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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (21 page)

BOOK: Groucho y yo
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Por suerte, Broody sólo estuvo presente las dos primeras noches. Tenía que volver a Hackensack..., supongo que para poner más sal a sus galletas. Cuando no estaba allí, manteníamos a Ginny alejada de la escena. Le dábamos razones bastante fantásticas para decirle que no podía actuar. De vez en cuando, sin embargo, la chica insistía en bailar y esto perjudicaba el espectáculo. Los periodistas empezaron a escribir chistes acerca de ella. Estábamos preocupados. El espectáculo había rebasado en diez mil dólares el presupuesto de veinticinco mil y perseguíamos a Broody para que soltara el dinero que faltaba. Siempre nos salía con lo mismo:

—No se preocupen. Lo tendrán.

El amor vino finalmente en nuestra ayuda. Dos semanas después del estreno, Ginny se enamoró de uno de los chicos del coro. Cuando Broody vino a verla a su camerino, ella le dijo que no lo amaba..., que nunca lo había amado... y que aquello lo había hecho únicamente para usarlo como trampolín para su carrera.

Broody se enfureció. Planteó inmediatamente un ultimátum: o despedíamos a Ginny o no conseguiríamos la suma adicional de diez mil dólares. Estuvimos a punto de besarlo en ambas mejillas.

Explicamos la situación a Ginny, le dimos dos semanas de salario (por equidad, ya sabes) y la despedimos en seguida. Al decirnos adiós, la chica dijo:

—No os preocupéis por mí. Bailando como bailo, encontraré trabajo fácilmente.

Tenía razón. Al cabo de tres semanas me sirvió la comida en el restaurante Child de la calle 45. Le dejé una buena propina —veinticinco centavos— porque, aunque ella no se daba cuenta de ello, Ginny tuvo bastante que ver con el lanzamiento de «Los Hermanos Marx» en Broadway.

Capítulo XIV

ES MEJOR SER RICO

No hay nada más cargante que el típico informe de un actor con respecto a sus éxitos. Intento deliberadamente ahorrarte esta molestia y sólo espero que algún día, si escribes un libro, hagas otro tanto por mí.

Lo haré con la mayor brevedad posible. Durante muchos años fuimos primeras figuras en los locales de mayor categoría. Después del éxito que obtuvimos en Broadway con
Te diré que es ella
, naturalmente nuestras vidas cambiaron. Cada miembro de la familia reaccionó de un modo diferente.

Mi padre acogió nuestro éxito desde el punto de vista de un sastre. Empezó a pasear una figura elegante por Great White Way. Alguien le dijo que éramos ricos y decidió sacar buen provecho de ello. Regaló todos sus trajes viejos a mi abuelo, que había muerto ya hacía siete años. Su traje nuevo consistía en un sombrero de copa de color gris perla, botines y chaleco del mismo color, chaqueta bien ceñida, alfiler de corbata de diamantes en forma de herradura, guantes de color gris perla y un bastón.

Considerado en conjunto, papi daba la impresión de ser algo que hubiese sido expulsado del museo de cera de madame Tussaud. Empezó a hablar de un modo afectado con acento inglés y a intercalar en su conversación expresiones raras y rebuscadas. Nadie lo entendía, pero es que nadie lo había entendido
nunca
, de manera que no existía una diferencia demasiado grande.

Chico dejó de ir a las salas de billares y empezó a frecuentar los hipódromos más prósperos. Una vez hubo pasado por ellos, todavía fueron más prósperos. Fue un éxito extraordinario. Con el tiempo, sus insólitos éxitos en las carreras constituyeron un tema constante en las conversaciones de Broadway. Al término de nuestra primera temporada, le habían pagado ya treinta y siete semanas de su salario por adelantado.

Zeppo se compró un yate de doce metros de eslora y se dedicó a navegar por Long Island como si lo hubiera hecho toda la vida.

Harpo, un individuo cauto y silencioso, fue atraído por el gentío de Algonquin, probablemente el grupo más famoso y de conversación más brillante de América en aquella época. En un día claro y despejado, un buen número de personajes como los que siguen se reunían para celebrar un almuerzo y matar el tiempo: George Kaufman, Marc Connelly, Robert Benchley, Alexander Woollcott, Franklin P. Adams, Dorothy Parker, Newman Levy, Robert Sherwood, Howard Dietz y muchos otros. Las pullas volaban de forma densa, rápida y mortal. ¡Y que Dios protegiera a quien fuese un zote! La tarifa de admisión consistía en una lengua de víbora y en un estilete medio oculto. Era una especie de matadero intelectual y dudo que este país vuelva a ver algo semejante. También jugaban al póquer y al croquet con apuestas considerables y difícilmente pasaba una semana sin que el pequeño y tranquilo Harpo saliera de allí con un buen montón de dinero.

Exceptuando el hecho de convertirme en padre —dicho sea de paso, me había casado, pero no pienso hablarte de ello hasta más adelante (ya ves que esta autobiografía es de una clase muy especial)—, yo apenas hice nada. A pesar de haber conseguido un gran éxito en la escena, estaba insatisfecho. Mi deseo era escribir. El hecho de no haber terminado los estudios primarios me asustaba y me hacía retroceder. Casi todos los escritores célebres que conocía habían ido a la universidad. Incluso algunos se habían graduado y yo los envidiaba. «¿Qué es un actor?», pensaba yo, «¡Nada! Sólo una boca que pronuncia las palabras de cualquier otro. Es el escritor quien hace que un actor sea bueno o malo.»

Al fin empecé a enviar pequeños artículos para las columnas de los periódicos. Luego empecé a escribir artículos más largos. Alguna vez conseguí un pequeño elogio por parte de Woollcott, de Percy Hammond y de otros. Luego vendí algunos trabajos a varias revistas. Un artículo que escribí en cierta ocasión para Franklin P. Adams y publicado en el
World
de Nueva York fue escogido por H. L. Mencken y reproducido en su libro
El idioma americano.
Nada de lo que había hecho como actor me había conmovido tanto.

Me gustaba ser actor, oír las carcajadas e inclinarme ante los aplausos. Aún me gusta; pero mi mayor afición ha sido siempre dar a la imprenta algo escrito por mí. Ahora ya sabes por qué abordé la tarea de escribir este libro. No fue únicamente por aquel gitano de editor con su caja de cigarros baratos.

En el teatro he tenido fama de ser un improvisador. De hecho, ésta es una forma de escribir, dejando aparte que en escena no se emplea papel y lápiz.

* * *

La historia de mi madre en la noche del estreno de
Te diré que es ella
ha sido contada muchas veces. El hecho de tener cuatro hijos que empezaban a actuar en un espectáculo prometedor en Broadway constituía el punto culminante de su carrera. Como cualquier otra madre, había encargado un vestido nuevo para aquella ocasión. Cuando digo «encargado», no me refiero a que se dirigiera a la tienda de Bergdorf Goodman. Se fue a Brooklyn, a casa de su modista. Mientras estaba encaramada en una silla, para que le probaran el vestido con el que muy pronto iba a deslumhrar a los asistentes a la noche del estreno, resbaló y se rompió la pierna.

Creo que un desastre de esta envergadura habría desanimado a la mayoría de las mujeres con respecto al hecho de ir al teatro, pero a mi madre no. Para ella, incluso esto hacía más excitante la noche del estreno. Dudo que alguien haya entrado nunca en un teatro con aire más triunfal que ella. Sonriendo y saludando jovialmente al público, fue transportada en una camilla y depositada en el asiento de un palco de platea.

Aquello era su victoria personal. Constituía la culminación de veinte años de proyectos, de privaciones, de ilusiones y de luchas. Estoy seguro de que para ella cada minuto de aquella noche tuvo este valor. Tendrás que reconocer que aquélla constituyó una ocasión fuera de lo normal. En la historia del teatro nunca habían aparecido en Broadway cuatro hermanos como estrellas de su propio espectáculo y una cosa tan insignificante como una pierna rota no iba a privarla de aquel momento supremo.

A pesar de los viejos decorados y de la producción mezquina,
Te diré que es ella
constituyó un éxito tremendo. Los críticos desfallecieron de alegría. Cuando volvieron en sí, quedaron extasiados. Varios de ellos escribieron: «¿Dónde han estado ocultos estos muchachos durante todos estos años?» El hecho era que no nos habíamos estado ocultando en absoluto. Habíamos actuado durante mucho tiempo por las inmediaciones de Nueva York, en los más famosos locales de variedades. Supongo que los críticos no reciben demasiadas noticias del mundo exterior en lo alto de sus torres de marfil.

Representamos
Te diré que es ella
durante tres años. Luego, en 1926, Sam Harris, un distinguido productor, nos contrató. Encargó a George S. Kaufman y a Morrie Ryskind, probablemente los dos escritores satíricos de más categoría que existían en el mercado, que escribieran un libreto para nosotros. Entre los diversos éxitos teatrales de Kaufman y Ryskind estaba «Yo canto para ti», la primera pieza musical que había ganado el premio Pulitzer. Para asegurar el éxito de nuestro nuevo espectáculo.
Cocoteros
, míster Harris contrató a un compositor desconocido que se llamaba Irving Berlin, quien hasta aquel momento únicamente había conseguido trescientos o cuatrocientos éxitos con sus canciones.

La obra constituyó un gran éxito. Se refería al floreciente desarrollo de Florida y, en aquella época, la situación real de Florida era más o menos el tópico más candente de cualquier conversación. Aunque la partitura de Berlin era buena, no había ninguna canción de gran impacto y esto dio origen a una broma que estuve gastando a Irving durante años.

Cuando la I Guerra Mundial estaba en plena efervescencia y Wilson era presidente, resultaba inevitable que más tarde o más temprano fuéramos arrastrados al conflicto. Con todo, los sentimientos antibélicos eran muy poderosos, especialmente a lo largo del Medio Oeste. Los que escriben canciones siempre intentan que el modo de pensar del público se refleje en sus letras. Irving Berlin escribía las letras de sus canciones. De esta manera, escribió una canción antibélica que estoy seguro de que reflejaba los sentimientos y las emociones de millones de americanos. La canción se titulaba «Quédate en el lugar al que perteneces» y me temo que la letra era de este calibre.

Allá abajo, allá abajo, estaba sentado el diablo

hablando con su hijo, el cual quería

subir arriba, subir arriba.

Gritaba: «Tengo demasiado calor aquí

y me voy a la tierra a divertirme un poco».

El diablo se limitó a menear la cabeza

y respondió a su hijo de este modo:

«Los reyes de allá arriba no se preocupan

por las madres que han de quedarse en casa,

soportando su tristeza.

Quédate en casa, no te vayas a rondar.

Aunque aquí abajo hace calor,

encontrarás más calor allí arriba.

Si vas allá arriba, hijo mío,

te quedarás sorprendido

al ver tanta gente incivilizada.»

Coro:

«Quédate en el lugar al que perteneces.

Los pueblos que viven allí arriba

no saben distinguir

entre lo que es bueno y lo que es malo.

Para complacer a sus reyes,

todos se han ido a la guerra

y ninguno de ellos sabe

por qué razón está luchando.

Allí arriba dicen que soy el diablo

y que estoy lleno de maldad.

Pero los reyes de allí arriba son unos diablos

mucho mayores que tu papá.

Desgarran los corazones de las madres,

hacen de los hermanos carniceros.

Allí arriba encontrarás un infierno

mucho mayor que aquí abajo.»

Pasaron muchos años y Berlin se convirtió en el más famoso y popular creador de canciones de todo el mundo. Un competidor suyo se quejó amargamente de que Berlin hubiera acaparado todas las fiestas del calendario: «Sueño con unas navidades blancas», «Desfile de Pascua» y otras similares. Berlin también acaparó la mayoría de los honores reservados para los autores de canciones más celebrados de la nación.

Con el tiempo, la letra y la filosofía de su canción antibélica molestó a Berlin y nunca quiso volver a oírla. La canción siempre me había fascinado (probablemente se necesitaría un psicoanalista para explicar por qué) y con la posible, aunque no probable, excepción del compositor llegué a ser el único hombre de los Estados Unidos que recordaba tanto la letra como la música. Siempre que yo asistía a una fiesta en la que estaba presente Berlin, me las apañaba para que en cierto momento de la velada alguien me pidiera que cantase la canción. Berlin no llegó a entenderlo nunca Allí estaba él, el trovador más grande de nuestro tiempo, con cientos de canciones de éxito en su haber, y allí estaba su amigo Groucho insistiendo en cantar aquella canción concreta. Lo hacía además con voz sonora y pronunciando cuidadosamente cada palabra de aquella letra inmortal (y odiosa para Berlin).

Pasaron muchos años y la ASCAP
(American Society of Composers, Authors and Publishers)
, el Santa Claus de los creadores de canciones, organizó un gigantesco homenaje musical al «maestro». Estaban presentes todos los compositores y autores líricos de Hollywood. Todas las canciones famosas de Berlin fueron cantadas e interpretadas prácticamente por todos los miembros de la ASCAP. Yo había quedado con Harry Ruby, el bien conocido autor de canciones y en otro tiempo amigo mío, que me acompañara mientras yo interpretaba una de las creaciones más notables de Berlin. Nunca podrás adivinar el título. Se trataba de una canción antibélica titulada «Quédate en el lugar al que perteneces».

Berlin no es un hombre de envergadura. Sin embargo, a medida que avanzaba la canción, parecía hacerse cada vez más pequeño. Supongo que aquello no era algo demasiado agradable y creo que lo molestó, ya que al término de la velada Irving vino hacia mí y me dijo:

—Groucho, ¿por qué insistes en cantar esta canción tan horrible?

—Bueno, Irving —repliqué—, es una canción pacifista y, desde que la escribiste, únicamente nos hemos visto envueltos en tres guerras diferentes. Una de ellas, no recuerdo cuál, fue llamada «la guerra que pone fin a todas las guerras».

—Groucho —dijo—, voy a hacer un trato contigo. Siempre que sientas un impulso irresistible de cantar esta canción, comunícamelo inmediatamente por teléfono y te mandaré cien dólares para que no la cantes. Esto —añadió— puede ser tu ASCAP privada.

Pasaron unos cuantos años más. Estábamos ahora en 1957 y en la sección dominical del
Times
de Nueva York apareció un maravilloso homenaje a Irving Berlin con ocasión de su setenta aniversario. El artículo explicaba que él había dicho: «Siempre que Groucho me ve, insiste en cantar "Quédate en el lugar al que perteneces"».

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