Fortunata y Jacinta (147 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
13.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cállate, cállate o verás... —dijo Fortunata amenazándole con el puño, y tratando de vencer el terror sugestivo y supersticioso que su marido le inspiraba—. Yo también sé verdades y te voy a decir una.

—Pues dímela pronto.

—Digo que eres un hombre sin honor...

Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo.

—¿Y qué más? —dijo.

—¿Te parece poco? —prosiguió la diabla, que de rabiosa que estaba, tenía espuma de saliva en los labios—. Pues Ballester y Doña Guillermina lo decían hace poco: «Es un santo; pero no tiene el sentimiento del honor. Conque ya sabes. Déjame en paz. No quiero verte más. Unos dicen que estás cuerdo, y otros que estás loco. Yo creo que estás cuerdo, pero que no eres hombre; has perdido la condición de hombre, y no tienes... vamos al decir, amor propio ni dignidad... Conque ahí tienes tu lección. Aguanta y vuelve por otra. ¿Qué creías?, ¿que yo iba a sufrirte tus lecciones, y no te iba yo a dar las mías?

—Lo que dices —con glacial estoicismo— es propio de una criatura llena de debilidades y de impurezas, en quien la razón se halla en estado embrionario, y que habla y obra siempre al impulso de las pasiones y del vicio.


¡Tiologías!
—gritó Fortunata exaltándose y moviendo los brazos como una actriz en pasaje de empeño—. Si tú hubieras tenido tanto así de dignidad, me habrías pegado un tiro... No lo has hecho. Mejor para mí. Y otra cosa te digo. Si hubieras tenido un adarme de sangre de hombre, cuando viste a ese y a esa, les habrías pegado seis tiros, dejándoles secos a los dos. Pero tú no tienes sangre. Esa santidad y esa cristiandad y esa pastelera razón son la horchata que tienes en las venas...

Izquierdo, que oía desde la puerta, se alarmó, creyendo oportuno evitar aquel coloquio que tan mal giro tomaba:

—¡Ea! —dijo entrando—, bastante hemos hablado. Y usted, señor de Maxi, haga el favor de tomar soleta...

Le cogía por un brazo, sin que él hiciese resistencia. Rubín estaba algo aturdido, como si analizara y descompusiera en su mente las acusaciones de su mujer antes de darles la réplica que merecían. De repente, cual movida de un impulso epiléptico, Fortunata se incorporó en el lecho, echó los brazos hacia adelante, clavó los dedos de una mano en el hombro de su marido con tanta fuerza que le tuvo atenazado, y comiéndoselo con los ojos, le gritó de este modo:

—Marido mío, ¿quieres que te quiera yo?, ¿quieres que te quiera con el alma y la vida?... Di si quieres... Yo me he portado mal contigo; pero ahora, si haces lo que te pido, me portaré bien. Seré una santa como tú... Di si quieres...

Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.

—Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremos hijos tú y yo... Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no me volveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muere por un hombre. ¡Pobretín, esa miel no la has catado nunca!... ¿No darías tú algo porque yo te quisiera como tú me querías a mí?... ¿Te acuerdas de cuando me adorabas, te acuerdas?... Pues figúrate que yo te adoro a ti lo mismo y que te llevo estampado en mi corazón, como tú me llevabas a mí...

Maximiliano empezó a inmutarse... La máscara fría y estoica parecía deshacerse como la cera al calor, y sus ojos revelaban emoción que por instantes crecía, como una ola que avanza engrosando.

—Di si quieres... —repetía la diabla con exaltación delirante—. Déjate de santidades y reconciliémonos y querámonos... Tú no lo has catado nunca. No sabes lo que es ser querido... Verás... Pero ha de ser con una condición... Que hagas lo que debiste hacer, matar a esa indina, matarla... porque lo merece... Yo te compro el revólver... ahora mismo...

Sus manos revolvieron temblorosas bajo las almohadas buscando el portamonedas. De él sacó un billete de Banco.

—Toma, ¿quieres más? Compras un revólver... bien seguro... pero bien seguro... la acechas, y plim... la dejas seca... Oye otra cosa: Para que se te quiten los celitos, y cumplas con tu honor como un caballero, les matas a los dos, ¿sabes?, a ella y a él, que también lo merece, y después de muertos —con salvaje sarcasmo—, después de muertos, ¡que tengan los hijos en el otro mundo!... ¿Con que lo harás? Hazlo por mí, y por su pobrecita mujer, que es un ángel... las dos somos ángeles, cada una a su manera... Dime que lo harás... ¡Y luego te querré tanto...! No viviré más que para ti... ¡Qué felices vamos a ser!... tendremos niños... hijos tuyos, ¿qué te crees?...

Maxi, lelo y mudo, la miraba, y al fin sus ojos se humedecieron... Se deshelaba. Quiso hablar y no pudo... La voz le hacía gargarismos.

—Sí... quererte a ti —añadió ella—. No sé por qué lo dudas. ¡Ah!, no me conoces... no sabes de lo que soy capaz... déjate de
tiologías
... ¡El amor! Yo te enseñaré lo que es... No lo sabes, tontín... ¡La cosa más rica...!

—Vamos, ¿qué
yeciones
son estas? —clamó Izquierdo, tirando a Rubín de un brazo—. Basta de música... A la calle, que esta chica está mu mala.

—Tío, déjele usted, déjele usted... Es mi marido, y queremos estar juntos... ¡Vaya!...

Maxi se dejaba levantar del asiento como un saco. Se había quedado inerte. De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y cuando dijo
matarles, matarles
, su voz sonó en falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que fue víctima en Cuatro Caminos.

—Mátameles, sí... —añadió la diabla, retorciéndose las manos—. ¡Hijos ella!... En el infierno los tendrá...

Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los hierros de la cama.

Maxi alargó la mano y recogió el billete, que estaba aún sobre la colcha. Y a punto que Izquierdo le sacaba, resonó la voz de Juan Evaristo con agudísimo timbre, y entraba Segismundo, asombrándose mucho de ver al filósofo otra vez allí.

—10—

—¡
D
emonio de chico! —dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar hasta la puerta al señor de Rubín—. Hay que tener mucho cuidado con él y no perderle de vista cuando entra aquí. Y ella, ¿qué tal está?... Buena moza, ¿cómo va ese valor?

La joven no respondía. Estaba como aletargada. Pero el chico siguió chillando, y al reclamo de él, la madre abrió los ojos, y tomándole en brazos, le acercó a su seno. Ballester mandó a la criada que quitara la luz, que acaloraba mucho la alcoba, y se sentó donde antes había estado Maxi. Luego sacó una cajita de medicinas y una botellita con poción.

—Aquí traigo otra antiespasmódica. La he hecho yo mismo, y traigo también el
percloruro de hierro
y la
ergotina
, por si acaso... Mucho cuidado, hija mía, mucho reposo; que las emociones y los disparates de hoy nos pueden traer un trastorno. Apuesto a que Maxi ha venido a contarle a usted alguna otra tontería. Es preciso prohibirle la entrada.

Fortunata había vuelto a cerrar los ojos. El niño callaba y se oían sus lengüetazos.

—Buenas tragaderas tiene el amigo —dijo Ballester; y para sí, contemplando a la diabla, que dormía o fingía dormir—: ¡Qué hermosa está!... Le daría yo un par de besos... con la intención más pura del mundo... He aquí una mujer que hoy no vale nada moralmente, y que valdría mucho, si reventara ese maldito Santa Cruz, que la tiene
sugestionada
... ¡Lástima de corazón echado a los perros...!

El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como él.

—Amigo Ballester... ¿Sabe usted que me parece que me quedo sin leche?... Mi hijo chupa, chupa y no saca...

—No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir... A ver: ¿Maxi le ha dicho a usted alguna tontería?

—Tontería no, verdades...

—¡Verdades!... —rompiendo a reír—. ¿Y cómo sabe usted que son verdades?

—Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.

—Es un refrán sin sentido común. Los locos no dicen más que disparates.

—Es que mi marido no está loco... Tiene ahora mucho talento. Tal creo yo.

Juan Evaristo volvió a callar, pegándose al pezón con salvaje ahínco.

—Tome usted un poco de esta bebida. La he preparado como para usted... Está riquísima. Es preciso calmar los nervios.

La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la antiespasmódica.

—¡Qué bueno es usted, Segismundo! ¡Qué agradecida estoy a lo que hace por mí!

—Todo y mucho más se lo merece usted, carambita —replicó el farmacéutico con efusión de cariño—. Hemos de ser muy amigos.

—Amigos sí, porque lo que es querer... No vuelvo yo a querer a ningún hombre, como no sea a mi marido, siempre y cuando haga lo que le mando.

—¡A su marido! —tomándolo a broma—. No me parece mal. Y ahora que está hecho un santo...

—Santo, no... ¡Qué simplezas dice usted!

—Santo; así como suena. De modo que será usted también santa... Pues yo seré su discípulo. Nos iremos los tres a un desierto a hacer penitencia y comer yerba.

—Cállese usted.

—Usted es la que se va a callar... a ver si se duerme y se le calman los nervios. La salida de hoy no tendrá consecuencias. ¿Sabe usted lo que venía pensando?, que si encontraba mal a la buena moza, me quedaría aquí esta noche. Y al salir de casa, le dije a mi madre que quizás no volvería. Nada, que estoy decidido a cuidarla como si fuera mi cara mitad.

—No, si no es preciso que usted se moleste. Crea que me siento regular esta noche, casi bien. Anoche ¿sabe?, estaba peor.

—Pues me estaré hasta las doce o la una. Me pondré a leer
La Correspondencia
o a jugar al tute con el señor de Izquierdo. Y si la veo a usted tranquila y dormida, me retiraré. Si no, aquí me estoy de centinela.

Así lo hizo, y no habiendo observado hasta más de media noche nada de particular, salió de puntillas, dando a la placera instrucciones por si la mamá o el niño tenían alguna novedad durante la noche. El
modelo
se fue también, y Segunda se metió en su cuchitril; mas apenas había descabezado el primer sueño, la llamó Encarnación de parte de la señorita, que se sentía mal. El chiquillo soltaba todos los registros de su voz y no había manera de acallarle. Agotó la madre todos sus medios y Encarnación los suyos, que eran cogerle en brazos y dar un paso adelante y otro atrás, como si bailara, tratando de persuadirle con amorosas palabras de que los niños deben estarse calladitos.

—Paréceme —dijo Fortunata con terror—, que me estoy secando.

—Pues si te secas —le contestó su tía, que hasta para consolar era regañona y desapacible—, pues si te secas, ¡demonche!, mejor, ponemos un ama, y a vivir...

—Diga usted, tía, ¿ha venido mi marido?

Segunda la miró asombrada.

—¡Tu marido!... ¿Sabes la hora que es? ¿Y para qué quieres que venga acá ese tipo?

—Tenía que hablarle...

—¡Santo Cristo de Burgos, cortinas verdes!... A buenas horas nos entra la fineza... El demonio que te entienda, chica, ¡ahora clamas por tu marido! Para lo que ha de servirte, más vale que no parezca por acá en mil años.

—Es que le tenía que hablar. No ha estado aquí desde anoche.

Segunda la volvió a mirar, echándose a reír con descarada grosería.

—Pero, chica, si ha estado aquí esta noche, y se fue a las diez...

—¡Ah! ¿Esta noche ha sido? Es que confundo yo las noches... Creí que había habido un día entre medio. Cuando una está en la cama, se le va la idea del tiempo...

La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego que no podía explicar.

—¡Cuánto siento que se haya ido Segismundo! Él me recetaría alguna cosa, o al menos, diciéndome que esto no es nada, yo me lo creería.

Segunda propuso ir a llamarle; pero Fortunata no consintió en ello, porque una noche, dijo, se pasaba de cualquier manera. Así fue, y la verdad es que la pasaron todos muy mal, incluso Encarnación, que se dormía en pie.

A la mañana siguiente, subió Estupiñá a preguntar por toda la familia con un interés del cual Segunda sabía sacar partido.

—¿Cómo ha pasado la noche la mamá? Y el niño, ¿qué tal? Ya me he enterado del
artículo
de amas, y tengo noticias de tres muy buenas, la una pasiega, otra de Santa María de Nieva y la tercera de la parte de Asturias, con cada ubre como el de una vaca suiza. ¡Género excelente!

—Pues no está demás que usted haya dado estos pasos, Don Plácido, porque estoy en que se nos seca —dijo la placera, gozosa de meter su cucharada en aquel asunto—; y si la señora —aludiendo a Guillermina—, quiere que se le ponga ama, yo soy de la misma conformidad.

Plácido, después de cotorrear un poco con Segunda en la puerta de la casa de esta, bajó a la suya, y en la salita, tapizada de carteles de novenas y otras funciones eclesiásticas, estaba Guillermina, en pie, el rosario y el libro de rezos en la mano. La casera y el administrador cotorrearon otro poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que Rossini volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en la puerta.

—Dígame usted, ¿está durmiendo ahora? ¿Y el niño mama o no mama?

—Pues ahora están los dos callados...
Paice
que duermen.

—Pues silencio. Cuide usted de que no haya ruido en la casa... Yo, verá usted, como salgan los chicos del latonero a alborotar en la escalera, les deslomo.

Y vuelta a bajar y a subir nuevamente con un mensaje.

—Señá Segunda, oiga. Que no deje usted de mandar recado hoy a ese señor de Quevedo, para que la vea y nos diga si traemos el ama o no traemos el ama.

—Bien está, bien.

—Yo estaré a la mira; ya las tengo apalabradas, y las reconoceremos en mi casa. Buenas mujeres, y no tienen pretensiones de cobrar un sentido. Como leche, señá Segunda, como leche, creo que la asturiana nos ha de dar mejor resultado que ninguna. Tengo yo un ojo... En fin, mucho cuidado.

Y tornó a bajar con toda su oficiosidad y diligencia, dispuesto a subir cien veces si fuese menester. Guillermina estuvo aún un ratito en casa de su amigo, el cual no sabía qué hacerse al ver su pobre vivienda honrada con persona tan excelsa. Habría traído de San Ginés, si pudiera, el trono de la Virgen del Rosario, para que se sentara. Pues, digo, cuando llamaron a la puerta y fue a abrir, y vio ante sí la simpática figura de Jacinta, creyó el pobre hombre que toda la corte celestial penetraba en su casa. No dijo nada la señorita; no hizo más que sonreír de un modo que significaba: «¡Qué raro verme aquí!». Guillermina alzó la voz desde la sala diciendo:

Other books

Shadows Return by Lynn Flewelling
A Dog's Way Home by Bobbie Pyron
Death Watch by Sally Spencer
One More Time by Deborah Cooke
A River in the Sky by Elizabeth Peters
Stirred by Nancy S. Thompson