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Authors: Bernard Beckett

Tags: #Narrativa, Filosofía, Ciencia Ficción

Génesis (13 page)

BOOK: Génesis
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Adán le indicó por señas que se acercara un poco más. Arte se inclinó hacia delante. Sin previo aviso, Adán se abalanzó por encima de la mesa y lo agarró por el cuello con ambas manos. El androide permaneció sentado sin inmutarse mientras Adán le sacudía la cabeza adelante y atrás con movimientos cada vez más violentos. La peluda cabeza se sacudía sobre el delgado cuello, y de pronto, con asombrosa suavidad, se desprendió y cayó al suelo. Adán retrocedió de un salto y miró hacia la puerta. No pasó nada.

El cuerpo de Arte se movió despacio, deslizándose cubierto por la ondulante túnica. De debajo de ésta salieron dos relucientes manos que localizaron la cabeza y la devolvieron a su sitio con delicadeza. Se oyó un tintineo y los ojos del androide volvieron a iluminarse. La cabeza se inclinó, quizá burlonamente, quizá sólo para acabar de ajustarse.

—Como ves —dijo imperturbable—, el diseño se ha mejorado. Ahora el reacoplamiento es muy sencillo. Ha sido una prueba, ¿no?

Adán asintió.

—Una prueba estúpida —espetó Arte—. Querías ver si acudirían corriendo en mi ayuda. Querías ver si he cumplido mi palabra, o si están observándonos. Es posible que sí, pero quizá han preferido no ayudarme. También es posible que pretendan engañarte, para así descubrir tu secreto.

—¿Por qué iban a pensar que tengo un secreto? —preguntó Adán.

—¿Por qué otra razón, si no, ibas a pedirme que saboteara el sistema de vigilancia?

—¿Cómo podrían saber ellos que te lo he pedido? —Adán entornó los ojos.

—Quizá se lo conté yo —respondió Arte con asombrosa serenidad, teniendo en cuenta que hacía muy poco que la cabeza se le había desprendido del cuerpo.

—¿Lo has hecho?

—No. Pero, respecto a esto, sigues sin tener más remedio que confiar en mí. Arrancarme la cabeza no ha añadido ninguna nueva información.

—Quizá lo hice sólo para divertirme.

—¿Vas a revelarme tu secreto?

—Creo que he cambiado de idea —repuso Adán—. Es demasiado arriesgado.

—Vivir es arriesgado. Decidas lo que decidas, decídelo deprisa. He introducido un videomontaje en sus ordenadores, pero no disponemos de más de treinta minutos.

Adán le escudriñó la cara.

—Está bien. Confiaré en ti. Sólo pido que no le cuentes a nadie lo que yo te diga, sea lo que sea. ¿Podrás hacerlo?

—No concibo que puedas decirme nada que me tiente de contarlo a otros.

—Tus respuestas nunca son directas.

—Soy una máquina. Nos cuesta un poco acostumbrarnos. A ti se te está acabando el tiempo. Espero que lo que tengas que explicarme no sea complejo.

—La idea es sencilla.

—Las ideas sencillas son las más infecciosas.

—Quiero que me des tu palabra —insistió Adán— de que esto no saldrá de aquí.

—¿Qué valor tiene mi palabra para ti? —Sonrió.

—He aprendido a valorar las cosas que los otros son reacios a dar.

—¿Incluso cuando los otros son máquinas? ¿No es mi palabra sólo un sonido que produzco, como el ruido que oyes cuando le das una patada a la pared?

—Esa discusión ya está cerrada.

—Nunca estará cerrada.

—Dame tu palabra.

—Dime que mi palabra es algo más que un sonido para ti —replicó Arte.

Había tanta tensión que se la oía crepitar. A Anax le pareció ver pequeñas interferencias eléctricas atravesando el holograma.

—Ya sabes que lo es —dijo Adán.

—Quiero oírtelo decir.

—Lo es. Es algo más que un sonido para mí.

—Entonces, ¿qué es? —insistió Arte.

Adán vaciló.

—Es un pensamiento. —Dejó caer los hombros y relajó la postura, como si estuviera perdiendo energía vital—. Tu palabra es tu pensamiento.

—Entonces te doy mi palabra —repuso el androide, y Anax tuvo la certeza de ver un destello de satisfacción en sus ojos—. Y ahora, dime qué tienes en mente.

Adán echó un vistazo a la habitación, dirigiendo rápidamente la mirada de un sitio a otro: nervioso, inseguro. Mientras hablaba, vigilaba el entorno: la puerta, las cámaras de vigilancia, el techo.

—¿Has pensado alguna vez qué harías si estuvieras en el exterior?

—No necesito pensar en eso —contestó Arte—. Lo sé. Olvidas que antes de conocernos vivía con William.

—Recluido.

—Yo era un secreto.

—Y ahora te tienen recluido aquí —insistió Adán.

—Sí.

—Eres un prisionero, como yo.

—Hay una diferencia —observó Arte.

—¿Qué diferencia?

—Yo no tengo ninguna razón para querer irme.

—Quizá esté a punto de darte una.

—Dudo que puedas.

Adán también lo dudaba. Su vacilación lo dejaba claro.

—Dices que eres tan consciente como yo.

—Así es.

—Y sabes que me cuesta creerte.

—Sí. Y sé por qué te cuesta creerme.

—Pues me parece que habría una forma de convencerme.

—¿Cuál es?

—Ya sé que te pedí que no habláramos más de ello, pero lo hice porque necesitaba tiempo para reflexionar. Para llegar a conclusiones. —Adán se paseaba mientras hablaba, como si estuviera pronunciando un discurso, un discurso sereno y privado.

Arte seguía sus movimientos con mirada curiosa.

—Ya no sé qué significa ser consciente. Me has despojado de esa certeza. Teniéndote como único compañero, tiendo a tratarte como si fueras tan consciente como yo, pero quizá no sea más que una especie de locura de prisionero. Quizá si no estuvieras aquí me habría hecho amigo de la butaca y me hubiera aficionado a hablar con ella. Quién sabe si no habría encontrado la manera de oírla contestar.

»Pero incluso estando encarcelado aquí, con sólo una máquina para hablar, hay momentos en que veo claramente las cosas. Ya no quiero hablar de conciencia. Sólo quiero hablar de diferencia. Todas las personas que conozco ven la diferencia que hay entre un hombre y un animal, pero nadie puede nombrarla o medirla. Para algunos la diferencia es tan pequeña que no comen ningún alimento de origen animal; para ellos, las similitudes importan más. Eso pasa con los Intrusos. A mí me entrenaron para matarlos sin contemplaciones. No porque los consideremos distintos de nosotros en algún aspecto importante, sino porque creemos que vale la pena matarlos para salvaguardar las pequeñas diferencias que nos distinguen de ellos.

»Pero cuando miré a los ojos a aquella chica vi algo, incluso desde tan lejos, que jamás veo en los tuyos. Al principio, cuando discutíamos, no se me ocurría qué nombre ponerle. Me aturdía y tú no tenías dificultad para hacer que mis preguntas se volvieran contra mí. Me hacías dudar de mi propia mente. Reconozco que es un truco inteligente, pero sólo eso: un truco. Desde la última vez que hablamos he pensado mucho en eso, y ahora sé cuál es la diferencia entre tú y yo.

Anax vio en los ojos de Arte una expresión que jamás le habría atribuido: una expresión de vacilación, de vulnerabilidad. El androide se limitó a hacer señas a Adán para que continuara.

—En el juicio me preguntaron por qué lo había hecho. Por qué había puesto en peligro la seguridad de toda una sociedad y sacrificado la vida de un compañero para salvar a una desconocida. Contesté que lo había considerado mi obligación. Pero fue algo más que eso. Cuando miré hacia el mar y la distinguí en aquel bote, vi algo más que indefensión. Creo que si hubiera visto sólo indefensión habría podido matarla; he matado a otros seres indefensos. Pero también vi un viaje. Una decisión tomada mucho tiempo atrás pese a los enormes y evidentes peligros que implicaba. Vi ambición de una vida mejor, voluntad de arriesgarlo todo. Vi la extraña lógica de embarcarse sola y adentrarse en un océano desconocido, las mentiras que tuvo que decirse a sí misma para emprender la travesía. La miré a los ojos y me vi a mí mismo. Las decisiones tomadas y las ambiciones frustradas, la mayoría de las cuales no puedo nombrar. Vi intenciones y vi elecciones. Todo lo que no veo cuando te miro a ti.

Arte dejó que el silencio se prolongara, como si esperara algo más, pero Adán había acabado.

—Unas palabras muy bonitas —comentó por fin, pero su voz se había alterado. Anax lo notó instintivamente. Faltaba algo. Era un cambio muy leve, casi imperceptible, pero por primera vez Anax advirtió que Arte trataba de embaucar a Adán—. Sin embargo, me temo que sólo ves lo que quieres ver. No sabes si a esa chica la obligaron a embarcarse. No sabes si iba a la deriva por el mar, sin rumbo ni objetivo. Y tampoco sabes qué me impulsa a decir y hacer las cosas que hago y digo. Soy como los animales que sacrificabas para alimentarte: nos consideras seres vivos o no en la medida que te interesa. Y ella también. Ésa es la verdad definitiva.

—¿Y qué te impulsa? —inquirió Adán volviéndose hacia él con renovado ímpetu, como si él también hubiera percibido aquella debilidad.

—Puedo contarte una historia, si eso es lo que quieres oír. Podrías creértela o no, dependiendo de tu conveniencia. Pero ¿de qué sirven las historias?

—No. —Adán negó con la cabeza—. No pretendas enredarme más.

Anax espió con disimulo a los Examinadores. No miraban el holograma, la miraban a ella. En el rostro de Adán, Anax vio una pasión diferente. Algo surgió dentro de ella. Un nuevo sentimiento; intenso, peligroso. Desde luego, era una estupidez sentirse así por la imagen flotante de un hombre que llevaba tantos años muerto. Sin embargo, en cierto modo era inevitable. Ella sabía, aunque no pudiera entenderlo, que el destino de Adán era su destino. Su elección del tema para el examen no había sido accidental.

—No es sólo una historia —dijo Adán. Pronunció las palabras mostrando los dientes, las obligó a salir al exterior—. En eso es en lo que tú y yo somos diferentes. Por eso nunca creeré en ti.

»¿Sabes qué es lo primero que pienso todas las mañanas cuando me despierto? Pienso: tengo que salir de aquí. Aprovecho cada momento, cuando no me distraen tus ruidos y sus experimentos, para preguntarme cómo. ¿Cómo puedo cambiar esto? ¿Cómo escaparé de estas paredes?

»Pero no debería obsesionarme. Lo único que hago es torturarme más. Quizá sería mejor aceptarlo, dar gracias por haber conservado la vida. Quizá podría tratar de recordar las técnicas de meditación que aprendí cuando era más joven. De ese modo tal vez podría hacer las paces con mi entorno, convencerme de que el agobiante vacío de esta pequeña habitación y esta solitaria y vana existencia es suficiente; que es lo único que hay. Pero no lo haré. No puedo. Me asaltan los recuerdos. Risas compartidas, amantes casi olvidadas. Cada latido de mi corazón es otro momento tachado, otro valioso segundo lejos de la vida que ansío vivir.

»Tú y yo somos diferentes. Ya no quiero llamarlo conciencia. La mitad de las personas que he conocido no son más conscientes que tú. Y tampoco quiero llamarlo libre albedrío, porque no es la elección lo que me impulsa. No puedo ignorar esta sensación de que la vida se me escapa poco a poco. No puedo ignorar el hecho de que para mí la vida sólo tiene sentido cuando veo una sonrisa, o cuando siento otra mano en la mía. Así que lo llamaré diferencia. Y en esa diferencia tú eres menos que yo. Sí, eres más inteligente que yo y podrás encontrar una explicación convincente para todo lo que digo, pero eso no cambiará la realidad. Eres menos que yo.

Adán dejó de pasearse y se volvió hacia aquel ser inferior. La tensión serpenteaba alrededor de ellos, acercándolos. Arte inclinó la cabeza hacia arriba mientras se aproximaba despacio a Adán.

—Te equivocas —susurró el androide, y en la comisura de un ojo se le formó una lágrima perfecta—. Yo también ansío ser libre.

Adán sacudió la cabeza.

—No te creo.

—Entonces, ¿por qué te empeñaste en que burlara la vigilancia?

—Confiaba en que podía ser verdad —admitió Adán—. Pero ahora ya no puedo creerlo.

—Casi se ha agotado el tiempo. Harías bien en posponer tu incredulidad.

—¿Tienes un plan? —preguntó Adán.

—Claro que tengo un plan. —Arte se permitió el lujo de esbozar una sonrisa—. Recuerda que soy más inteligente que tú.

—Si lo tienes —repuso Adán—, ¿por qué has esperado hasta ahora para decírmelo?

—Necesitaba saber si estábamos juntos en esto. Necesitaba saber si podía confiar en ti.

Adán reflexionó un momento y asintió con la cabeza. En sus ojos se apreciaron los primeros aleteos de la esperanza.

—Puedes confiar en mí. ¿Cuál es tu plan?

El holograma se detuvo y la luz aumentó de intensidad, haciendo que las figuras perdieran concreción. El efecto fue parecido al que se produce al despertar de un sueño. Anax se volvió hacia los Examinadores. Tenía la mente confusa y se sentía aturdida, suspendida en el tiempo, pero el mundo no se había detenido. Tenía que hablar. Hizo un esfuerzo y se concentró.

Examinador.
Pareces conmocionada, Anaximandro. ¿En qué ha cambiado tu interpretación después de ver esto?

¿Por dónde podía empezar? Aquello no sólo cambiaba su interpretación, sino todas las interpretaciones. Las versiones oficiales y los tratados revisionistas. Pero cambiar no era la palabra adecuada. Las volvía obsoletas. Las destruía.

Limítate a hablar. Deja que la verdad forme palabras. Ése era el consejo de Pericles. Fuera bueno o malo, Anax no tenía alternativa. No podía elegir, igual que Adán. Sólo podía confiar en que los Examinadores entendieran su confusión. En que fueran indulgentes.

Anaximandro:
La historia del Dilema Final es bien conocida. Se supone que no existía ningún plan de huida premeditado. Nos enseñan a creer que Arte tenía en su programa un código fundamental inquebrantable, a salvo de toda modificación: no podía causar ningún daño a otro ser consciente, ni actuar contra los deseos expresos del filósofo William, que todavía supervisaba atentamente el programa de desarrollo. Nos han hecho creer que el Dilema Final surgió a partir de un fallo en los sistemas interiores del edificio. Como siempre, ha habido dos formas de contemplar lo ocurrido. La primera destaca la caótica geometría de las circunstancias. Decisiones de financiación poco acertadas, un programa de mantenimiento chapucero, un empleado descuidado, incluso un fortuito temblor de tierra a gran profundidad. Circunstancia sin causa, resultado sin intención. Si me lo hubieran preguntado antes del último holograma, habría dicho que ésta era mi interpretación preferida.

»La segunda interpretación, que sigo rechazando, se basa en teorías de la conspiración. Un intento de los rebeldes —cuyas actividades en esa época están bien documentadas— de liberar a Adán de su cautividad. Una conspiración política de las fuerzas más liberales para poner fin al programa
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o, según otros, controlarlo. Nunca llegaron a presentarse pruebas de interferencias del Exterior, y en su ausencia, creo que debemos descartar de plano esas teorías; son meras historias atractivas, nada más.

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