Fortunata y Jacinta (139 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Cuando los amantes desaparecieron de su vista, Rubín penetró en su casa. Lo más particular fue que la idea de su mujer se borró de su mente durante aquel suceso, o quizás personificaba en Aurora la totalidad de las deslealtades y traiciones femeninas. A solas en su cuarto, fue acometido de una duda horrible. «Pero esto que me desvela ahora —se decía revolviéndose en el lecho—, ¿es verdad, o lo he soñado yo? Sé que entré, sé que caí en la cama, sé que dormí, y ahora me encuentro con esta impresión espantosa en mi cerebro. ¿Es verdad que les he visto, al infame y a ella, o lo he soñado? Que yo he tenido un sopor breve y profundo, es indudable... Pues ya voy creyendo que ha sido sueño... Sí; sueño ha sido... Aurora es honrada. Vaya con las cosas que sueña uno... ¡Pero no, Dios, si lo vi, si lo estoy viendo todavía, y si tengo estampadas aquí las dos figuras...! Esto es para volverse loco... ¡Y sería lástima, ahora que estoy tan cuerdo...!».

Todo el día siguiente estuvo con la misma confusión en su mente. ¿Lo había visto, o lo había soñado? El Miércoles Santo enviole su tía con un recado a casa de Samaniego, y después de estarse allí gran rato, oyendo tocar la pieza, notó que Doña Casta hablaba muy vivamente con Aurora.

—Vaya, hija, que hoy nos has dado un buen plantón. ¡Tres horas esperándote!... ¿A qué tienes tú que ir hoy al obrador, si hoy no se trabaja?... Lo mismo que el Domingo de Ramos... Toda la tarde en el obrador, y luego viene Pepe y me dice que ni has aparecido por allí ni ese es el camino. ¿En dónde estuviste? ¡En casa de las de Reoyos! ¿Y qué hacías tú tantas horas en casa de las de Reoyos? Tengo yo que averiguarlo...

Aurora se defendía con ingenio y tesón, como quien sabe que es mayor de edad y puede, cuando quiera, echar a rodar la autoridad materna; pero no llegó el caso de hacerlo así. Maxi, aparentando poner sus cinco sentidos en la pieza que tocaba Olimpia, no perdía sílaba de aquel doméstico altercado. Gracias que la cuestión ocurrió cuando la niña tenía entre sus dedos el
andante cantabile molto expresivo
, que si llega a coincidir con el
allegro agitato
, ni Dios pesca una letra de lo que hija y madre hablaron. Durante el
presto con fuoco
, Maxi se decía: «Parece mentira que dudara yo un instante de que aquello era la pura realidad... ¡Y lo creí sueño...! ¡Qué imbécil!... Un dato tomado de la existencia positiva me ha quitado todas las dudas. Ahora no me basta con la lógica, necesito ver algo más... y veré. ¡Qué lección para mi mujer! ¡Oh! Dios mío, ahora me asalta otra duda horrible. Si la mato no hay lección. La enseñanza es más cristiana que la muerte, quizá más cruel, y de seguro más lógica... Que viva para que padezca y padeciendo aprenda... Pero a él debo matarle... ¡A él sí!».

Oyendo el estrepitoso fin de la pieza, tuvo como un sopor de medio minuto, y volvió de él asaltado por esta idea que le sacudía: «No, matar no. Su maldad es necesaria para este gran escarmiento. La vida es lo que duele y lo que enseña... La muerte para los buenos... para los perversos, lógica, lógica».

Apenas se había acabado la tocata, entró Doña Casta a decirle:

—Maxi, la señora de Quevedo me ha llamado por la ventana del patio para decirme que le mande a usted subir un momento. Tiene que enviar un recado a Lupe.

Subió el pobre chico, y
Doña Desdémona
le hizo esperar un ratito, pues estaba ayudando a su marido a desnudarse. Acababa de entrar, muy fatigado; le llamaron a las doce y hasta aquella hora no había podido volver a casa.

—Querido —dijo a Rubín la dama esférica, tocándole amistosamente en el hombro—. Hágame el favor de decirle a Lupe que la pájara mala sacó pollo esta mañana... un polluelo hermosísimo... con toda felicidad...

Maxi se rascó una oreja, y sacando de su alma a los labios una sonrisa extraña, cuya significación no pudo entender la señora de Quevedo:

—La pájara mala —dijo con acento de niño mimoso—, enséñemela usted... Y el pollo... Enséñemelo también.

—No, no, ahora no —replicó
Doña Desdémona
empujándole hacia la puerta—. Mañana los verá... Vaya ahora a decirle esto a su tía.

—5—

E
l interés con que Doña Lupe esperaba noticias de la pájara mala y de si sacaba bien o mal el pollo, no podrá ser comprendido sin tener en cuenta las grandes ideas que en aquellos días despuntaban en el caletre de la insigne señora. Su entendimiento excelso sugeríale determinaciones para todos los casos, y medios de armonizar los hechos con los principios en la medida de lo posible. Era su lema que debemos partir siempre de la realidad de las cosas, y sacrificar lo mejor a lo bueno, y lo bueno a lo posible. Esto lo había aprendido en la experiencia de los negocios, la cual se aplica con éxito a los asuntos morales, del mismo modo que el ejercicio de las matemáticas y la agilidad gimnástica que dan al entendimiento, facilitan el estudio de la filosofía.

Pues pensando en su sobrina, vino a sentar ciertas bases que discutió consigo misma, dándolas al fin por indestructibles, a saber: que aquello no tenía remedio, que la deshonra era inevitable, si bien no recaía sobre Doña Lupe, pues a todo el mundo constaba que ella no alentó ni favoreció jamás los desvaríos de Fortunata. Esto lo sabían hasta los perros de la calle. Por consiguiente, bien podía la señora estar tranquila sobre este particular. Segundo punto: Fortunata sería todo lo mala que se quisiera suponer; pero había pertenecido a la familia, y la persona más importante de esta no podía menos de echar una mirada a la descarriada joven para enterarse de sus pasos, y tratar de impedir que arrojase sobre el claro apellido de Rubín ignominias mayores. Presentábase un problema grave, cuya solución no estaba al alcance de los entendimientos vulgares. Aquel pequeñuelo que iba a presentarse en el mundo era, por ley de la naturaleza, sucesor de los Santa Cruz, único heredero directo de poderosa y acaudalada familia. Verdad que por la ley escrita, el tal nene era un Rubín; pero la fuerza de la sangre y las circunstancias habían de sobreponerse a las ficciones de la ley, y si el señorito de Santa Cruz no se apresuraba a portarse como padre efectivo, buscando medio de transmitir a su heredero parte del bienestar opulento de que él disfrutaba, era preciso darle el título de monstruo.

«¡Oh! Si a mí me hubiera pasado lo que le pasa a esa panfilona —se decía—, ¿cómo no me había de señalar el otro una pensión de alimentos? Bonito genio tengo yo para estas cosas... ¡Ah! ¡Pues si esa hiciera caso de mí, y se dejara llevar...! Lo que es ahora, yo le aseguro que sus dos o tres mil duros de pensión no se los quitaba nadie... Lo primerito que yo haría era plantarme en casa de Doña Bárbara y leerle la cartilla bien leída... Y lo haré, lo haré, aunque esa simple no me autorice. No lo puedo remediar, la iniciativa me alborota todo el espíritu, y reviento si no le doy salida... Y me inspira lástima lo que va a nacer, porque es un dolor que viva pobre viniendo de quien viene. Pues el día de mañana (pongo que sea varón), cuando crezca y sea preciso librarle de quintas, ¿qué va a hacer esa infeliz? No, esto no puede quedar así... ¡Pobre criaturita! Hay que hacer algo, y véase aquí cómo es una caritativa cuando menos lo piensa... No, lo que es yo no me callo, yo me voy a ver a Doña Bárbara, y con esta labia que tengo y lo bien que pongo los puntos, le haré ver el disparate de que su nieto esté peor que un inclusero... porque ¿de qué va a vivir? Las acciones del Banco se las comerán hijo y madre en un par de años, y con el rédito de los treinta mil reales no tienen ni para sopas. Lo que es dinero de Maxi no lo han de ver, de eso respondo, porque sería el colmo de la afrenta y de la tontería... Nada, nada; que yo doy la campanada gorda, siempre y cuando el señorito ese no le señale el estipendio en el término de un mes. Vaya si la doy... Me pongo mi abrigo de terciopelo, mi capota, mis guantes y ¡hala!... Ahora se me ocurre que debo empezar por darle una embestida a mi amiga Guillermina, que se hará cargo de la justicia del caso... Sí, ¡magnífica idea! Guillermina hablará con la otra y... Ahora, ahora comprenderá esa loquinaria la diferencia que hay entre obrar ella por cuenta propia y tenerme a mí por consejera y directora. ¿Apostamos a que ella, si el otro no le da un cuarto, se deja estar con su santa pachorra, sin atreverse a nada, tragando hiel y muriéndose de hambre? Pero yo, cuando hago el bien, lo hago contra viento y marea, y se lo meto en los hocicos a las personas tercas e inútiles que no saben hacer nada por sí».

Estas ideas, que fermentaron en el cerebro de aquella gran diplomática y ministra durante todo el mes de Marzo, determinaron los recaditos que mandó a Fortunata con Ballester, el encargo que hizo a Quevedo de asistirla cuando el caso llegara, no vacilando en decir al feo y hábil profesor de obstetricia que sus honorarios no serían perdidos. Algo la desconcertó Maxi el día en que se mostró sabedor del secreto, pues la señora, para hacer todos aquellos proyectos benéficos en interés del vástago de Santa Cruz,
partía del principio
de que su sobrino desconocía en absoluto la verdad. Muchísimo se alegraba de verle tan sereno; pero la sacaba de quicio el pensar que se volvería razonable hasta el punto de compadecerse de su mujer, y asignarle alguna pequeña renta para que no pidiera limosna o se prostituyese. No, el otro, el que había roto los vidrios, era el que los tenía que pagar.

A esta altura estaban sus cavilaciones, cuando Maxi le llevó la noticia que le diera
Doña Desdémona
. Lo primero en que Doña Lupe puso su atención inteligente fue en la cara del joven al dar el recado, y se pasmó de su impavidez, a pesar de que demostraba penetrar el sentido recto de la alegoría empleada por la señora de Quevedo. Después de repetir textualmente el recado, añadió:

—Ha sido esta mañana. Don Francisco acababa de llegar y se estaba acostando.

Doña Lupe no volvía de su asombro.

—Vaya, que lo toma con calma. Más vale así. ¿Y esto es cordura o qué es? Será lo que llaman filosofía... Dios nos tenga de su mano, si después le da por la filosofía contraria.

—¿Piensa usted ir a verla? —le preguntó después el chico con la mayor naturalidad.

—¿Yo?... pero qué cosas tienes... Veo que es inútil hacer comedias contigo. Con ese talentazo que estás echando, nada se te escapa... ¡Verla yo! Sólo por curiosidad he querido saber lo que sé... De aquí en adelante, como si no existiera. ¿No piensas tú lo mismo?

—Exactamente lo mismo... ¿Ve usted lo frío y sereno que estoy?

—Así me gusta. Esto se llama ser filósofo en toda la extensión de la palabra, y elevarse sobre las miserias humanas —dijo la viuda con emoción verdadera o falsa—. No vuelvas a acordarte más del santo de su nombre...

—Y aunque me acordara, tía, aunque me acordara...

—¿Para qué?... Tú no has de verla.

—Y aunque la viera, tía, aunque la viera...

Doña Lupe se inquietó un poco oyendo esta frase, dicha con cierto sentido de tenacidad maniática. Pero Maximiliano se apresuró a tranquilizarla con otro argumento:

—¿Pero no observa usted lo cuerdo que estoy? Si no me he visto nunca así, ni en mis mejores tiempos... Ya quisieran todos...

La señora tomó pie de esto último para variar la conversación:

—Dices bien. ¿Sabes que tu hermano Juan Pablo me parece a mí que no está bueno de la cabeza? Hoy estuvo otra vez a darme la jaqueca... Pues que le he de hacer el préstamo o se pega un tirito. ¡Como no se mate él! Es el egoísmo andando. Se necesita atrevimiento. ¡Pedirme dinero un hombre que, cuando debe, no hay medio de sacarle un real, y se enfada si una reclama lo suyo! Dice que le van a hacer secretario de un gobierno de provincia y qué sé yo qué... ¿Tú lo crees? Muy rebajada está la talla de los empleados; pero no tanto...

En aquel segundo ataque desesperado que dio Juan Pablo a su tía, salió de la casa el pobre hombre más muerto que vivo. Su tía no era ya simplemente una mujer mala; era un monstruo, una furia, un dragón mitológico. Aquel tiro con que él se amenazaba a sí mismo, ¡cuánto mejor estaría empleado en ella! «Pero ese tiro, ¿me lo doy o no me lo doy?... No tengo más remedio que dármelo —discurría entrando por la calle de la Magdalena—. Por ninguna parte veo la solución. Sí, lo que es el tiro me lo pego; vaya si me lo pego... Lo malo es que no tengo revólver... Se me está figurando que al fin y al cabo no me pegaré tiro ninguno. Es uno así, tan dejado, que no se arranca... Ya voy viendo yo que una cosa es decir uno de buena fe que se mata, y otra cosa es hacerlo... Pero en fin, yo sigo en mis trece, y al fin, me lo tendré que pegar, no habrá más remedio».

—6—

E
stuvo con un humor de mil diablos todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá palpitante de emoción. «¡Dios! —se decía—; ¿será para darme la secretaría? ¡Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto más! En cuanto salga del despacho del jefe, me levanto la tapa de los sesos, como hay Dios. La contra es que no tengo revólver... Me tiraré por el balcón... No, eso no; ¡me haría una tortilla!... Vamos, que el corazoncito me anuncia secretaría... Ánimo, chico, que hoy te va a sonreír la suerte».

El director era hombre muy expeditivo, y sin hacerle sentar le dijo:

—Amigo Rubín, usted es listo y me conviene usted...

Rubín vio la cara del director como la del Padre Eterno que los pintores ponen entre nubes, esmaltadas de angelitos.

—Me conviene usted, y yo le voy a meter en carrera.

—Muchas gracias, señor Don Jacinto. Ya sabe que estoy a sus órdenes.

—Pues le voy a dar a usted la gran sorpresa. Yo necesito un hombre; y como entiendo que usted sabrá desenvolverse en el destino delicadísimo que le pienso dar...

—La secretaría de...

—No, amigo; es más. Yo, cuando encuentro una persona que me entra por el ojo derecho, y que sirve, digo
copo
, y la tomo para que me sirva a mí. Le juro a usted que me conviene,
camará
. Allá va la bomba. Va usted a ser gobernador de una provincia de tercera clase.

Rubín no pudo decir nada. Creyó que se le caía encima el techo del despacho y todo el Ministerio de la Gobernación.

—Pues sí, gobernador de
mi
provincia. Quiero ver cómo arreglo aquello. Usted no tiene que entenderse más que conmigo. El Ministro me da vara alta.

—Señor director —balbució Rubín—, disponga usted de mí.

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