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Authors: Juan Muñoz Martin

Tags: #Infantil y juvenil

Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín (7 page)

BOOK: Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín
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—¿Y soldados?

—Delante vendrán unos treinta.

—¿Y detrás?

—Unos setenta.

Los hombres comenzaron a contar cuántos eran y se armó un revuelo de mil demonios.

—Son ochenta.

—Son cien.

—Son mil.

—¡Imbéciles! —gritaba la voz—. ¡A las armas! Dentro de un cuarto de hora están aquí.

Los guerrilleros corrieron y subieron por los senderos, saltando como liebres entre las piedras.

—Preparad los peñascos, que sean grandes y rueden bien.

Fray Perico lo miraba todo con espanto. No pudo aguantar más y salió dando voces.

—¿Qué hacéis? ¿Vais a echar a rodar esas piedras?

Los guerrilleros se dieron un susto morrocotudo.

—¿Quién es éste? ¿Algún ermitaño?

El Empecinado se quedó patidifuso.

—¿Qué haces aquí, fray Perico?

—Huyendo de la guerra, me metí en esta cueva.

Juan Martín se partía de risa.

—Huyendo de una avispa, has caído en un avispero. Verás dentro de poco rato la que se arma.

Nada más decir esto, apareció el primer francés. Era un capitán de dragones con unos grandes bigotes. Junto a él caminaba, en otro caballo, un teniente más joven.

—Me huele a emboscada —murmuró el teniente.

—Siempre dices lo mismo. Así que ves una piedra más alta que otra o dos árboles juntos, te huele a chamusquina.

—Es que huele muy fuer…

46. La roca

No pudo acabar la frase. Una enorme roca rodó de pronto y aplastó una encina que había en el camino.

La montaña trepidaba y la sierra se llenó de polvo y humo. Doce o catorce jinetes se lanzaron al suelo para evitar aquellos pedruscos.

En esto, llegaba al desfiladero la retaguardia. Los cuarenta o cincuenta jinetes del final venían tan frescos, riendo sin preocupación, cuando en un recodo del camino se encontraron con toda aquella confusión. Los carros volcados, las ruedas girando, los caballos corriendo, gritos de «Sálvese quien pueda».

—¿Qué pasa?

—Los guerrilleros. Están arriba —gritó un soldado detrás de una piedra.

—¿Cuántos son?

—Cientos, miles. Es un desastre. Ni un carro con ruedas.

—¿El Empecinado?

—Sí. El Empecinado.

El sargento que mandaba la retaguardia, viendo que ya no quedaba carro sano y que habían huido los carreteros, dragones y comisarios, y no había manera de retroceder, ordenó a los soldados bajar de los caballos y atacar con la bayoneta, como si fuesen de infantería.

—Vosotros cuatro, cuidad de los caballos. Los demás, avanzad a cuerpo descubierto.

Pero nada más habían avanzado unos pasos, una nueva avalancha de piedras rodó ladera abajo y les hizo volverse por donde habían venido.

—¡Arriba! ¡A la montaña! ¡Viva Francia!

47. La victoria

LOS soldados franceses treparon valientemente; pero los sables, los gorros, los uniformes, las botas, las moscas, el sudor, las angostas piedras, los cardos… apenas les dejaban avanzar.

—¡Viva Francia!

El grito de «Viva Francia» les hizo crecerse. Subían pegados al terreno, disparando sin cesar.

—¡Que nos cogen! ¿Qué hacemos?

—¡Las piedras! —ordenó Juan Martín.

Los guerrilleros abrazaron una piedra enorme, que debía de pesar doscientas toneladas. Fray Perico asomó asustado al ver cómo la piedra oscilaba, que me caigo, que no me caigo, sobre las cabezas de los asaltantes.

—¿Por qué no tiráis esa otra más pequeña? —suplicó—. Tirad esa otra.

Los guerrilleros se rieron ante la simplicidad del fraile.

—Hermano, bien está vuestra caridad; pero si tú no los matas, te matan ellos a ti.

—¡Avisad por lo menos! —gritó fray Perico.

El fraile sostenía la piedra por el otro lado mientras los guerrilleros, más de veinte, empujaban con sus brazos peludos los troncos que les servían de palancas.

—Avisa, fray Perico. De poco les servirá.

—¡Allá vaaaa! ¡Cuidado! —gritó temblando el fraile.

La piedra rechinó, rodó y se llevó por delante árboles, rocas, saltamontes, carros y cardos, y cayó al río levantando un gran chorro de agua, de sapos y de ranas. Un grito de triunfo, de victoria, de alegría resonó en la montaña.

—¡Viva España! ¡Viva el Empecinado! —chillaban los guerrilleros cuando el ruido, el humo y la polvareda desaparecieron en el valle.

Aquellos hombres, endurecidos en mil peleas, a punto de morir cien y cien veces en montes y barrancos, saltaron como locos para coger el botín de los carros. Los franceses huyeron por el barranco.

—¡Vamos! —gritó el Empecinado—. ¡Los carros fuera! ¡Fustigad a los mulos! Los franceses volverán. Hay que huir de aquí.

48. El susto

LOS guerrilleros arrearon a los mulos, montaron en los caballos capturados a los franceses y, entre gritos, arres y latigazos, huyeron por la cuesta. Fray Perico se quedó solo. Entonces bajó lentamente, escuchando por si alguien pedía ayuda. Ni un ay, ni un gemido, ni un movimiento. No se oía a nadie. Todos los franceses habían huido. Sólo vio a un soldado: era grueso y colorado. Cuando fray Perico se acercó, ¡cataplum!, el soldado se levantó de pronto y echó a correr cuesta abajo. ¡Qué susto! Fray Perico se pegó tal susto que cayó desmayado y se hizo un chichón en la cabeza. Cuando abrió el ojo, el soldado había saltado sobre un caballo y corría sin sombrero y sin sable en dirección a Aranda.

Fray Perico se levantó, echó una mirada larga sobre el campo de batalla, subió al asno y se fue al pueblo cercano, donde habían ido los guerrilleros. Mientras tanto, los treinta carros, dando tumbos y levantando un polvo tremendo, llegaron a la plazuela del pueblecillo de Bahadón.

¡Qué gritos, qué saltos, qué alegría!

—¡Hemos vencido! ¡No ha quedado ni un francés! Han huido como conejos.

—¡Viva España! —gritaban los lugareños.

El Empecinado asomó por el toldo de un carro.

—¡Viva el Empecinado! —gritaron todos los campesinos.

Juan Martín cogió una pesada caja y la mostró al pueblo.

—¡Éste es el tesoro de Napoleón! ¡Miradlo!

—¡Hurra!

La caja pesaba tanto que a Juan Martín se le vino al suelo y se descerrajó con las piedras. Los luises, los napoleones de oro sembraron la plaza.

49. El tesoro de Napoleón

«ESTE es mío, éste es tuyo». Se armó un alboroto de mil demonios hasta que sonó un disparo y todos cayeron sentados al suelo.

—¡Quietos! Ese dinero es para la guerra. Traedlo aquí —gritó furioso el Empecinado mientras el trabuco le humeaba en la mano.

Los luises y napoleones volvieron a su sitio, aunque faltaban bastantes. Juan Martín los metió en un saco y puso cuatro guardias alrededor.

En esto, Quico Cazarratones, el porquerizo, el mozo más burro del pueblo, apareció vestido con una casaca azul sobre su camisa grasienta y un sombrero de plumas. En vez de abarcas llevaba unas botas de montar. Parecía un rey.

—¡Viva Quico Cazarratones!

Nada más decir esto, los vecinos se lanzaron a los carros y abrieron cajas y baúles, que venían repletos de lustrosos trajes. Al rato, todo el pueblo parecía un campamento francés. Casacas azules por los establos, los segadores con botas y espuelas. Las cabras miraban espantadas. Liborio, el cabrero, apareció en el corral con un sable de oro en la mano, abrió la puerta y gritó:

—¡Vive la liberté!

Y las cabras salieron corriendo, no se sabe hacia dónde, para celebrar aquella victoria.

Lo que sí se sabía, era los puñetazos que había en la plaza, los arañazos, los agarrones para repartirse los quesos camembert y gruyer, los frascos de foie-gras, las peras en dulce, los jamones con chorreras, las cajas de membrillo, los hojaldres, las tartas. ¡Qué tartas y qué tortas! ¡Qué patatas rellenas, qué melocotonazos en almíbar! Todo a puñetazo limpio, poca sangre y mucho diente.

¿Y en la taberna? Pues Juan Martín y los suyos discutían a brazo partido sobre si salir pitando o esperar a que los mulos descansasen, que estaban con la lengua fuera y el cansancio dentro, cuando llegó Liborio el cabrero, abrió la puerta tambaleándose y, levantando su trabuco, disparó sobre el Empecinado.

50. ¡Todos al pilón!

EL estruendo hizo resonar los vasos del mostrador.

—¡Traidor! —gritó Juan Martín llevándose las manos al rostro.

Rigoberto, el segundo de Juan Martín, se abalanzó sobre el cabrero y le dio un terrible puñetazo.

—¿Qué has hecho, desgraciado? ¡Trae esa arma!

—Pero si yo venía a decir…

—A decir ¿qué?

—Que hay unas botellas como éstas en unos carros. Hacen ¡pum! y sueltan espuma. ¡Y qué rico que sabe!

El Empecinado se palpó la sangre y notó que era un licor pegajoso y dulce. El proyectil se había alojado en el bolsillo de la guerrera. Era un tapón. Todos comenzaron a reír y a reír y se abalanzaron sobre la botella del cabrero.

—¡Qué rico sabe! ¿Hay más?

—En los carros hay cientos.

—¡Vamos, debe de ser champán! Ese que dicen que hace revivir a los muertos.

El Empecinado corrió detrás gritando:

—¡Atrás, atrás! Al que coja una botella de ésas le atravieso. ¡Es champán! ¡Cuidado!

Pero ya era tarde. Los taponazos arreciaban en la plaza. Se habían formado dos bandos: los guerrilleros parapetados en el ayuntamiento y los campesinos asediando el edificio con sus terribles estampidos. Los cristales del ayuntamiento estaban llenos de agujeros y por ellos surgían los disparos certeros de los sitiados, que derribaban a los atacantes. Decenas de heridos caídos en el suelo gemían riendo, mientras apuraban aquel líquido lleno de burbujas doradas.

La batalla terminó a las diez, cuando Juan Martín guardó los tres carros llenos de botellas en un corral y estrelló una botella en la cabeza del alguacil, que quería romper la cerradura.

Todos acabaron en el pilón de la fuente, y a las diez y media dormían en sus casas o en los carros a pierna suelta.

51. Guindallet de Fontespié

MIENTRAS, por el camino real de Aranda corría un caballo con la lengua fuera. El caballo era fuerte y alegre, pero iba sudando una gota por cada pelo.

—No puedo más.

El jinete, un hombre gordo, poco avezado a aquellas galopadas, daba botes sobre la silla. Iba con la cara desencajada, un mechón de pelo flotando al aire y sus manos agarradas al cuello sudoroso del animal. Saltó un arroyo, saltó otro; cruzó un río, cruzo otro; pasó unos campos, pasó otros; subió una cuesta, bajó otra; entró en Aranda por la puerta del Tejar, salió por la puerta de los Triperos y entró como un cohete en el Cuartel General de Murat sin dar la contraseña, sin decir buenos días ni buenas noches, y cayó de cabeza en el pilón de los caballos.

—¡Hombre al pilón! —gritó el centinela.

Todo el cuartel salió asustado a la ventana. Hasta el general Murat asomó con su gorro de dormir.

—¿Quién es?

—El comisario Guindallet.

—¿Guindallet de Fontespié?

—Sí, mesié.

—Allá voy en un volapié.

El general bajó corriendo, mandó sacar del pilón al comisario, lo montó en su caballo y, seguido de diez soldados, salió por la puerta a paso de carga. Nada más salir, el general paró su caballo, se volvió y preguntó al comisario Guindallet:

—¿Eran muchos los guerrilleros?

—Cientos y cientos, miles diría yo. Todos con sus guerreras rojas y armados hasta los dientes.

—¿Y cañones?

—A montones.

—¿Y trabucos?

—Como almendrucos. Escopetas, mosquetones, moscas y moscones.

El general hizo dar la vuelta y llamó al del cornetín.

—Toca a generala.

52. Durmiendo a pierna suelta

TOCAR a generala y salir seis escuadrones de caballería y tres batallones de infantería y no sé cuántos cañones fue todo uno. El jaleo era tremendo. El general hizo poner trapos en los cascos de los caballos y ordenó que nadie fumase. Asimismo mandó que los infantes fueran de puntillas y descalzos con las botas en las manos.

—Yo tengo callos —protestó un dragón.

—Pues te aguantas. Adelante y en silencio.

A todo esto, en el pueblo de Bahadón todos roncaban por culpa del champán. El Empecinado dio una última vuelta a la aldea con sus lugartenientes. El guerrillero de pronto se paró, cerró los ojos y aspiró profundamente.

—Me huele a chamusquina —exclamó.

—A mí me huele a flores —dijo uno—. A amapolas, a romero, a pan recién cocido.

—A mí, a caca de vaca; pero es natural —dijo otro riendo—, pues cruzamos los establos.

El Empecinado ordenó reunir los carros y puso un centinela en cada uno.

—Hay que despertar a todo el mundo. Cada vez me huele peor —observó a continuación.

—Yo sé cómo despertarlos —dijo fray Perico, que tenía un ojo morado de un taponazo, pero que no había bebido ni una gota de champán.

—¿Cómo?

—En el convento, cuando me quedo durmiendo en la cama, los frailes me hacen cosquillas en los pies.

—A éstos les haces cosquillas y se mueren de risa.

—Entonces, un cubo de agua —exclamó fray Perico.

El Empecinado movió la cabeza. Era buena la idea de fray Perico, pero mejor sería cogerlos y echarlos al pilón de las gallinas. Así se hizo, y a la media hora, estaban todos subidos a la pequeña muralla que rodeaba el pueblo, a los tejados y a unos álamos altísimos que había cercanos a la puerta.

—No tenemos armas —exclamó Pedro, el alcalde.

—Pues id al huerto del cura y cogedle las peras, los higos, las manzanas… Todo vale —ordenó el Empecinado—. Lucharemos a tomatazo limpio.

El cura empezó a protestar:

—Están verdes.

—Mejor. Así harán más daño.

—Yo tengo castañas y nueces —susurró el tocinero—. Tengo también un saco de bellotas en la tienda.

—Bien callado te lo tenías, avaricioso. ¡Con el hambre que hemos pasado!

Eran las doce cuando llegaron los franceses. No se los veía porque era noche oscura y las luces del pueblo estaban apagadas. La poca luz de las estrellas hacía brillar de vez en cuando sus bayonetas. Se distinguían también las lumbres tenues de los artilleros y las chispas de sus mecheros.

—¡Ya vienen!

Se oía un ruido sordo. Eran los caballos, que llevaban las patas envueltas en trapos, y las ruedas de los cañones, que tenían las llantas acolchadas con pieles de conejo.

—¡Apagad los cigarros! —ordenó Murat.

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