Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—No me digas más, chica... te conviene, te conviene. ¡Peines y peinetas! A Doña Lupe la conozco como si la hubiera parido. Cuando la veas, pregúntale por Mauricia la Dura, y verás cómo me pone en las nubes. ¡Ah! ¡Cuánta guita le he llevado! A mí me llaman la
dura
; pero a ella debieran llamarla la
apretada
. Chica, es así... —diciendo esto mostraba a su amiga el puño fuertemente cerrado—. Pero es mujer de mucho caletre y que se sabe timonear. ¿Qué te crees tú? Tiene millones escondidos en el Banco y en el Monte. ¡Digo! Si sabe más que Cánovas esa tía. Al sobrino le he visto algunas veces. Oí que es tonto y que no sirve para nada. Mejor para ti; ni de encargo, chica. No podías pedir a Dios que te cayera mejor breva. Tú bien puedes hacer caso de lo que yo te diga, pues tengo yo mucha linterna...
amos
, que veo mucho. Créelo porque yo te lo digo: si tu marido es un
alilao
, quiere decirse, si se deja gobernar por ti y te pones tú los pantalones, puedes cantar el aleluya, porque eso y estar en la gloria es lo mismo. Hasta para ser
mismamente
honrada te conviene.
En el vivo interés que este diálogo tenía para las dos mujeres, a veces los cuatro vigorosos brazos metidos en el agua se detenían, y las manos enrojecidas dejaban en paz por un momento el envoltorio de ropa anegada, que chillaba con los hervores del jabón. Puestas una frente a otra a los dos lados de la artesa, mirábanse cara a cara en aquellos cortos intervalos de descanso, y después volvían con furor al trabajo sin parar por eso la lengua.
—Hasta para ser honrada —repitió Fortunata, echando todo el peso de su cuerpo sobre las manos, para estrujar el rollo de tela como si lo amasara—. De eso no se hable, porque hazte cuenta... yo, una vez que me case, honrada tengo que ser. No quiero más belenes.
—Sí, es lo mejor para vivir una... tan ancha —dijo Mauricia—. Pero a saber cómo vienen las cosas... porque una dice: «esto deseo», y después se pone a hacerlo y ¡tras!, lo que una quería que saliera pez sale rana. Tú estás en grande, chica, y te ha venido Dios a ver. Puedes hacer rabiar al chico de Santa Cruz, porque en cuanto te vea hecha una persona decente se ha de ir a ti como el gato a la carne. Créetelo porque te lo digo yo.
—Quita, quita; si él no se acuerda ya ni del santo de mi nombre.
—
Paices boba
. ¿Qué apuestas a que en cuanto te echen el Sacramento, pierde pie...? No conoces tú el peine.
—Verás cómo no pasa eso.
—¿Qué apuestas? Sí, porque creerás que ahora mismo no te anda rondando. Como si lo viera. ¡Y me harás creer tú a mí que no piensas en él!... Cuando una está encerrada entre tanta cosa de religión, misa va y misa viene, sermón por arriba y sermón por abajo, mirando siempre a la custodia, respirando tufo de monjas, vengan luces y tira de incensario,
paice
que le salen a una
de entre sí
todas las cosas malas o buenas que ha pasado en el mundo, como las hormigas salen del agujero cuando se pone el Sol, y la religión lo que hace es refrescarle a una la entendedera y ponerle el corazón más tierno.
Alentada por esta declaración arrancose Fortunata a revelar que, en efecto, pensaba algo, y que algunas noches tenía sueños extravagantes. A lo mejor soñaba que iba por los portales de la calle de la Fresa y ¡plan!, se le encontraba de manos a boca. Otras veces le veía saliendo del Ministerio de Hacienda. Ninguno de estos sitios tenía significación en sus recuerdos. Después soñaba que era ella la esposa y Jacinta la querida del tal, unas veces abandonada, otras no. La manceba era la que deseaba los chiquillos y la esposa la que los tenía. «Hasta que un día... me daba tanta lástima que le dije, digo:
—Bueno, pues tome usted una criatura para que no llore más.
—¡Ay, qué salado! —exclamó Mauricia—. Es buen golpe. Lo que una sueña tiene su aquel.
—¡Vaya unos disparates! Como te lo digo, me parecía que lo estaba viendo. Yo era la señora por delante de la Iglesia, ella por detrás, y lo más particular es que yo no le tenía tirria, sino lástima, porque yo paría un chiquillo todos los años, y ella... ni esto... A la noche siguiente volvía a soñar lo mismo, y por el día a pensarlo. ¡Vaya unas papas! ¿Qué me importa que
la
Jacinta beba los vientos por tener un chiquillo sin poderlo conseguir, mientras que yo?...
—Mientras que tú los tienes siempre y cuando te dé la gana. Dilo tonta, y no te acobardes.
—Quiere decirse que ya lo he tenido y bien podría volverlo a tener.
—¡Claro! Y que no rabiará poco la otra cuando vea que lo que ella no puede, para ti es coser y cantar... Chica, no seas tonta, no te rebajes, no le tengas lástima, que ella no la tuvo de ti cuando te birló lo que era tuyo y muy tuyo... Pero a la que nace pobre no se la respeta, y así anda este mundo pastelero. Siempre y cuando puedas darle un disgusto, dáselo, por vida del santísimo peine... Que no se rían de ti porque naciste pobre. Quítale lo que ella te ha quitado, y adivina quién te dio.
Fortunata no contestó. Estas palabras y otras semejantes que Mauricia le solía decir, despertaban siempre en ella estímulos de amor o desconsuelos que dormitaban en lo más escondido de su alma. Al oírlas, un relámpago glacial le corría por todo el espinazo, y sentía que las insinuaciones de su compañera concordaban con sentimientos que ella tenía muy guardados, como se guardan las armas peligrosas.
S
orprendidas por una monja en esta sabrosa conversación que las hacía desmayar en el trabajo, tuvieron que callarse. Mauricia dio salida al agua sucia, y Fortunata abrió el grifo para que se llenara la artesa con el agua limpia del depósito de palastro. Creeríase que aquello simbolizaba la necesidad de llevar pensamientos claros al diálogo un tanto impuro de las dos amigas. La artesa tardaba mucho en llenarse, porque el depósito tenía poca agua. El gran disco que transmitía a la bomba la fuerza del viento, estaba aquel día muy perezoso, moviéndose tan sólo a ratos con indolente majestad; y el aparato, después de gemir un instante como si trabajara de mala gana, quedaba inactivo en medio del silencio del campo. Ganas tenían las dos recogidas de seguir charlando; pero la monja no las dejaba y quiso ver cómo aclaraban la ropa. Después las amigas tuvieron que separarse, porque era jueves y Fortunata había de vestirse para recibir la visita de los de Rubín. Mauricia se quedó sola tendiendo la ropa.
Maximiliano dijo categóricamente aquella tarde que por acuerdo de la familia y con asentimiento de la Superiora, en el próximo mes de Setiembre se daría por concluida la reclusión de Fortunata, y esta saldría para casarse. Las madres no tenían queja de ella y alababan su humildad y obediencia. No se distinguía, como Belén y Felisa, por su ardiente celo religioso, lo que indicaba falta de vocación para la vida claustral; pero cumplía sus deberes puntualmente, y esto bastaba. Había adelantado mucho en la lectura y escritura, y se sabía de corrido la doctrina cristiana, con cuya luz las Micaelas reputaban a su discípula suficientemente alumbrada para guiarse en los senderos rectos o tortuosos del mundo; y tenían por cierto que la posesión de aquellos principios daba a sus alumnas increíble fuerza para hacer frente a todas las dudas. En esto hay que contar con la índole, con el esqueleto espiritual, con esa forma interna y perdurable de la persona, que suele sobreponerse a todas las transfiguraciones epidérmicas producidas por la enseñanza; pero con respecto a Fortunata, ninguna de las madres, ni aun las que más de cerca la habían tratado, tenían motivos para creer que fuera mala. Considerábanla de poco entendimiento, docilota y fácilmente gobernable. Verdad que en todo lo que corresponde al reino inmenso de las pasiones, las monjas apenas ejercitaban su facultad educatriz, bien porque no conocieran aquel reino, bien porque se asustaran de asomarse a sus fronteras.
Debe decirse que aquella tarde, cuando Maximiliano habló a su futura de próxima salida, los sentimientos de ella experimentaron un retroceso. ¡Salir, casarse!... En aquel instante parecíale su dichoso novio más antipático que nunca, y advirtió con miedo que aquellas regiones magníficas de la hermosura del alma no habían sido descubiertas por ella en la soledad y santidad de las Micaelas, como le anunciara Nicolás Rubín, a pesar de haber rezado tanto y de haber oído
tantismos
sermones. Porque lo que el capellán decía en el púlpito era que debemos hacer todo lo posible para salvarnos, que seamos buenos y que no pequemos; también decía que se debe amar a Dios sobre todas las cosas y que Dios es
hermosismo
en sí y tal como el alma le ve; pero a ella se le figuraba que por bajo de esto quedaba libre el corazón para el amor mundano, que este entra por los ojos o por la simpatía, y no tiene nada que ver con que la persona querida se parezca o no se parezca a los santos. De este modo caía por tierra toda la doctrina del cura Rubín, el cual entendía tanto de amor como de herrar mosquitos.
En resumen, que los sentimientos de la prójima hacia su marido futuro no habían cambiado en nada. No obstante, cuando Maximiliano le dijo que ya tenía elegida la casita que iba a alquilar y le consultó acerca de los muebles que compraría, aquella presunción o sentimiento de su hogar honrado despertó en el ánimo de Fortunata la dignidad de la nueva vida, se sintió impulsada hacia aquel hombre que la redimía y la regeneraba. De este modo vino a mostrarse complacidísima con la salida próxima, y dijo mil cosas oportunas acerca de los muebles, de la vajilla y hasta de la batería de cocina.
Despidiéronse muy gozosos, y Fortunata se retiró con la mente hecha a aquel orden de ideas. ¡Un hogar honrado y tranquilo!... ¡Si era lo que ella había deseado toda su vida!... ¡Si jamás tuvo afición al lujo ni a la vida de aparato y perdición!... ¡Si su gusto fue siempre la oscuridad y la paz, y su maldito destino la llevaba a la publicidad y a la inquietud!... ¡Si ella había soñado siempre con verse rodeada de un corro chiquito de personas queridas, y vivir como Dios manda, queriendo bien a los suyos y bien querida de ellos, pasando la vida sin afanes!... ¡Si fue lanzada a la vida mala por despecho y contra su voluntad, y no le gustaba, no señor, no le gustaba!... Después de pensar mucho en esto hizo examen de conciencia, y se preguntó qué había obtenido de la religión en aquella casa. Si en lo tocante a prendarse de las guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase. Y no fue esto la única conquista, pues también prendió en ella la idea de la resignación y el convencimiento de que debemos tomar las cosas de la vida como vienen, recibir con alegría lo que se nos da, y no aspirar a la realización cumplida y total de nuestros deseos. Esto se lo decía aquella misma claridad esencial, aquella
idea blanca
que salía de la custodia. Lo malo era que en aquellas largas horas, a veces aburridas, que pasaba de rodillas ante el Sacramento, la faz envuelta en un gran velo al modo de mosquitero, la pecadora solía fijarse más en la custodia, marco y continente de la sagrada forma, que en la forma misma, por las asociaciones de ideas que aquella joya despertaba en su mente.
Y llegaba a creerse la muy tonta que la forma,
la idea blanca
, le decía con familiar lenguaje semejante al suyo: «No mires tanto este cerco de oro y piedras que me rodea, y mírame a mí que soy la verdad. Yo te he dado el único bien que puedes esperar. Con ser poco, es más de lo que te mereces. Acéptalo y no me pidas imposibles. ¿Crees que estamos aquí para mandar, verbi gracia, que se altere la ley de la sociedad sólo porque a una marmotona como tú se le antoja? El hombre que me pides es un señor de muchas campanillas y tú una pobre muchacha. ¿Te parece fácil que Yo haga casar a los señoritos con las criadas o que a las muchachas del pueblo las convierta en señoras? ¡Qué cosas se os ocurren, hijas! Y además, tonta, ¿no ves que es casado, casado por mi religión y en mis altares? ¡Y con quién!, con uno de mis ángeles hembras. ¿Te parece que no hay más que enviudar a un hombre para satisfacer el antojito de una corrida como tú? Cierto que lo que a mí me conviene, como tú has dicho, es traerme acá a Jacinta. Pero eso no es cuenta tuya. Y supón que la traigo, supón que se queda viudo. ¡Bah! ¿Crees que se va a casar contigo? Sí, para ti estaba. ¡Pues no se casaría si te hubieras conservado honrada,
cuanti más
, sosona, habiéndote echado tan a perder! Si es lo que Yo digo: parece que estáis locas rematadas, y que el vicio os ha secado la mollera. Me pedís unos disparates que no sé cómo los oigo. Lo que importa es dirigirse a Mí con el corazón limpio y la intención recta, como os ha dicho ayer vuestro capellán, que no habrá inventado la pólvora; pero, en fin, es buen hombre y sabe su obligación. A ti, Fortunata, te miré con
indilugencia
entre las descarriadas, porque volvías a Mí tus ojos alguna vez, y Yo vi en ti deseos de enmienda; pero ahora, hija, me sales con que sí, serás honrada, todo lo honrada que Yo quiera, siempre y cuando que te dé el hombre de tu gusto... ¡Vaya una gracia!... Pero en fin, no me quiero enfadar. Lo dicho, dicho: soy infinitamente misericordioso contigo, dándote un bien que no mereces, deparándote un marido honrado y que te adora, y todavía refunfuñas y pides más, más, más... Ved aquí por qué se cansa Uno de decir que sí a todo... No calculan, no se hacen cargo estas desgraciadas. Dispone Uno que a tal o cual hombre se le meta en la cabeza la idea de regenerarlas, y luego vienen ellas poniendo peros. Ya salen con que ha de ser bonito, ya con que ha de ser Fulano y si no, no. Hijas de mi alma, Yo no puedo alterar mis obras ni hacer mangas y capirotes de mis propias leyes. ¡Para hombres bonitos está el tiempo! Con que resignarse, hijas mías, que por ser cabras no ha de abandonaros vuestro pastor; tomad ejemplo de las ovejas con quien vivís; y tú, Fortunata, agradéceme sinceramente el bien inmenso que te doy y que no te mereces, y déjate de hacer melindres y de pedir gollerías, porque entonces no te doy nada y tirarás otra vez al monte. Conque, cuidadito...».
Cuando las recogidas, al retirarse, se quitaban el velo, las más próximas a Fortunata notaron que esta se sonreía.
E
s cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar el desdén que la curiosidad del que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica y grave. Ved, pues, por qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor Marcela tenía miedo a los ratones; y no valdrá seguramente añadir que el miedo de la cojita era grande, espantoso, ocasionado a desagradables incidentes y aun a derivaciones trágicas. Como ella sintiera en la soledad de su celda el bulle bulle del maldecido animal, ya no pegaba los ojos en toda la noche. Le entraba tal rabia, que no podía ni siquiera rezar, y la rabia, más que contra el ratón, era contra Sor Natividad, que se había empeñado en que no hubiera gatos en el convento, porque el último que allí existió no participaba de sus ideas en punto al aseo de todos los rincones de la casa.