Fabulosas narraciones por historias (3 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Santos, ¿te importaría entrar para que pudiéramos dejar estas cajitas tan pesadas en el suelo? —preguntó Marc dos octavas por encima de su tono natural, sin resuello a causa del esfuerzo y de la ira. Santos interrumpió sus meditaciones, reparó en sus amigos portadores y se apresuró a entrar. Patricio y Marcelino depositaron aliviados las cajas en el piso.

—Antes de que se me olvide —dijo Santos acordándose de repente—. Os he traído un regalo de Fuentelmonge.

Buscó con la vista la caja de los presentes, la abrió y extrajo de ella dos botellas que Patricio agradeció con más sentimiento que Marcelino.

—¿Qué es esto? —preguntó su primo, mirando el contenido al trasluz.

—Alcohol puro —respondió Santos con un extraño orgullo.

—Para las heridas de los labradores, supongo —aventuró Marc con leve ironía.

—¡Qué coño para las heridas! ¡Para beber! ¡Es aguardiente de cañamón! A tus padres les he traído algo de matanza. ¿Se la das tú o se la llevo yo esta noche?

—Llévasela tú, llévasela tú —contestó Marc con otro mohín de asco—. No me apetece nada ir cargado de morcillas por Madrid.

—No, morcillas no he traído. Tenía miedo de que se me echaran a perder durante el viaje. Les he traído unos chorizos, algo de lomo y…

—Me da igual, Santos —le confesó Marc con cruel sinceridad. Santos se encogió de hombros y cambió de tema:

—Bueno, compañeros: yo o me baño o me muero —dijo. A Marc no le hubiera importado mucho que su primo falleciera, pero estuvo de acuerdo con Pátric en esperarle abajo, mientras se daba una ducha tranquilo.

—¿No crees que eres un poco despreciativo con él? —le recriminó Patricio mientras regresaban al vestíbulo.

—Es que no le soporto, Pátric: me ataca los nervios. ¡Es tan palurdo! Parece mentira que lleve cinco años viviendo en Madrid. Sigue con las mismas costumbres de aldeano: lleva cajas en vez de equipaje, a la ducha le llama baño, y la máxima expresión de su amor es un chorizo.

—Sé un poco más transigente; Santos es bueno. ¡Ya quisiera yo que me hiciera una matanza! —exclamó Pátric.

—Por mí, te la puedes quedar toda.

Al llegar a la planta baja se encontraron de frente con don José Moreno, el jefe de estudios, que se detuvo frente a ellos. Con un gracioso toque en la visera se echó hacia atrás el canotier, que llevaba levemente ladeado, separó ligeramente las piernas y se puso en jarras.

—¡Hola! ¿Qué veo? ¿Un nuevo residente?

Marc se rió:

—Nunca se acuerda de mí, don José: soy el primo de Santos. Alguna vez he venido por aquí, y nos han presentado.

Moreno entornó sus finos ojillos para hacer memoria.

—Marcelino. Se llama usted Marcelino, ¿verdad? Perdóneme, pero es que los primeros días de curso son terribles. En cuanto veo una cara no habitual me digo: alerta, alerta, residente despistado. En fin, ¿ha venido ya su primo?

—Sí. Ha subido un momento a la habitación. Estamos esperándole.

—Muy bien, muy bien. ¿Y van a venir esta noche a la cena-homenaje?

—Mucho me temo que no nos va a ser posible.

—¿Y eso? —Moreno adoptó súbitamente una actitud severa. Volviéndose a Patricio, dijo—: Le recuerdo que sube un punto la nota final.

—Lo sé, lo sé —quiso disculparse Patricio—. Pero aquí, la madre de Marcelino nos ha invitado a cenar precisamente esta noche que ha llegado su sobrino…

Moreno miró a Marc como si él fuera la causa de los pecados del mundo. ¿Le observó con curiosidad o con desprecio? Eso no podía saberse porque el jefe de estudios arqueaba del mismo modo las cejas para expresar su deseo de saber y su desdén.

—Su actitud no sólo desacredita a esta Casa, sino que ataca la libertad y el europeísmo en momentos en los que necesitamos el apoyo de todos los residentes. Me parece una falta de respeto y consideración para con sus compañeros, una ingratitud para con sus maestros, un desprecio para con la Residencia, un insulto a la cultura y una irresponsable agresión a la convivencia pacífica. A la madre de usted, con todos los respetos, pueden verla todos los días del año.

—Y a Juan Ramón Jiménez, según tengo entendido, también, ¿no?

Moreno no se dignó contestar la ironía de Patricio; cerró las piernas, bajó los brazos, se enderezó el canotier, se fue, y no hubo nada.

—Gilipollas —musitó Pátric.

El comedor era grande y señorial. De día, la luz entraba generosa a través de los ventanales y se reflejaba en el lustroso suelo de madera. Por la noche el salón se iluminaba con la enorme lámpara de araña que colgaba del techo. Las mesas, de dos, cuatro, seis y ocho personas, repartidas por toda la planta, estaban cubiertas con manteles de hilo blanco, porcelanas y plata de ley. Aunque la asistencia sólo subía un punto, el refectorio se llenó; tal era el cariño que todos los residentes sin excepción sentían por el exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez. La primera vez que le alojaron habían calificado la cena y el recital de «oportunidad histórica» —es decir, la ausencia bajaba dos puntos la nota final—. Hubo entonces tantas protestas, que esta vez habían pensado que era mejor considerarla tan sólo «recomendable para la convivencia pacífica».

En su mesa de siempre, al fondo del salón, en el punto más alejado de la presidencia, los residentes Republicanos comían con asco manifiesto un revuelto de acelgas y gambas. En un momento de la cena, Luis Araquistáin le guiñó un ojo a Kletto, y éste sacó el tema como si se le hubiera ocurrido en ese momento.

—Temario: me han dicho que el Cantos y su gente tienen automáticas.

—¡Vaya novedad! ¿Me puedes decir quién no tiene pistolas aquí? —preguntó el Temario sin levantar los ojos del plato, masticando el amasijo de vegetales sin manifestar gusto ni disgusto.

—Nosotros. Nosotros somos los únicos que no tenemos pistolas; pero si tú quisieras, Temario, yo podría conseguir armas; conozco a un tipo que nos haría un buen precio —propuso Luis Araquistáin.

El Temario dejó de comer, levantó la cabeza y le fulminó con la mirada:

—Te lo he dicho mil veces, Luis: mientras yo sea el presidente de los Republicanos, jamás tendremos armas. ¿Está claro? Si no os gusta el tema, os hacéis del Sindicato.

—Eso lo piensas ahora, Temario. Espera a que te pongan una pistola en la oreja, verás como cambias de opinión —le aseguró Gregorio Fresno.

—A mí no me van a poner una pistola en la oreja en la puta vida.

—Bueno, a lo mejor a ti no; pero ¿has pensado en los demás?

—A los demás tampoco.

—Porque lo digas tú. Mira, Temario, yo me niego a llevar a cabo el plan sabiendo que cualquiera de ellos me puede vaciar un cargador.

—Pero ¿tú eres imbécil? ¿Tú crees que te van a disparar en plena Residencia de Estudiantes, delante de Unamuno y Ortega? Tú lees muchas fábulas, me parece a mí. Y además, ¿qué crees?, ¿que si te quisieran pasar por la piedra no lo iban a hacer porque tuvieras una pistolita debajo del terno? ¿O es que piensas hablar pegando tiros?

—Te digo que, desarmado, yo no hago nada.

El Temario fue expeditivo:

—No te preocupes. Si eres un burgués cobarde y maricón, yo lo haré.

Muy cerca de la mesa de los Republicanos estaba la de la Oposición, que no era, como se suele creer, una asociación política, sino un grupo maldecidor, alegre y estudioso, que preparaba desde hacía años la oposición a notarías. Los de la Oposición estaban muy bien organizados: estudiaban desde las doce de la mañana hasta las ocho de la tarde sin parar. Si alguno se desconcentraba, los demás tenían que recriminarle su molicie y ayudarle a seguir memorizando. Por la noche siempre tenían una celebración, una cena-homenaje, el pago de una apuesta, un cumpleaños, una victoria del Atlétic Madrileño que festejar o la inauguración de algún restaurante.

—Dicen que el Cantos y don José Moreno han llegado a un acuerdo —anunció el Guanchi.

—No sólo han llegado a un acuerdo, sino que me parece que están saliendo —respondió sin inmutarse el Amancio.

—¿Qué me dices? ¿Saliendo? ¿Pero no estaba don José tan quedado con el Migue?

—Han roto este verano. Al Migue, por más que lo intente, no le gustan los tíos. Además, él tenía una novia en Belchite, creo. Lo que pasa es que le han metido tantas palizas que el pobre se come lo que se tenga que comer. Lo cierto es que don José sí estaba muy quedado con él, dicen; por eso es tan extraño que le haya olvidado tan pronto.

—No es tan raro. El Cantos será un hijo de puta y todo lo que tú quieras, pero está muy bueno —se rió el Siscu.

—Estará muy bueno, no te digo que no; pero que le gusten los tíos es una novedad —dijo el Poli.

—No te creas. Al Cantos le gusta todo y no le gusta nada. Realmente, a él lo único que le va de verdad, de verdad, es el dinero —sentenció el Amancio—. ¿No es verdad, Ciruelo?

Pero el Ciruelo no escuchaba; contemplaba sin mover un músculo su revuelto de acelgas y gambas.

—¡Ciruelo, qué te pasa, que estás alelado! —le gritaron.

—¿A vosotros no os inquietan los vegetales? —musitó—. Siempre tan silenciosos, tan dóciles y sin embargo tan nutritivos, como si tramaran algo.

En el otro extremo del salón, cerca de la presidencia, estaba la mesa de los Ultraístas, el grupo predilecto de la Dirección, una pandilla de muchachos con aptitudes artísticas, destinados a constituir en un plazo de cuatro o cinco años una generación vanguardista. Aunque entre ellos se trataban con camaradería, los Ultras eran grandes hipócritas y no formaban, como aprendices de intelectuales y artistas que eran, un grupo unido, sino que había entre ellos envidias, celos y rivalidades.

—¿Sabes lo que me ha dicho don José Moreno, Federico? Que en cuanto Patricio se ha enterado de que ibas a leer tú esta noche, se ha ido a cenar a casa de su tía.

—No soporta que tú seas un genio y él no.

Federico, debes de estar histérico: tener que someterte al juicio de tanto varón ilustre como habrá hoy escuchándote en el Salón de Té.

—Mañana seguro que tienes una reseña en
El Sol.

—¡Huy, eso seguro, Federico!

—Yo, de verdad, no podría ponerme a leer mis poesías delante de Juan Ramón Jiménez. Claro que las tuyas son diferentes. Lo tuyo sí que es buena poesía.

—Federico, ¿cómo puedes captar tan bien el alma de Andalucía?

—Don José Ortega me dijo que estaba leyendo muy cuidadosamente tus poemas para escribir un ensayo de los suyos sobre el arte nuevo ultraísta.

—¡Qué suerte! ¡Desde luego, Federico…! Quéjate. No me digas que no es maravilloso que don José Ortega estudie tu poesía.

—¿Por qué no nos deleitas esta noche con tu
Perlimplín?
La he leído y me ha parecido una obra maestra, llena de magia, ingenuidad y fascinación por ese mundo maravilloso que es el mundo de la infancia.

—Lo que tienes que hacer, Federico, es tocar algo al piano. ¡Tocas tan bien!

—Eso, eso, Federico; tócanos unas habaneras y unos pasodobles con tu innato talento artístico, tu gracia y tu salero singular.

—¡Y que no se te olviden las imitaciones! ¡Hay que ver qué gracia que tiene el jodío para imitar a célebres personalidades!

—Oye, Federico, ¿has probado estas acelgas? ¡Están deliciosas!

Un poco más allá, cerca de los Ultras, en la mesa del Sindicato, el Cantos comía en silencio, sin placer ni repugnancia. Le acompañaban los hermanos López Paradero; Fidel, el Olivitas; Buñuel; Pedrito Rico; Alburquerque y los Saharauis, que se frotaban las manos por el gran número de ovejos que entraba ese año.

—Son veinticinco, a duro cada uno, ciento veinticinco pesetas al mes —multiplicó Alburquerque.

—Cantos: tendríamos que subir la cuota. Con eso ya no tenemos ni para pipas —se quejó Eduardo López Paradero.

—La avaricia rompe el saco, Edu; métete eso en la cabezota. Un duro está bien —se limitó a decir el Cantos. Y añadió—: Esta noche hay que tener los ojos muy abiertos. Estoy seguro de que el Temario va a intentar montarla. Si no, no tiene ningún sentido que se haya quedado.

—A lo mejor es que necesita un punto en la nota final sugirió Pedrito Rico.

—El Temario se pasa por los cojones los puntos de la Residencia —repuso el Cantos—. Se ha quedado aquí para montarla, ya lo veréis.

—Ahora no va a montar nada. Si tiene pensado hacer algo, lo hará después, en el recital de Federico —aseguró Alburquerque.

—Pues te pones cerquita de él; y si hace algo, le machacas —ordenó el Cantos.

—¿Eso te ha dicho don José? —preguntó risueño el Olivitas.

—Don José no tiene que decirme nada. Yo sé perfectamente lo que tengo que hacer —cortó seco el Cantos—. Anda, come y calla.

Además de estas mesas, había otras ocupadas por profesores, residentes sin grupo fijo o por ovejos, que era como se llamaba a los novatos. La mesa de los profesores se conocía como la Mesa del Cuadrado, porque en ella se sentaba siempre el catedrático de Matemática Teórica, don Expósito Cuadrado. Aquella noche compartían mesa con él los profesores Blas Cabrera, Negrín, Cosme Pelayo, Vizcaíno Cifuentes, Homero Mur y un ovejo despistado que, en el colmo de la desfachatez, se había sentado con todos ellos. Los presentes habían reparado en él mucho antes a causa de un parche que, como a los piratas de Emilio Salgari, le tapaba el ojo izquierdo.

Frente a los residentes, a lo largo de una mesa rectangular, estaba la presidencia, la flor y la nata de la intelectualidad española. En un extremo se encontraba don Alberto Jiménez, el director de la Residencia, hombre de gesto serio y adusto, pero de trato agradable aunque distante. Don Alberto Jiménez era un trabajador incansable, y se decía de él que no dormía, que velaba toda la noche por el buen funcionamiento de La Casa. Aunque era el director, más bien parecía el cerebro gris, porque don José Moreno, el jefe de estudios, le había arrebatado con su consentimiento las pompas y las vanidades, aunque no el trabajo que acarreaba el cargo de director. Moreno tenía ánimo y presencia para ello: era de cuerpo atlético, alto y delgado; tenía los ojos pequeños, pero muy vivos, rapaces; fina nariz y fino bigotillo sobre una boca de labios delicados que acostumbraban a sonreír siempre. Moreno era dueño de una estampa chulesca que provocaba adhesión o rechazo inmediatos, pero nunca indiferencia. Había residentes que imitaban su forma de vestir y caminar. A otros les repugnaba su aspecto pulcro y elegante, su acento andaluz y el suave cinismo que destilaban todas sus cosas. Aquel primer día de curso vestía un traje de lino crudo, un canotier, como se ha dicho, que colgaba graciosamente del respaldo de su silla, y zapatos italianos de dos colores. Hablaba animadamente con el incansable luchador por la europeización cultural de España; con el ilustre neurólogo de fama mundial; con la más fuerte personalidad de la generación del 98; con el ovetense; con el ingenioso escritor; con el ingente científico e historiador; y, un poquito más allá, con el célebre Xenius. En el otro extremo de la mesa, tan silencioso y reconcentrado como don Alberto Jiménez, escondido tras un bigote y una barba, agazapado en el fondo de unas negras cuencas oculares, estaba Juan Ramón Jiménez, que, más que poeta, parecía un hipnotizador. Algunos decían que su aspecto era siniestro, pero sería más acertado decir que en su cara representábase diáfanamente el cenaoscuras que estaba hecho.

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Las alas de la esfinge by Andrea Camilleri
The eGirl by Michael Dalton
The Scarlet Wench by Marni Graff
His for Now (His #2) by Wildwood, Octavia
Ramage's Devil by Dudley Pope
Too Dangerous to Desire by Cara Elliott
A Most Wanted Man by John Le Carre