Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Está esa mujer excitadísima, y me temo que se seque... ¿Hay aquí antiespasmódica?
—Sí, sí, la preparé yo con muchísimo esmero; pero traeré más esta noche. ¿Dice usted que está excitadísima?
—Pero atroz... Cabeza trastornada; dice mil despropósitos. Entre usted.
Cuando Ballester le propuso que tomara la medicina, replicó la joven:
—Lo que quiero es agua. Tengo una sed horrible... la boca seca.
Bebió con ansia, y entre tanto, la fundadora llevaba aparte a Ballester y le decía:
—Oiga usted. Y su marido, ese pobre hombre, ¿qué viene a buscar aquí? ¿Qué hace, qué dice, cómo ha tomado esto?
—Señora —replicó el regente fluctuando entre la seriedad y la risa—. ¿Usted no lo entiende?... pues yo tampoco. Su natural es tímido. Por eso, cuando veo que rompe a hablar con personas que no son de confianza, me escamo mucho. De algún tiempo acá todo cuanto ese chico habla es tan atinado, que podrían tenerlo por suyo los siete sabios de Grecia.
—¿Pero no está...? —preguntó la dama llevándose a la sien su dedo índice.
—A saber... Él fue quien le trajo el cuento de lo del tal con la cual, quiero decir, con la
Fenelona
. Yo no me fío de la cordura de este caballerito, y siempre que le cojo a mano le registro, a ver si trae algún arma. No me gusta nada verle aquí.
Rubín e Izquierdo estaban sentados en el sofá de la sala, ambos silenciosos, Fortunata llamó a Ballester y a
Platón
para contarles lo que había hecho, y en tanto Guillermina se fue a sentar junto a Maximiliano, insinuándose con él por medio de una sonrisa de benignidad. Quiso la dama hablarle, y no pudo decir una palabra, pues con todo su talento y práctica del mundo no acertaba con la clave de las ideas que ante aquel hombre, dada la situación de él, debía desarrollar. ¿Qué le diría? ¡Este sí que era problema! ¿Qué tono tomaría? ¿Era cuerdo el tal o no? Porque si había dificultades considerándole demente, tratándole como sano las dificultades eran tales que rayaban en lo imposible. ¿Le hablaría del niño?... Jesús qué disparate. ¿Le diría que su mujer era una joya? ¡Qué barbaridad! ¿Acometería el estado real de las cosas? Ni pensarlo. ¿Lo tomaría por el lado religioso y de la resignación? Tampoco. ¿Por el lado mundano? Quiá... Nunca se había visto la buena señora enfrente de un problema de ciencia social tan enrevesado y temeroso. Aquel enigma superaba a cuantos enigmas había visto ella en su vida infatigable.
«Vamos —pensó la fundadora—, ¿a que tirando por la calle de en medio salgo bien? Es lo mejor, y este sistema siempre me ha dado resultados».
—Oiga usted, caballerito...
—Señora...
Y aquí se atascó el diálogo, porque la santa no se atrevía a pasar adelante. Pero quiso Dios que la misma esfinge le abriese camino diciéndole:
—Yo conocía a usted de vista y de fama; pero nunca había tenido el gusto de hablarle... Es usted una santa, y cuando se muera, la canonizaremos y la pondremos en los altares.
—Gracias; es favor —replicó ella con gracejo—. Y a mí me parece que el santo es usted.
—Yo... —sin maravillarse mucho de la lisonja—. Pero de mí a usted hay una gran diferencia. Cierto que yo he ganado algunas batallitas contra mis pasiones; pero no he llegado, ni con mucho, al grado de perfección que usted. Disto bastante todavía. Si con padecer se llegara, ya estaríamos en el pináculo, porque yo he padecido mucho, señora. Usted se pasmará de la serenidad que nota en mí. Todos se pasman, y no es para menos. Porque aquí donde usted me ve, he estado loco, loco perdido...
—Lo sé, lo sé... ¡Ay, qué dolor!
—Y he ido pasando por este y el otro grado. Primero tuve el delirio persecutorio, después el delirio de grandezas... Inventé religiones; me creí jefe de una secta que había de transformar el mundo. Padecí también furor de homicidio, y por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieron luego depresiones horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansias de anacoreta, y el delirio de la abnegación y el desprendimiento... Pero Dios quiso curarme, y poco a poco aquellos estados fueron pasando, y la razón, que estaba muerta, empezó a nacer, primero chiquitita, y después creció tanto, tanto, que se me hizo un cerebro nuevo, y fui otro hombre, señora. Y me encontré entonces con la novedad de un gran talento, perdóneme usted la inmodestia, con una gran aptitud para juzgar de todas las cosas...
Guillermina estaba pasmada y no se le ocurría nada que oponer a aquellas razones. Expresábase él con admirable serenidad y con fácil y aun ingeniosa palabra, sin atropellarse ni vacilar un instante, las facciones reposadas, todo cortesía y aplomo.
—Y cuando volví a la vida, porque volver a la vida fue aquello, encontreme como el que sube a un monte muy alto, muy alto, y ve todas las cosas de golpe, reducidas a mínimo tamaño. «Aquello —decía yo— que me pareció tan grande, vedlo allá tan chiquitín». Híceme cargo de todo lo que había pasado durante mi enfermedad, que más bien me parecía sueño, y vi la infidelidad de esa desgraciada, vi también que tenía una cría, y la claridad de aquella razón nueva y robusta que yo había echado, me hizo ver un caso de aplicación de la justicia, y consideré que era de mi deber contribuir a la extirpación del mal en la humanidad, matando a esa infeliz, con lo cual la redimía, porque yo he dicho siempre: «Bienaventurados los que van al patíbulo, porque ellos en su suplicio se arrepienten, y arrepintiéndose se salvan».
Guillermina iba a contestar algo a esto; pero el otro no la dejaba meter baza.
—Aguárdese usted un poquito, que falta la segunda parte. Pensaba yo cómo realizaría aquel acto de justicia, cuando la casualidad, mejor será decir la Providencia, me deparó una solución mejor y más cristiana que la muerte. Esta pobre mujer no necesitaba de mi justicia. Dios mismo había dispuesto su castigo y una lección tremenda. ¿Qué debía yo hacer? Dejar que hiriera la lección. La infidelidad castiga la infidelidad. ¿Hay nada más lógico que esto? Yo debía, pues, dejar que obrase la lógica. Di gracias a Dios por aquella luz que hizo venir a mí. Dios es el único que castiga, ¿verdad, señora? ¡Y qué bien que lo sabe hacer! ¿A qué usurparle sus funciones? Dios, realizando la justicia por medio de los sucesos, lógicamente, es el espectáculo más admirable que pueden ofrecer el mundo y la historia. Así es que yo me lavo las manos, y dejo que la lección natural se produzca y la justicia se cumpla. ¿Es esto ser razonable? ¿Es esto ser cuerdo?
Hizo la pregunta cruzándose de brazos, y Guillermina después de vacilar, le dijo:
—Vaya si lo es. Y Cristo nos enseña que no debemos tomarnos la justicia por nuestra mano, pues Dios castiga sin palo ni piedra, y Él da a cada criatura lo que le conviene. Cuando alguna injusticia nos envuelve, por picardías de los hombres, lo que debemos hacer es aguantar, y cruzarnos de brazos y decir: «Vengan palos. Mientras más me humillen, más me levantaré después. Mientras más me azoten aquí, más salud tendré allá».
—Eso mismo pienso yo. Los resentimientos que había en mi corazón, los he ido desechando... La idea de matar la considero yo ineficaz y absurda, como un medicamento equivocado. Sólo Dios mata, y Él es quien siempre enseña. Yo he tenido celos horribles, yo he tenido rencores ardientes; sin embargo, toda esta maleza va cayendo bajo el hacha de la razón... Razón y nada más que razón. Ya no pienso en matar a nadie, ni aun a los que tanto odié. Veo las admirables enseñanzas de Dios, veo a los malos recibir su castigo, y procuro no merecerlo yo... Este es mi sistema, esta es mi vida.
Segismundo había llamado a Guillermina desde la puerta de la alcoba. Allí cuchichearon algo referente a Fortunata, y habiéndole preguntado a la santa su parecer respecto al joven Rubín, la fundadora se expresó de este modo:
—Lo último que me ha dicho es el colmo de la sabiduría y de la cordura; pero...
—No las tiene usted todas consigo... Ni yo tampoco.
I
zquierdo entró con una botella de cerveza y detrás el mozo del café de Gallo con un
grande
de limón, ponchera y copas.
—La señora —dijo él queriendo ser amable—, va a tomar un vasito de cerveza con limón.
—¡Quite usted allá! —replicó la dama—. Yo no bebo esas porquerías. Se lo agradezco...
A Fortunata la invitaron también; pero ella no quiso tampoco tomarlo, y pidió leche. Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnación por la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento en que entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad a ponerse a sus órdenes.
Segismundo observaba a su amiga, y a la verdad, no le parecía su estado muy católico. El falso gozo que la hacía reír a cada instante no era buena señal, y hubiera él deseado que hablase menos. Pero todo se volvía contar el lance con Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vez concluido, lo empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amiga una saña implacable. Ballester la contradecía suavemente, recomendándole la prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias. No sabiendo ya qué decirle, llegó hasta sacarle el ejemplo de Maximiliano, que llevaba con tan cristiana mansedumbre el cargamento de sus agravios. La diabla, al oír esto, se reía más, diciendo que su marido era un santo, un verdadero santo, y que si le canonizaban y le ponían en los altares, ella le rezaría y le escupiría. Esto no lo oyó Rubín, que a la sazón estaba jugando a las damas con Izquierdo.
Trajeron la leche, y cuando Encarnación se la servía a su ama, esta vio que habían caído dos moscas; le entró mucho asco y puso a la chiquilla como hoja de perejil, llamándola puerca y descuidada. El regente mandó traer más leche, y dijo que la de las moscas se la bebería él, pues no tenía asco de nada. Sacó los insectos con el dedo meñique, y su amiga le criticó esta acción, llamándole sucio y tratándole con cierta sequedad. Trajeron la leche bien tapada para que no cayeran moscas, y mientras Fortunata se la bebía, Ballester se tomó la otra, diciendo bromas y chuscadas, con las cuales no lograba disipar la negra tristeza en que la joven había caído tras la ruidosa alegría. Mandola acostar, y entretanto, pasó el farmacéutico a la sala, haciendo que atendía al juego de las damas. No podía tener tranquilidad mientras Maxi estuviera allí, ni se fiaba de sus apariencias resignadas y filosóficas. Con disimulo, y fingiendo que le hacía cosquillas, por jugar, le tocó los bolsillos, temeroso de que llevara algún arma. Pero nada encontró en su disimulado reconocimiento. A pesar de todo, no quería Ballester irse sin llevarle por delante, y tanto bregó con él, que hubo de conseguirlo. Salió, pues, el regente haciendo propósito de volver, pues su amiga le había puesto en cuidado.
Platón
se fue también al anochecer, pero a las nueve regresó encendiendo luz en la sala. No eran las nueve y cuarto, cuando Fortunata, que había empezado a dormitar, sintió pasos, y vio que un hombre entraba en la alcoba.
—¿Quién es? —preguntó alarmada, echando los brazos a su hijo—. ¡Ah!, eres tú, Maxi; no te había conocido. Está esto tan oscuro...
La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola. Mandó a la chica que trajese luz, pues se le había despabilado el sueño, y José, atento a custodiarla, se asomaba a cada instante a la alcoba. Sentose Maximiliano junto a la cama como el día anterior, y bondadosamente le dijo:
—Esta tarde había aquí mucha gente y no pude hablarte. Por eso he vuelto. Ya sé que tú y Aurora os pegasteis. Doña Casta está furiosa, y mi tía, no puedes figurarte lo alborotada que está contra ti. Sobre este suceso de hoy se me ocurre a mí una cosa que te quiero comunicar.
—Dímelo, dímelo prontito —indicó ella, que sin saber por qué, esperaba de aquel hombre, a quien tenía en tan poco, ideas extrañas y quizás consoladoras.
—Pues lo que has hecho esta tarde favorece a tu enemiga —afirmó Rubín con severidad de médico, aguardando el efecto que tales palabras habían de hacer en ella—. Sí; favorece a tu enemiga. Tú eres tonta y no conoces la naturaleza humana. Yo, desde que entré en esta gran crisis de la razón, todo lo veo claro, y la naturaleza humana no tiene secretos para mí.
Fortunata no comprendía.
—Me explicaré mejor. Quiero decir que al maltratar a tu rival le has dado la victoria sobre ti. El hombre a quien queréis las dos pudo haber vacilado antes de elegir la que definitivamente había de merecer su amor. Ahora no vacilará. Entre una que se descompone y hace las brutalidades que tú hiciste y otra que padece y es maltratada, el amor tiene que preferir a la víctima. Toda víctima es por sí interesante. Todo verdugo es por sí odioso. En un pleito de amor, la víctima gana siempre. Ésta es una verdad que está escrita en el corazón humano como en un libro, y yo leo en él tan claro como leemos una noticia en
El Imparcial
. Yo lo sé todo; nada se me oculta. Demasiadas pruebas tienes de ello.
A Fortunata le hizo esto tan mal efecto, que sintió ganas de coger la palmatoria y tirársela a la cabeza. Respondió con despecho:
—Pues si gana ella, mejor. A mí no me importa nada que él la quiera ni que la deje de querer...
—Y ahora la va a querer tanto —agregó Maxi impasible y frío—, la va a querer tanto, que los amantes de Teruel van a ser paja al lado de ellos. La querrá porque ha sido atropellada, y las víctimas siempre inspiran amor. Créetelo porque te lo digo yo, que todo lo sé. La querrá con locura, más que a ti, más que a su mujer; y hará con ella lo que no hizo con ninguna. Abandonará a su mujer y a sus padres para vivir a sus anchas con ella... Y serán felices y tendrán muchos hijitos.
Lo que la de Rubín dijo no fue más que un mugido. Hizo ademán de coger la palmatoria. Después se tapó la cara con la mano.
—Yo te digo estas cosas porque son la verdad, y te pego con la verdad para que la lección escueza. Así, así es como aprendes. Bonita enseñanza, ¿verdad? Cierto que duele y hace sangre; pero padecer y aprender son sinónimos. Por tu bien es. Tu conciencia se purificará, y ojalá te murieras con esta pena, porque te irías derecha al Cielo.
La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión.
—Veo que me crees y haces bien. Lo que te he dicho ha salido siempre verdad. Yo lo sé todo, y mi razón me presenta la vida como un panorama ante los ojos. Es un Don que recibí de Dios. Cuando estaba loco, adivinaba por inspiración; bien lo sabes, y recordarás que te anuncié todo lo que iba a pasar... La verdad venía entonces a mí envuelta en una especie de simbolismo, como las verdades reveladas a los pueblos de Oriente. Pero luego entré en la época de la razón, y la verdad se me ofrece clara y desnuda, y desnuda y clara te la digo. ¿Acerté a encontrarte cuando todos me decían que te habías muerto? ¿Acerté a descubrir lo de Aurora con los detalles de casa, hora a que se reunían, etcétera? Pues ya ves. Nada se me esconde, y lo que acabo de decirte es el Evangelio. Has dado la victoria a tu enemiga... aguanta el golpe. Tu víctima y tu verdugo serán felices y tendrán muchos hijos.