Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Agotó el buen amigo toda su lógica para arrancarle aquella idea, sin adelantar nada.
—Y por fin —dijo tomando el tono festivo y maleante que empleara con Maxi en otra ocasión—, ¿para qué hacemos caso de lo que diga ese desventurado?... ¡Ay qué románticas y qué súpitas...
semos
! Mi amigo Rubín, con esas apariencias que ahora tiene de hombre de seso, está más
tocati
que nunca. Todo lo dice al revés, y el otro día me sostenía que
Doña Desdémona
es una mujer hermosa. Me parece que si seguimos por ese camino, tendré que traerme acá la vara...
No afectaron a Fortunata estas bromas. Observábala él con atención seria, notando que una idea muy siniestra y tenaz la dominaba, y que no era fácil quitársela de la cabeza. Temió que aquel estado de ánimo influyese desfavorablemente en su salud, y para prevenirlo metiole miedo.
—Me ha dicho Quevedo que en estos días hay que tener mucho cuidado con usted, y que no le permitirá levantarse hasta la semana que viene. Cualquier disparate que usted hiciera podría sernos fatal. Conque, hija mía —tomándole las manos—, muchísimo cuidado. No le digo que lo haga por mí. ¿Qué caso hace usted de este pobre boticarín? Ninguno, y con razón, porque yo para usted no soy nadie... hágalo por mi amigo Juan Evaristo, a quien quiero ya como si fuera hijo mío, sí, sépalo usted, y me constituyo en su tutor; hágalo por él, y
tutti contenti
.
Parecía convencida, y Ballester se fue con la impresión de haber triunfado. Tranquila estuvo toda la mañana; pero a eso del mediodía, al despertar de un sueño breve, se sintió tan vivamente acometida de ganas de salir a la calle, que no pudo sobreponerse a este ciego impulso. Levantose, con gran sorpresa de Encarnación, única persona que en la sala estaba, se peinó a la ligera y se puso su falda de merino oscuro, pañuelo de crespón negro, otro de color a la cabeza, mitones colorados, sus botas de caña clara, y... Pero antes de salir dedicó un gran rato a su hijo, que habiendo despertado cuando la mamá se vestía, parecía declarar con sus chillidos que le cargaba la salidita. Le convenció ella dándole todo lo que quiso o lo que había, y el angelito se quedó dormido en su cuna de mimbres.
—Mira —dijo a Encarnación su ama—; yo voy a salir. No estaré fuera sino poco tiempo, porque tomaré un coche, y haré la diligencia en media hora. Tú no te separas de aquí, y si despierta el niño, le arrullas y le meces, diciéndole que yo vendré en seguidita... Cuidado cómo te separas de él. Oye; mientras yo esté fuera, no abres a nadie... Mejor será otra cosa; yo cierro dando las dos vueltas y me llevo la llave. Si viene Segunda, que espere en la escalera.
Dio muchos besos a su hijo, de quien por primera vez en aquella ocasión se separaba, y salió, cerrando la puerta y llevándose la llave. «No sea cosa que alguien venga y... No, no me le quitarán; pero se han dado casos. Este ángel mío, veo que tiene muchos golosos. Y sobre todo esa envidiosona de Jacinta es la que más miedo me da. De la pelusa que tiene le van a salir más canas, y se va a poner como un alambre de flaca. ¿Pero qué remedio tiene sino conformarse...? Bastante he penado yo... que pene ahora ella. ¡Ah!, siento pasos. Francamente, no quisiera que me viera nadie, porque empezarán a decir que si salgo o no salgo, y no me gustan
refirencias
. Me parece que es Don Plácido el que sube. Me guardaré un poquito hasta que entre en su casa... Ya llega, abre su puerta. Ahora me escabullo, y Dios me acompañe. Debiera llevar algo que duela... ¡Ah!, la llave. Es mejor que la mano del almirez. Con esto y las uñas... yo le juro que...».
Tomó un coche y apenas entró en él se sintió tan mareada, a causa del movimiento y de su propia debilidad, que hubo de cerrar los ojos e inclinar la cabeza para no ver las casas volteando en torno suyo. «Debí haber tomado un caldito antes de salir... Pero a buena hora me acuerdo. En fin, esto pasará». Pasó ciertamente, y lo primero que hizo al reponerse fue variar la orden que había dado al simón. Habíale dicho
Ave María, 18
; pero tuvo una idea, y dijo
Cabeza, 10
, sacando la suya por la ventanilla, alargando el brazo y tocando con la llave que en la mano llevaba, al modo de un arma, el brazo del cochero. En la casa últimamente designada estuvo como una media hora, y cuando bajó a tomar de nuevo el carruaje, su cara pálida tenía transparencias de cera, los labios no tenían color...
—¿Adónde vamos, señora?» le preguntó el cochero, viendo que pasaba tiempo sin que diera ninguna orden.
—Subida a Santa Cruz, esquina a la calle de Vicario Viejo.
Y dicho esto, y al rodar de la berlina, daba vueltas a este pensamiento: «Claro; lo que yo dije. La Visitación a mí no me lo había de ocultar. ¡Y luego dice el tonto de Ballester que mi marido está loco! Más razón tiene y más talento que todos los cuerdos juntos... No se ha equivocado ni en tanto así. Veinte duros le he dado a la Visitación por la cantinela... Claro; a mí no me lo había de negar...». Y partiendo de esta idea, volvía a la misma cien y cien veces, describiendo el doloroso círculo.
Apeose en la subida a Santa Cruz, y subió al obrador de Samaniego, entrando por el portal, que estaba en la calle de Vicario Viejo. Iba tan decidida, que no tuvo ni la más ligera vacilación. La puerta del entresuelo tenía mampara de hule, que al abrirse hacía sonar un timbre. Fortunata había estado allí en los días que precedieron a la inauguración de la tienda, y recordaba perfectamente todo. No había que llamar, sino que se empujaba la mampara, sonaba un
plin
muy fuerte, y ya estaba uno dentro. Así lo hizo aquel día, y apenas recorrió el corto pasillo que a la estancia principal conducía, encarose con Aurora que en aquel momento iba desde el centro, donde estaba la mesa, hacia una de las ventanas, llevando telas en la mano. Alrededor de la mesa vio Fortunata como unas seis o siete oficialas, cosiendo, y en un sofá, junto a la ventana apaisada que daba a la calle, estaban dos señoras, examinando a la luz encajes y telas.
—Buenos días —dijo la Rubín, deteniéndose un instante y recorriendo con mirada fugaz todas las caras que delante tenía.
Aurora, al verla, se quedó tan inmutada, que no supo ni qué decir ni qué cara poner.
—¡Ah!... Tú, Fortunata... ¡Cuánto tiempo...!
De improviso tomó un tonillo de sequedad.
—Dispensa... Estoy ocupada. Si quisieras volver a otra hora...
Pero al instante cambió de registro.
—¡Qué cara te vendes! ¿Has estado mala?
—Y tú, ¿cómo estás?... siempre tan famosa... —le dijo Fortunata acercándose y poniendo una cara fingidamente amable; pero en la cual no era difícil ver la cruel suavidad con que algunas fieras lamen a la víctima antes de devorarla.
—Y tú, ¿dónde te metes? —balbució Aurora muy cortada, sin saber para dónde volverse.
Por fin se dirigió a las señoras que allí estaban; pero no supo qué decirles. Fortunata se le puso delante cuando volvía hacia la mesa central.
—Tenía que hablar contigo... Como no se te ve... ¡Ay, qué amigas estas, se muere una sin que le digan nada!
Algo se tranquilizaba Aurora con este lenguaje, y sonriendo contestó:
—Hija, con tantas ocupaciones, no tiene una tiempo para visitas. Pensé ir a verte... Pero siéntate.
—Estoy bien así... Pronto despacho.
Aurora se acercó otra vez a las señoras, y al volverse, su amiga le tocó un brazo.
—Tenía que hablarte dos palabras... una cosita que te quería decir. Me estaba muriendo por verte. ¡Ingrata! ¡Sabiendo el gusto que me da tu compañía...!
—Tienes razón —dijo la otra volviendo a inquietarse, porque en la cara de su amiga advirtió algo que la puso en cuidado—. Todos los días pensaba ir...
—Sabiendo que te quiero tanto...
—Y yo a ti... ¿Pero por qué no te sientas?
—No... Me voy en seguida. No he venido más que a traerte una cosa...
—A traerme una cosa... ¡A mí!
—Sí, verás.
Y diciendo
verás
, hizo con el brazo derecho un raudo y enérgico movimiento, y le descargó tan de lleno la mano sobre la cara, que la otra no pudo resistir el impulso, y dando un grito, se cayó al suelo. Fortunata dijo:
—¡Toma, indecente, púa, ladrona!
Bofetada más sonora y tremenda no se ha dado nunca. Todas las ofícialas corrieron espantadas al auxilio de su jefe; pero por pronto que acudieron, no fue posible impedir que Fortunata, empuñando su llave con la mano derecha, le descargase a la otra un martillazo en la frente; y después, con indecible rapidez y coraje, le echó ambas manos al moño y tiró con toda su fuerza. Los chillidos de Aurora se oían desde la calle. Las dos señoras aquellas salieron a la escalera pidiendo socorro. Gracias que las oficialas sujetaron a la fiera en el momento en que clavaba sus garras en el pelo de la víctima, que si no, allí da cuenta de ella. Sujetada por tantas manos, Fortunata hizo esfuerzos por desasirse y seguir la gresca; pero al fin el número, que no el valor, venció su increíble pujanza. A una de las modistillas la tiró patas arriba de una manotada; a otra le puso un ojo como un tomate. Dando resoplidos, lívida y sudorosa, los ojos despidiendo llamas, Fortunata continuaba con su lengua la trágica obra que sus manos no podían realizar.
—Eso para que vuelvas, so tunanta, a meter tus dedos en el plato ajeno... Embustera, timadora, comedianta, que eres capaz de engañar al Verbo Divino. ¡Lástima de agua del bautismo la que te echaron! Tramposa, chalana... Te pateo la cara aunque me deshonre las suelas de las botas.
Y tal esfuerzo hizo por desasirse, que a punto estuvo de lograrlo. Dos de ellas habían acudido a levantar a Aurora, que continuaba dando gritos de dolor. Si no se presentan Pepe Samaniego y un dependiente, sabe Dios la que se arma allí.
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué busca usted?
—¡Quién soy!... —gritó Fortunata con desesperación—. Una persona decente...
—Sí, ya se conoce... Aurora, ¡por Dios!... ¿Qué es esto?
—Una persona decente, que he venido a ajustarle la cuenta a este serpentón que tiene usted en su casa. Y también es calumniadora.
—Cállese usted y váyase muy enhoramala... ¿Pero qué es esto, Aurora?... ¡Jesús!, sangre en la cabeza. Una herida... Oiga usted, mujerzuela, ahora mismo va usted a la cárcel... ¡Eh!, llamar a una pareja.
La Fenelón estaba como desmayada, y sus alumnas le desabrocharon el vestido para aflojarle el corsé.
—Quien va a ir a la cárcel es esa —chilló la agresora, frenética, revertida otra vez bruscamente a las condiciones de su origen, mujer del pueblo, con toda la pasión y la grosería que el trato social había disimulado en ella—. Yo no he faltado... A mí sí que me han faltado... Esa bribona me ha engañado, nos ha engañado a las dos, porque somos dos las agraviadas, dos, y usted debe saberlo...
Aquella
es un ángel, yo otro ángel, digo, yo no... Pero hemos tenido un hijo;
el hijo de la casa
, y esta es una entrometida, fea, tiñosa y sin vergüenza que me la tiene que pagar, me la tiene que pagar.
—¡Si no se calla usted...! —dijo Samaniego, llegándose a ella con ademán amenazador—. Vamos, que por ser usted mujer, no le sacudo el polvo ahora mismo.
—¿Usted a mí?... falta que pueda. Más le valdrá a usted no permitir las indecencias que hace esta...
—Le digo a usted que si no se calla... No me puedo contener... ¡Eh!, llamar a una pareja.
La escena tomó aún peor carácter con la aparición de Doña Casta, que hubo de llegar a la tienda en aquel instante, y enterada de la zaragata, subió renqueando, y entró en el teatro del dramático suceso, dando gritos.
—¡Hija de mi alma!... ¡Pero qué!... ¡La han matado!... ¡Sangre!... ¡Ay, Dios mío! ¡Aurora... Aurora...! ¿Pero quién ha sido?... ¡Ah!, esa mujer...
—Sí, yo, yo he sido —le dijo Fortunata desde el rincón donde la tenían acorralada—. Mejor cuenta le tendría a usted, so bruja, no ser tapadera de las tunanterías de su niña...
Doña Casta, acudiendo a su hija, no se hacía cargo de las flores que la otra le echaba. Aurora volvió en sí exhalando gemidos.
—No es nada, tía —dijo Samaniego—. No se asuste usted... Una leve contusión, y el susto correspondiente... ¿Pero no se calla esa salvaje?... A la prevención, a la prevención...
—Dejarla; que se vaya... —murmuró Aurora con los ojos cerrados.
—A la cárcel —gritaba ronca Doña Casta.
—No, a la cárcel no —dijo la víctima, haciendo gala de generosidad...— dejarla, dejarla... Pepe, no le hagas nada.
—No; si yo no le pego... Allá se entenderá con el juez.
—No, juez no, juez no —decía la de Fenelón muy apurada—. La perdono. Dejarla; que se vaya, que se vaya pronto; que yo no la vea.
Fortunata, implacable, no se quería callar, y entre los que rodeaban a la víctima se dividieron los pareceres respecto a lo que se debía hacer con la agresora. Subió más gente, y el obrador, con tanto vocear y las pisadas de los que entraban y salían, parecía un infierno.
L
a primera que llegó a la casa de la Cava, durante la ausencia de la
Pitusa
, fue Guillermina. Después de llamar dos veces, la voz de Encarnación le respondió al través de los agujeros de la chapa:
—La señorita ha salido. Me ha dejado encerrada.
—¡Ha salido!... ¡Dios nos asista!... ¿Pero es eso verdad, o es que no quiere recibirme?
—No, señora, no está. Dijo que volvería pronto. Echó la llave con dos vueltas.
—¿Y el niño?
—Sigue tan dormidito.
—Esperaré un rato —dijo la santa dando un suspiro; y cansada de estar en pie, se sentó en el más alto escalón del tramo. Parecía una pobre que espera se abra la puerta para pedir limosna. «¿Pero dónde habrá ido esa loca?... Lo que yo digo: a esta no la sujeta nadie. No va a poder criar a su hijo. Tiene a lo mejor algunas corazonadas felices; pero cuando menos se piensa la pega... El mejor día abandona a su niño o lo mete en la Inclusa... No, eso sí que no se lo consentimos. Si el pobrecito tiene una madre descastada, no le faltará quien mire por él».
Cuando esto pensaba, sintió subir a otra persona. Era Ballester, quien al verla, se quedó algo cortado.
—¿Viene usted a esta casa? —le dijo la dama—. Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle. Dentro están el chico y la criada; pero como se llevó la llave, no podemos entrar. Aguante usted el plantón, como yo, si no tiene prisa, que ya no puede tardar.