Authors: Groucho Marx
El «Scripps» era un coche diminuto. Tenía dos asientos y otro auxiliar que se sacaba de debajo del
tablier.
Lo que me indujo a comprar este auto fue un botón que había en lo alto de la puerta de la derecha y que, por algún medio misterioso, estaba conectado con la batería. Era algo que parecía haber salido de las mil y una noches. Se apretaba el botón y la puerta se abría instantáneamente. ¡Era algo de pura magia! Estaba tan intrigado por aquel artificio electrónico, que me descuidé de examinar el motor y, antes de que pudiera darme cuenta, el vendedor tenía mi dinero y yo tenía su coche.
A pocas millas de distancia, oí un sonido que procedía del coche y un estruendo metálico. Pensé que tal vez el antiguo propietario era un amante de la música y que había metido un xilófono debajo del capó. Aparqué rápidamente junto al bordillo, me apeé de un salto, levanté el capó y descubrí que el coche había sufrido una herida mortal. Se habían perdido cinco bielas. En aquel momento ignoraba que se llamasen bielas. Sabía que estaban hechas de acero, que tenían aproximadamente el tamaño de un lápiz y que se habían perdido.
Con la cabeza gacha, retrocedí lentamente cuatro manzanas en medio del tráfico del bulevar Michigan y por milagro encontré las cinco bielas perdidas. No solamente no conseguí que el coche arrancara, sino que tuvieron que remolcarme hasta la tienda de coches usados, conmigo sentado dentro y con el corazón lleno de pensamientos homicidas. El ladrón que me había estafado ciento cincuenta dólares estaba de pie en la puerta del establecimiento, muy ocupado en atraer a otro incauto, cuando fui arrastrado hasta el interior. Mostrando unos largos y extensos dientes amarillos, dijo:
—¡No me diga! ¡No me diga! Ha perdido sus malditas bielas, ¿no es así? Resulta divertido, pero éste es el único inconveniente que tiene el «Scripps-Booth». Hemos tenido el mismo problema con todos los coches de esta marca que hemos vendido.
—¿Por qué no me ha contado usted esto antes de que le comprara este limón? —pregunté, avanzando hacia él con aire amenazador. (En aquellos tiempos, «limón» era una palabra muy vulgar.)
—Mire, amigo —replicó—, ¿cree usted que habría dejado marchar esta pequeña belleza por ciento cincuenta dólares, si las bielas hubieran sido un poco buenas? Ahora le diré lo que voy a hacer. Por cincuenta dólares más le instalamos un juego nuevo y completo de bielas. Además, ¡se las garantizamos!
Mis trescientos dólares reservados para el verano estaban a punto de irse al traste. Ciento cincuenta por el coche y ahora cincuenta más por las bielas.
—¿Por qué no me las garantizó usted cuando compré el coche? —insistí.
—Nunca garantizamos un «Scripps» de segunda mano cuando lo vendemos —respondió—. Es nuestra política. Sus bielas están podridas. Sin embargo, cuando ponemos bielas «Buick» en un «Scripps», ya no tenemos ningún otro problema.
Estaba tan aturdido tratando de seguir esta lógica, que le di cincuenta dólares y me esfumé.
* * *
Había una muchacha en nuestro vecindario que era una hermosura. Me encontré accidentalmente con ella una noche en el cine. Estaba comiendo palomitas de maíz y, fuera casualmente o fuera con intención, parte de ellas iban a parar a un bolsillo de mi chaqueta. No voy a describir detalladamente su aspecto, pero era tan bonita que incluso le devolví las palomitas de maíz que había perdido. Pareció que se quedaba totalmente impresionada con mi galantería y pronto estuvimos compartiendo alegremente las palomitas.
Tenía diecinueve años y hasta donde yo sabía, dado que se encontraba sentada, tenía todo lo que se supone que ha de tener una muchacha de diecinueve años. Basta decir (así es como un abogado, amigo mío, empieza todos sus informes) que deseaba abrazarla... y conseguir todo lo que fuera posible.
Hablando con ella, descubrí que era una entusiasta del automóvil. Me dijo que no había nada que la disgustara tanto como andar. Insistió en que, incluso si estaba locamente enamorada de un hombre, nunca le concedía una cita a menos que tuviera un coche. Yo no le había dicho que tenía auto. Tampoco le había contado que el auto que yo tenía estaba desmontado en un garaje, con sus órganos vitales reparándose. Esperé que llegara mi hora. El día en que mi «Scripps-Booth» regresó de su operación mayor, la llamé y le pregunté si le gustaría salir a dar un paseo.
Actualmente mi cara es comparada con ventaja con las de William Holden, Tony Curtís e incluso de Clark Gable, pero debo decir que en aquellos tiempos mi perfil no tenía nada de lo cual uno pudiera jactarse. Medía un metro setenta, tenía una porción de dientes irregulares, una tez cetrina, una mirada de perro desconfiado y una masa de cabellos indómitos que se inclinaban en la dirección en que acontecía soplar el viento.
Había llovido durante todo el día y las calles estaban aún encharcadas. Pero la noche era clara y brillaba la luna. Además, por primera vez después de varias semanas, mis zapatos brillaban también. Cuando llegué a la casa de mi bello ser, toqué alegremente la bocina. Tras media hora de nerviosismo, se abrió la puerta principal de la casa y, bajando por la escalera, apareció una de las visiones más bellas desde que Maud Muller recorrió las praderas cubiertas de heno en un día de verano. Llevaba un vestido blanco, un amplio sombrero de color blanco y unos zapatos blancos. Salí a su encuentro, la saludé con toda la elegancia de que era capaz y retrocedí rápidamente para abrirle la puerta del coche. La puerta se resistió un poco y, con mis prisas por abrirla antes de que ella llegara, resbalé y caí tendido treinta o cuarenta centímetros debajo del coche. Me sacudí el barro, me instalé a su lado y nos alejamos en dirección al lago. Yo deliraba de alegría. Mi corazón producía más ruido que el motor y, cuando ella me sonrió, supe que al fin había encontrado a la chica dé mis sueños.
El coche no estaba demasiado bien equilibrado y en los virajes, incluso a velocidades moderadas, se balanceaba igual que un borracho andante. Cuando íbamos a doblar una esquina, ella intentó sujetarse bien poniendo una mano sobre la puerta. Lo que ella ignoraba era que aquella puerta tenía precisamente el botón eléctrico. Con horror de mi parte, la puerta se abrió y la atractiva criatura salió graciosamente despedida del coche, yendo a parar a un gran charco lleno de barro. Sentí tanto pánico, que inicié la huida. Sin embargo, había acabado de ver una película de Francis X. Bushman y me di cuenta de que, en una situación como aquélla, Francis X. no se habría largado. Retrocedí rápidamente, casi atropellándola en medio de mi excitación, salí apresuradamente del coche y la ayudé a ponerse en pie. Aunque estaba cubierta de barro, la reconocí inmediatamente. Intenté explicarle lo ocurrido y presentarle mis excusas, pero todo lo que dijo fue:
—¡Llévame a casa, bastardo!
Retrocedimos en silencio. El único sonido que se oía era el zumbido del motor y el de mis dientes. Cuando llegamos a su casa, abrió de golpe la puerta del coche y subió la escalera chillando. Al día siguiente, recibí una carta certificada de su padre. Me escribía diciendo que el vestido de su hija, el sombrero y los zapatos blancos se habían echado a perder completamente, que costaría sesenta y cinco dólares comprar otros y que, a menos que el dinero llegara antes de cuarenta y ocho horas, vendría a mi casa con un látigo enorme y me arrancaría la piel. Al principio pensé que era mejor recibir la paliza y salvar los sesenta y cinco dólares. No obstante, tras una noche de insomnio, le envié de mala gana el dinero.
Aquél era realmente mi verano de desgracia: ciento cincuenta dólares por el coche, cincuenta por las nuevas bielas y luego sesenta y cinco para reparar el vestuario de la muchacha. Hacían un total de doscientos sesenta y cinco dólares... y ¡ni siquiera había conseguido llegar al lago con la chica! Ésta fue la última vez que imité a Francis X. Bushman.
* * *
La mayor parte de las personas dedicadas al mundo del espectáculo, cuando escriben finalmente sus autobiografías (y no pienses que no lo hacen), suelen relatar siempre con términos vehementes una cadena continua de triunfos. Los más listos introducen de vez en cuando algún fracaso ocasional, porque saben que no hay nada más descorazonador para el común de los lectores, que normalmente son unos fracasados en la vida, que leer acerca de un individuo con suerte que, gracias a una serie de hechos fortuitos (y un mínimo de talento), ha conseguido fama, fortuna y una larga comitiva de esposas.
Antes de terminar esta crónica, yo también planeo aburrirte con unos cuantos de mis triunfos, pero habrás de tener paciencia. De momento, igual que Picasso, me encuentro todavía en mi período dedicado al automóvil.
Después de que los incidentes del «Chalmers» y del «Scripps-Booth» echaran a perder mi vida amorosa, hubo una larga lista de cacharros: un «Nash», un «Essex», un «Elgin» cuyo eje posterior siempre se salía, un «Ford» sedán tan alto como un ojo de elefante y tan desequilibrado que un viento recio podía tumbarlo, y un «Cord» cuyo freno de emergencia siempre se me quedaba entre las manos cuando tenía que utilizarlo en un caso de emergencia.
La mayoría de la gente tiene un objetivo o una ambición en la vida que espera alcanzar en última instancia... Ser presidente de los Estados Unidos, entrenador de un club de béisbol de primera división, superintendente de conserjes. Mi único objetivo en la vida, además del de no morirme de hambre, era poseer un automóvil nuevo y resplandeciente, con un volante que no hubiera sido tocado por manos humanas, con asientos que no tuvieran manchas de comida, con neumáticos intactos y un cuentakilómetros en el que se leyera: 00000.
Estábamos actuando en Filadelfia, en el teatro de la calle Walnut, en un espectáculo que por cierta razón que nunca comprendí y que sigo sin comprender se llamaba
Te diré que es ella.
Actuábamos allí todo el verano y, dado que era el único espectáculo que se representaba por aquellos días en Filadelfia, fue un gran éxito. Llegué a cobrar doscientos dólares a la semana.
Tras unas cuantas semanas de cuidadosas indagaciones por las tiendas de automóviles, me fijé finalmente en un sedán «Studebaker» con ruedas de radios y un jarro para flores. Compré el coche un miércoles por la mañana y estaba ansioso por conducirlo, pero el vendedor dijo que se necesitarían unas cuantas horas para ponerlo a punto y que me lo entregarían por la tarde.
—Tengo función esta tarde —dije.
—Se lo llevaré al teatro, hermano —dijo.
Mi escena principal en el espectáculo tenía lugar en el segundo acto, en el cual interpretaba el papel de Napoleón Bonaparte. No es necesario decir que estaba soberbio. Mi vestido consistía en un uniforme de general francés, una espada, unas botas, un sombrero de tres picos y un bigote ancho y exagerado que llevaba pintado en mi labio superior. He de reconocer que no me parecía demasiado al Napoleón original, pero debes recordar que allí estaba para hacer reír y, quién sabe, quizás el Napoleón auténtico no habría tenido un final tan desgraciado si hubiera hecho lo mismo.
La escena de Napoleón tenía lugar poco después del entreacto que duraba quince minutos y el vendedor me entregó el coche precisamente cuando empezaba el entreacto. Yo iba ya vestido con toda la indumentaria de Napoleón. El vendedor me dijo:
—Aquí están las llaves y que Dios le bendiga.
Más tarde supe que nunca había sido un hombre religioso. Sin embargo, aquel año había sido uno de aquellos en que el negocio del automóvil había ido mal y el hombre había empezado a ir a la iglesia para ver si unas cuantas plegarias y unas cuantas frases religiosas podían ayudarlo a encontrar nuevos clientes. Al entregarme las llaves, me dijo:
—Dé una vuelta a la manzana, amigo mío. Creerá que va en un «Pierce-Arrow».
Cuando ya se marchaba, añadió:
—La paz sea contigo, hermano.
El coche era negro, resplandeciente y tenía un aspecto maravilloso. Dado que el entreacto acababa de empezar, sabía que tenía tiempo de dar una vuelta a la manzana. No se necesitaban más que dos o tres minutos.
* * *
Filadelfia es una de las antiguas ciudades coloniales de América. Tiene la Campana de la Libertad, el
Saturday Evening Post
(que aún se dice que fue fundado por Benjamín Flanklin) y en torno al lugar donde se encuentra el teatro de la calle Walnut existen algunas de las calles más estrechas que hay en este lado de Bombay. Dos tranvías que corren en dirección opuesta están a punto de chocar el uno contra el otro y sólo lo evitan por los pelos.
Al doblar la esquina, me quedé bloqueado por un tranvía, delante del cual había una larga hilera de tranvías. Además, detrás mío se había colocado ahora otro tranvía, detrás del cual había una hilera interminable de los mismos vehículos de transporte público. Junto a ellos había camiones, coches y carros: era un atasco enorme de vehículos de todas clases que se extendían hasta donde los ojos podían ver. No se movía una sola rueda. La única cosa que se movía eran las manecillas del reloj del coche, diciéndome que era ya la hora de interpretar el papel de Napoleón. ¿Qué podía hacer? No tenía aún la licencia del coche. Si lo dejaba allí, indudablemente alguien lo robaría. Si me quedaba sentado en el coche, me perdería la escena del Napoleón.
Un guardia vio cómo yo salía del «Studebaker». Probablemente pensó: «He aquí un nuevo sistema de robar un coche... Disfrazarse de un modo alocado para que la policía crea que se trata de anunciar algo». Los dos empezamos a correr, pero él tenía una ventaja sobre mí. Yo llevaba unas botas enormes y llenas de barro y, a media manzana, una de ellas salió volando. Debimos de constituir un espectáculo fuera de lo normal: un policía de Filadelfia persiguiendo a Napoleón a lo largo de la calle Walnut.
Finalmente me alcanzó.
—¿No sabe usted que va contra la ley dejar un auto en medio de la calle? —gritó—. ¿Y a dónde diablos va con este disfraz estrambótico?
Le expliqué quién era y lo que había sucedido. El guardia era un típico policía de Filadelfia y rápidamente presentó sus excusas, devolviéndome la bota fugitiva. Luego vino corriendo conmigo hasta el teatro. Llegué en el preciso momento en que tenía que salir a escena.
Aquella tarde interpreté la escena. Sin embargo, aunque Josefina era encantadora, me tenía sin cuidado si verdaderamente era mía o no. No podía pensar en otra cosa que en mi «Studebaker» nuevo de trinca, sin licencia, sin conductor y, lo que era peor todavía, sin asegurar.