Read Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín Online
Authors: Juan Muñoz Martin
Tags: #Infantil y juvenil
—¿Y con qué encendemos la mecha de los cañones?
—Es verdad. Pero al menos volved la cabeza para que no os vean.
Ya llegaban al río que corría por delante de la muralla. Aquella misma tarde, los lugareños habían desmontado el puentecillo que lo cruzaba. Murat estiró la oreja y pidió silencio absoluto.
—Callaos y escuchad a ver sí duermen estos gañanes.
El Empecinado, que estaba escondido detrás de un carro, lanzó un terrible ronquido. El ronquido se fue extendiendo de árbol en árbol y, a los cinco minutos, roncaban hasta los cerdos del pueblo.
—Vía libre, vamos a cruzar el río. Todo el mundo duerme.
ESTABAN cruzando el río cuando el Empecinado tiró la primera castaña. Era una castaña pilonga que le dio a Murat en el gorro y le hizo un agujero.
—Llueve —murmuró el general.
—Yo creo que graniza —exclamó Monpetit, que acababa de recibir un bellotazo en la nariz.
—El caso es que no hay nubes.
—Son nubes altas, por eso no se ven.
—¡Pero se sienten! —exclamó Monpetit—. Yo tengo la cabeza como una huevera.
La lluvia se había hecho general. Al principio fueron castañas; pero, según iba arreciando la tormenta, caían ciruelas, pimientos, ajos y cebollas. Los franceses, cogidos entre dos fuegos en medio del río, no sabían qué hacer.
—¡Adelante! —ordenó Murat.
La primera línea se acercó a la puerta de la muralla.
—¡Adentro!
Pero antes de entrar, la lluvia era todavía más grave: pepinos, zanahorias, hasta melones y sandías, calabazas y berenjenas caían de las almenas.
—¡Adelante! Está granizando, pero ya escampará.
Los aldeanos se hartaron, arrancaron los ladrillos de la muralla y se liaron a ladrillazos.
—Vamos, que esto se pone feo. ¡Vaya manera de llover en este pueblo!
Los franceses volvieron la espalda, cruzaron el río y salieron de estampida cuesta abajo.
—¿Y los cañones? —preguntó Monpetit.
—Dejadlos ahí. Mañana volveremos.
—¿Que volverán? —exclamó el Empecinado bajando de un árbol—. Éstos se van a Francia y no regresan más.
Dio un silbido y ordenó a su gente que volviera los cañones hacia los fugitivos y dispararan.
—No hay balas.
Juan Martín señaló la huerta del tío Melecio, que estaba muy cerca.
—Ahí están las balas.
—No están maduras —protestó el tío Melecio.
—Pues así estarán más duras —rió el Empecinado.
El primero fue un melón de Villaconejos; luego, una enorme sandía de Babilafuente; luego, un pepino de Vitigudino. Las sandías estallaban en las rocas y golpeaban a los soldados franceses en el rostro. Algunos cogían un trozo y se lo comían.
—¡Qué ricas están! No sé por qué corremos.
Cuando se acabaron las sandías, el Empecinado puso un saco de harina que el tío Melecio tenía allí escondido, y le fue a caer a Monpetit en la cabeza.
—¡Parece que nieva! —exclamó el sargento.
Luego fue un saco de pimentón, que explotó en la rama de un pino. Los soldados franceses parecían cangrejos.
—¡Sangre! —chilló Monpetit—. ¡No quedamos ni uno! Y los soldados huyeron camino de la sierra Cebollera, que está más allá de Soria.
EL Empecinado mandó que tocaran la corneta y encendieran las luces del pueblo.
—¡Encended, que no se ve nada!
El alguacil encendió los faroles de la plaza y la gente llegó con candiles y lamparillas.
—¡Bahadoneses, hemos ganado! ¡Viva España!
—¡Viva!
La gente comenzó a llenar la plaza. Venían de las murallas, de los tejados, de los árboles. Hicieron recuento de heridos y no había más que dos.
Al tío Ambrosio le habían dado un ladrillazo.
—Ha sido el tuerto, que, como ve a medias y no había luz, me arreó un cascotazo.
—¡Lo siento! —exclamó el tuerto.
El médico vendó la cabeza del herido y luego buscó dos tablas para entablillarle un brazo al panadero. Se había caído de un álamo y casi se mata.
El Empecinado felicitó a todos y dijo:
—Los franceses se van. ¿Vamos por ellos?
—Vamos. Si no los asustamos, se quedarán en la sierra Cebollera y se volverá a armar una buena.
—¿Tenéis armas? —preguntó el Empecinado.
—¡Yo tengo una escopeta de cazar conejos! —exclamó el tuerto.
—Yo, una honda —dijo el manco.
—Yo, una hoz.
—Pues ¿a qué esperamos? La guerra se está acabando. Todos los pueblos se han alzado. Vamos todos a una.
Todos echaron a correr. Cogieron sus hoces y hondas, llenaron sus zurrones de bellotas y castañas y salieron cuesta abajo lanzando castañazos a los últimos franceses que salían de los sembrados.
—¡Fuera, fuera!
Fray Perico los vio pasar, contentos y alegres. Detrás de todos iba el Empecinado cojeando. Subió el guerrillero a su caballo y le preguntó:
—Fray Perico, ¿no vienes?
—No. Yo ya me vuelvo. Esto se acaba. Me vuelvo a mi convento, ahora que la paz está llegando. ¡Ojalá no se vaya nunca!
El Empecinado le abrazó y salió disparado en su caballo.
—¡Adiós, fray Perico!
Fray Perico le vio marchar. Luego se acercó a la iglesia, cogió la soga de la campana y empezó a tocar lleno de alegría. Pero no sonó. Tal vez estaba caída por allí abajo, entre la hierba. El fraile miró al tejado: una sombra se recortaba en la luz del amanecer. Era un gallo. Levantó el gallo el cuello, movió la cresta, abrió su pico y entonó un quiquiriquí que hizo levantar las orejas al asno. Fray Perico abrazó a su burro.
—Vamos, Calcetín, vamos a nuestro convento. ¿Te acuerdas? Vamos a ver cómo canta el gallo de nuestro corral.
¡CUÁNTAS leguas recorrió fray Perico, cuántos pueblos pasó alegre, al trote, camino de casa! Al final, ya los arroyos le sonaban, y los montecillos; conocía las fuentes y las aldeas. Alaejos, Fuente-saúco, Cantalapiedra, Cantalpino, todo cantaba. Cantaba él y cantaba el asno. Cuando vio a lo lejos la torre del monasterio, el corazón le hacía: tam, tam, tam, tam.
¡No había cigüeñas y la torre estaba torcida!
Según se acercaba, se dio cuenta de que el convento estaba vacío, rotas las ventanas y el corral desierto, los establos mudos y las puertas desvencijadas. Junto al camino había parado un carro de gitanos. Fray Perico se acercó y preguntó:
—¿Sabéis vosotros…?
Nada más decir esto, se dio cuenta de que la gitana llevaba una peineta y el gitano tenía una verruga en la nariz, por lo que se calló y empezó a abrazarlos.
—Tú eres el Verrugas, y tú, la Niña de la Peineta.
—Y tú, fray Perico, y ése, Calcetín.
Fray Perico señaló al convento y los gitanos movieron la cabeza y extendieron el brazo hacia una cuevecilla que se veía en un cerrillo cercano.
—Fray Perico, tus hermanos están ahora en esa cueva.
El fraile se quedó asombrado, cogió el ramal del burro y subió la cuestecilla.
LLEGÓ fray Perico, tocó una campana rajada que había delante de la cueva y ¡qué risa! Salió un fraile vestido con un saco y dijo:
—¿Quién eres?
—¿Y quién voy a ser? ¡Fray Perico!
¡Qué abrazos, qué lloros, qué brincos! Aquel frailecillo del saco era fray Sotero. No tenía puerta como en su antiguo conventillo, así que había puesto una manta vieja a la entrada. Fue fray Perico a entrar y, ¡plaf!, se dio un golpazo en la cabeza y se hizo un chichón. Nada más entrar, había una cuevecilla con una tabla que ponía:
ENFERMERÍA
De la cuevecilla salió un fraile muy encorvado y lleno de arrugas, vestido también con un saco, que llevaba en la mano un bote con una medicina hecha de hierbas. Fray Sotero preguntó a fray Perico:
—¿Te acuerdas de él?
—Sí. Es fray Matías.
Fray Matías abrazó a fray Perico y le curó el chichón con árnica mientras le decía:
—Todos los que entran se golpean con la puerta. ¡Es tan bajita! Por eso hemos puesto la enfermería aquí.
Fray Perico se rió mucho, aunque le dolía el chichón, y fray Sotero le dijo que todos los frailes estaban allá dentro, unos comiendo, otros en oración, otros en el huerto, repartidos por aquella cueva, que más parecía la madriguera de un topo o un hormiguero que un convento.
—En todas partes se sirve a Dios —rió fray Perico—. Y esto me parece la gloria.
Luego, entró por la puerta de enfrente y vio un claustro como de un metro de ancho y poco más de alto, con cuevas a un lado y a otro, que no eran sino las celdas.
—Hemos pasado muchos días cavando como los hurones. Ahora, cada uno tiene su celda para dormir y bendecir al Señor.
Fray Perico, maravillado, se asomó a la primera y vio a fray Cucufate machacando sobre una piedra avellanas y nueces. En un almirez tenía cacao y azúcar, y en un pucherillo, agua y leche para hacer chocolate. Se levantó fray Cucufate a abrazar a fray Perico y se dio un golpe con el techo. Así que tuvo que sentarse en la piedra que le servía de cama, donde le curó fray Matías.
Después de mucho abrazo, fray Perico siguió recorriendo aquel extraño convento.
—PARECE la casa de los siete enanitos —rió fray Perico.
Y mientras decía esto, entró en otra celda, que tenía, como todas, un ventanuco que daba al exterior, por donde asomaban matas, esplegueras, tomillos, y se colaban los lagartos y los saltamontes como Pedro por su casa.
—Aquí está tu hermano Ezequiel, el de la miel, con sus abejas y todo. Como tienen frío en el monte, a veces se le vienen bajo la almohada. Por la mañana, nada más levantarse, ya tiene desayuno de miel preparado, pues ya sabes que las abejas no duermen.
Fray Perico saludó con lágrimas en los ojos al padre Ezequiel. Éste se levantó emocionado y, al hacerlo, se dio tal golpe con el techo que tuvo que sentarse inmediatamente. Fray Matías le curó y continuó acompañando a fray Perico por el estrecho pasillo. Había a la izquierda una sala espaciosa excavada en la roca, con una mesa de piedra en el centro. Fray Sotero le explicó cuánto trabajo costó picar aquel hueco que hacía las veces de comedor.
—La mesa y los bancos son de la misma roca y caben doce frailes como en la mesa del Señor.
Se levantaron los doce que estaban a la mesa en ese momento y se hicieron doce chichones, pero todos rieron y salieron a abrazar a su hermano. ¡Qué alboroto en el conventillo!
—¡Ha llegado fray Perico!
Los veinte frailes del convento dejaron todo lo que hacían y se reunieron en el comedor, llenos de júbilo y hablando todos al mismo tiempo. Fray Perico estaba maravillado. ¡Cómo habían cambiado en un año! Estaban delgaditos de no comer y arrugados y encorvados de tanto agacharse en aquella cueva. El único que se libraba de golpearse la cabeza era fray Olegario, pues, como estaba torcido como un bastón, nunca se topaba con el techo.
PREGUNTÓ fray Perico por qué estaban en aquella cueva y fray Nicanor le contó que los franceses habían establecido su cuartel en el convento y les hacían la vida imposible.
—¿Y os echaron de allí?
—No. Nos quitaron las camas y las mesas, y nosotros se las quitamos a ellos.
—¿Y los pucheros?
—Nos los quitaron, y nosotros se los quitamos a ellos.
—¿Y las sillas?
—Nos las quitaron, pero nosotros se las quitamos a ellos.
—Muy bien hecho.
—Hasta que un día nos robaron la imagen de san Francisco y nosotros, por la noche, la cogimos y la trajimos aquí, a esta cueva.
—¿Entonces está aquí san Francisco?
—Aquí está y aquí nos vinimos todos para estar junto a él y defenderle.
—¿Y dónde está?
—Ahí, en la capilla.
Era la capilla una cueva estrecha donde los frailes apenas podían estar de rodillas. Y como San Francisco era alto y no se podía doblar porque era de madera, habían hecho una especie de chimenea en un rincón. Fray Perico miró la cara que tenía el santo y si había adelgazado, pero no pudo saberlo porque sólo se le veía hasta las manos. Fray Perico le besó los pies, y notó que estaban fríos y amoratados y delgados como la raíz de un pino. Sin embargo, sintió que había movido un dedo y eso lo tuvo por buena señal. Era como si le dijera: «Sácame de aquí, que hace frío, y vámonos al convento».
Salieron los frailes de rodillas al patio, para estirarse un poco, y les sonaban los huesos al ponerse derechos. Allí abrazaron otra vez a fray Perico y al asno, que, como iba sobre sus patas, había pasado por el pasillo sin que le rozaran por las paredes más que las orejas, que le servían de guía.
—¿Y por qué os llaman capuchos? —preguntó fray Perico.
—Nos llaman capuchos porque llevamos capucha para no golpearnos. Jamás entramos ahí sin ella.
FRAY Perico estaba admirado y preguntó por la huerta. Fray Mamerto le mostró unas macetas en las que tenía unas pequeñas lechugas y unas latas donde sembraba tomates. Había tiestos con cebollas y con algún pimiento. En un rincón había plantado huesos de albaricoque y de melocotón. En el conventillo no se comía ni una cereza que no corrieran todos luego a enterrar el hueso. Estaba claro que pasaban hambre.
Fray Perico quiso ver la cocina. Fray Pirulero asomó por una ventana y dijo:
—Aquí guiso cuando hay de qué.
Fray Perico volvió a entrar por el pasillo y visitó la cocina, que era lo más pequeño que pueda pensarse. Habían hecho los frailes un fogón de piedra y el humo salía por la ventana. El fregadero era de piedra y el agua manaba del techo, caía y se iba por un reguerillo que en el suelo había. En el fogón había poco que asar, si no eran castañas. No se podían freír huevos ni longanizas porque no había gallinas ni cerdos, ni siquiera ajos y cebollas, que ya habían fenecido hacía tiempo.
El único que estaba gordo era el gato, porque se pasaba el día por el monte cazando ratones silvestres, y venía a calentarse por la noche a los pies de los frailes, aunque lo cierto es que estaban helados. De todas maneras, el gato tenía miedo sobre todo de fray Patapalo, que cuando pasaba por su lado intentaba cogerlo, no se sabía si para acariciarlo o para comérselo. Así estaban los frailes, como los santos anacoretas de los desiertos, y habrían muerto de hambre en aquellos terribles meses si, como a los antiguos ermitaños, no les hubiera ocurrido algún milagrillo, porque cada día aparecía sobre la piedra un buen trozo de pan, justo delante de cada asiento, y con él se alimentaban. Nadie sabía de dónde venía. Fray Olegario decía que lo dejaba allí un cuervo que entraba por la ventana, y añadía: