una de ellas... o de las dos.

Por la mañana, mi conciencia acabó por vencerme. Puse los simétricos en mi maleta y, antes de desayunar, sin consultar a Gummo, los llevé de nuevo al teatro. Después de asegurarme de que no había nadie por los alrededores, me deslicé hasta el interior del camerino y colgué de nuevo el número de las chicas en el perchero vacío. Aquella tarde las muchachas aparecieron en escena. Obtuvieron un éxito inmenso y, como de costumbre, nosotros fracasamos. Sin embargo, a pesar de nuestra ineptitud para entretener al público, aquella noche dormí mucho mejor.

Capítulo XIII

FUERA DE NUESTRA MENTALIDAD MEZQUINA Y DE CARA A LOS BUENOS TIEMPOS

Resulta extraño cómo la vida puede meterte en una situación que nunca habías soñado poder manejar.

Durante mucho tiempo, tuvimos siempre un elemento foráneo en el número. Nuestras tentativas cómicas eran bastante débiles y, me imagino, bastante primitivas, de manera que siempre incluíamos a un cantante, a un bailarín o a un cómico que pensábamos podía dar al número el impulso complementario que necesitaba incluso para actuar en locales de poca categoría.

Estuvimos actuando a lo largo del Medio Oeste, en lo que se llamaba «La cadena occidental de variedades». Por lo menos, así es como la llamaban los empresarios teatrales. Dado que este libro, tal como espero, será vendido también de vez en cuando a través del correo de los Estados Unidos, no te diré cómo la llamábamos los actores.

Actuamos en un montón de ciudades universitarias, sedes de las de Michigan, Purdue, Indiana, estado de Ohio, Illinois, Northwestern, Nôtre Dame y muchas otras. Si has ido a la universidad, recordarás estas ciudades. Si no has ido, no tiene demasiada importancia.

Aquellas universidades resultaban difíciles. De hecho, no me refiero a las universidades. Me refiero a los estudiantes. Hacíamos un número con ocho jóvenes y guapas muchachas que nos respaldaban. La mayor parte de aquellas universidades tenían dos o tres mil estudiantes. Nunca había suficientes chicas en la ciudad para salir, de manera que ya puedes imaginarte con qué avidez aquellos futuros ejecutivos miraban a nuestro grupo de pollitas.

Si a los muchachos no les gustaba nuestro número, nada los detenía a arrojarnos encima los objetos más variados. De vez en cuando, hasta te arrojaban a la cara un trozo de butaca. Constituía toda una aventura trasladar a las muchachas del teatro al hotel y luego hacer el proceso inverso. Normalmente eran escoltadas por todos los hombres del grupo, armados con los acostumbrados rompecabezas.

Una noche en Ann Arbor, ciudadela sagrada de la universidad de Michigan, cerca de cuatrocientos estudiantes aguardaban a la puerta del teatro, decididos a raptar a las chicas que formaban parte de nuestro número. Vociferaban, chillaban y ojeaban la presa, ignorando todas nuestras súplicas para que se retirasen. El empresario del teatro salió muy nervioso y les rogó que se marcharan a sus casas, pero no estaban de humor para dejarse convencer con discursos. Estaban dispuestos a apoderarse de aquellas ocho jóvenes... o a hacer lo que fuera.

Por lo visto, aquello no constituía ninguna nueva experiencia para el empresario. No, no llamó a la policía. No había suficientes guardias en Ann Arbor para hacer frente a cuatrocientos muchachos desatados y enloquecidos por el sexo. Nos dio una escolta mucho más eficaz. Llamó a los bomberos. Éstos sacaron rápidamente las mangueras de los coches, las enchufaron en los surtidores de agua más cercanos y empezaron a remojar a los estudiantes con incesantes chorros de agua a alta presión. La multitud fue retrocediendo poco a poco, nos montamos todos en los coches de bomberos y fuimos transportados sanos y salvos hasta nuestros alojamientos.

* * *

En aquella época teníamos a un muchacho en el número que se llamaba Manny Linden. Sabía cantar una canción al modo de Jolson. (En aquellos tiempos, prácticamente todos los jóvenes cantores sabían cantar al estilo de Jolson. Era algo inevitable, tan usual como ondear la bandera americana o hacer que los niños se inclinaran para saludar.) El público lo apreciaba. Cada uno de nosotros cobraba treinta y cinco dólares a la semana y lo mismo cobraba Manny. Sin embargo, a medida que su éxito crecía, decidió que su salario tenía que crecer igual que su éxito.

Aquella semana estábamos actuando en Champaign, en Illinois, para uno de los públicos estudiantiles más arduos y difíciles. Aproximadamente una hora antes de empezar la representación de la tarde, vino Manny a nuestro camerino y anunció que no era feliz. Añadió, sin embargo, que existía un modo muy sencillo de atenuar su tristeza. Por ejemplo, si Chico, Harpo y yo cobrásemos treinta dólares a la semana en lugar de treinta y cinco, los quince restantes podían ser añadidos a su salario. Dado que nosotros éramos los dueños del número, no nos pareció totalmente justo que Manny cobrara quince dólares a la semana más que nosotros. Mientras estábamos sentados en el camerino mirándonos mutuamente con aire sombrío, el muchacho insinuó (de hecho, no insinuó, sino que nos lo
dijo
claramente) que él constituía prácticamente todo el número y que éramos en realidad muy afortunados por tenerlo a nuestro servicio. Con una admirable declaración de modestia, añadió:

—Ya sabéis que logro más aplausos con mis tres canciones que Harpo con su arpa especial o Chico con el piano.

Ni siquiera se molestó en mencionarme a mí o mi contribución en el número. Supongo que pensaría que lo que aportaba yo al número no valía la pena de discutirlo. En todo caso, aquel era su ultimátum. O recibía cincuenta dólares a la semana o no aparecía en escena.

A pesar de que estábamos asustados ante la idea de su marcha y del vacío que dejaría en nuestro número, aquello era ya demasiado gordo para que pudiéramos tragárnoslo. Palideció un poco cuando le dijimos, con un chaparrón liberal de cultas y finas invectivas, que ya podía irse al infierno. Añadimos que ni lo necesitábamos a él ni a su talento deficiente y que ya conseguiríamos arreglárnoslas sin él.

Dado que yo era el único que sabía cantar un poco, fui elegido para interpretar las tres canciones que Manny había estado cantando. Se titulaban: «Get Out and Get Under», «Won't You Be My Little Bumblebee?» y «Some-body's Coming to My House.» Con esta última, Manny siempre conseguía entusiasmar al respetable.

Tras su marcha, temblorosos con el sentimiento de la condenación que nos amenazaba, nos dirigimos hacia el desmantelado escenario del teatro vacío y ensayamos el número siguiente: Yo cantaría una estrofa y el estribillo de la canción, imitando a Jolson tan bien como me fuera posible. Chico me acompañaría al piano y Harpo estaría agazapado detrás de él. Al iniciarse otra vez el estribillo, yo empezaría a bailar. A mitad del estribillo, Chico se levantaría de un salto, me agarraría y daríamos juntos unas vueltas por el escenario, al tiempo que Harpo se encaramaría al taburete del piano y seguiría tocando. Casi al término de la canción, yo daría a Chico un buen empujón. Esto derribaría a Harpo del taburete del piano. Entonces Chico volvería a tocar y yo acabaría la canción, con Harpo tendido en el suelo simulando estar inconsciente.

Naturalmente, estábamos nerviosos, porque aquellos muchachos universitarios podían ser terriblemente duros si no les gustaba lo que presenciaban. Sin embargo, funcionó. Se lo tragaron. Vociferaron, chillaron y patearon, viéndonos obligados a repetir el número.

Sé que esto puede dar la impresión de no ser terriblemente importante, pero para nosotros fue algo de una importancia decisiva. De hecho, constituyó nuestro punto de partida, nuestra mayoría de edad, nuestro primer paso tímido más allá de esa línea misteriosa que separa a los actores de poca categoría del gran éxito. Por primera vez en nuestra carrera nos dimos cuenta de que podíamos triunfar en un espectáculo sin ninguna ayuda foránea. Ya no necesitábamos cantantes extraños, ni bailarines, ni cómicos desnutridos. Ahora constituíamos una unidad. Éramos
Los Hermanos Marx.
En aquella época no imaginamos nunca que este nombre pudiera llegar a significar algo, pero percibimos que por fin poseíamos la confianza y la seguridad que todo actor necesita. Nos habíamos liberado finalmente de la necesidad de contar con algún elemento foráneo y, desde entonces, fuimos capaces de funcionar magníficamente a base de nuestros propios medios.

* * *

Mientras estábamos trabajando en la cadena Keith, actuamos una semana en el teatro de la Quinta Avenida, situado en la calle 29 de Broadway. Nunca he entendido por qué se llamaba el teatro de la Quinta Avenida, si estaba en Broadway, pero en el teatro las cosas inverosímiles como ésta pueden explicarse siempre encogiéndose uno de hombros y diciendo: «Bueno, así es el mundo del espectáculo». El empresario del teatro era un irlandés impulsivo que se llamaba Quinn y que era un individuo duro de pelar.

Hasta aquella época, yo había llevado siempre en escena un peludo bigote que era un trozo de tela pegado con goma. Resultaba fácil de colocar, pero sacarlo era algo mortal. Es posible que sólo fuera debido a mi imaginación, pero me hacía el efecto que con el tiempo mi labio superior se volvía poco a poco más delgado de tanto aplicar y quitar el falso bigote. Empecé a temer que, si aquel sistema de pegamiento proseguía durante mucho más tiempo, acabaría por convertirme en el único actor de variedades sin otra cosa debajo de su nariz que una barbilla. Llevaba ya cierto tiempo buscando una solución para este problema y finalmente el destino vino a socorrerme. Actuábamos cinco veces al día en aquel teatro y normalmente íbamos a comer hacia las seis. Tras haberme arrancado penosamente el bigote por tercera vez aquel día, nos encaminamos hacia un restaurante para tomar la comida de sesenta y cinco centavos. (Setenta y cinco con vino y ochenta con pollo. De hecho, la comida de sesenta y cinco consistía enteramente en unos cuantos despojos.)

Por lo visto, nos entretuvimos demasiado comiendo, ya que al llegar de nuevo al teatro pudimos oír que estaban tocando la música que introducía nuestro número. No teniendo ni tiempo ni deseo de pegarme otra vez aquella bagatela peluda, agarré rápidamente una barrita de pintura negra, la extendí por mi labio superior y fui corriendo a escena para divertir al público. Con gran sorpresa por mi parte, el respetable no se dio cuenta de la diferencia o, si la notó, pareció tenerle sin cuidado. Los espectadores se rieron con los mismos chistes que les hacían reír cuando llevaba el bigote peludo. Cuando acabó la representación, exclamé con alegría para mis adentros: «¡Eureka!» (Ésta es la primera ocasión que he tenido que emplear la palabra «Eureka» y creo que aquí encaja bastante bien.) En todo caso, lo que dije fue: «¡Adiós goma de pegar y adiós forros peludos!»

Tan pronto como llegué a mi camerino, Quinn, el empresario, entró apresuradamente echando chispas.

—Oye, muchacho —dijo—. La semana pasada actuaste en el Palace, ¿no es verdad?

Siempre actor, respondí:

—Sí, y he de confesar que tuvimos un gran éxito. De hecho, nos preguntaron cuándo podríamos volver. Y bien, ¿qué se le ofrece?

—¿Qué se me ofrece? —repitió—. ¡Ya te diré yo lo que se me ofrece! Te estoy pagando a ti y a tus compinches el mismo salario que cobrabais en el Palace, ¿no es verdad? Bueno, pues, quiero que lleves el mismo bigote que llevabas en el Palace. ¿De acuerdo? Yo dije:

—Oiga usted, huno invernal, ¿qué diferencia hay en la clase de bigote que lleve? El público se ha reído esta noche de un modo exactamente tan ruidoso como lo hicieron la semana pasada los espectadores del Palace. Eso es todo lo que usted puede exigir. Ahora, pues, ¡lárguese!

Estuve especialmente valiente aquella noche, algo fuera de lo normal. ¿Por qué razón? Mis tres hermanos permanecían de pie junto a mí, balanceando como por azar sus rompecabezas, como un anuncio de que alguien iba a ser mutilado.

Mi lógica (y los rompecabezas) lo había aplacado sin duda, pero al salir de la habitación todavía dijo:

—¿Os creéis, muchachos, que habéis dicho la última palabra? Bueno, pues, ya podéis empezar a desengañaros. Lo primero que voy a hacer mañana será comunicar esto a E. F. Albee.

Nunca más volvió a presentarse entre bastidores y yo terminé con éxito tanto la semana como la temporada con el bigote pintado.

* * *

Alrededor de diez años estuvimos trabajando en los mejores locales. Éramos lo que se conocía como «los habituales del Palace». Las variedades eran realmente algo importante en aquellos tiempos. Para que te hagas una idea de cuántos teatros de variedades de primera clase existían, te diré que podías actuar durante un año en torno al gran Nueva York sin que tuvieras que hacer la maleta. (Suponiendo que tuvieras una.)

Las variedades, igual que todas las demás cosas (bueno, igual que
casi
todas las demás cosas), acabaron por desaparecer. Vino el cine y las variedades recibieron su primer golpe mortal. Luego vino la radio y, por supuesto, el tiro de gracia fue la televisión. Resulta extraño ver cómo nada cambia en realidad. Actualmente veo los mismos números en los espectáculos de televisión que solían aparecer en los espectáculos de variedades. La única diferencia consiste en que, mientras nosotros solíamos actuar ante un público de mil quinientas personas por representación, ahora en la televisión se actúa para veinte o treinta millones de personas. Un buen matemático o incluso uno mediocre te dirán que, si en las variedades estabas actuando durante quince años, actuabas para tantas personas como ahora lo haces en una noche en televisión. Resulta asombroso, ¿no es cierto? Sí, y por esto la televisión constituye un buen negocio. Pero ya hablaremos más adelante de este punto.

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