Fabulosas narraciones por historias (34 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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Así habló Homero Mur. A continuación, buscó con la mirada su abrigo y su sombrero. Tenía que marcharse. Patricio, que los había colgado en el armario, se levantó a cogerlos. Le halagaba enormemente que Homero Mur considerara su novela un peligro para la estabilidad mundial y se maravilló de la clarividencia del profesor, cuyo análisis había coincidido con el relato de Babenberg. Sin embargo, la evidente voluntad que tenía el barón de publicar
Los Beatles
demostraba, creía él, que en ese punto Homero Mur se equivocaba: Babenberg estaba de su parte y no tenía nada que ver con Ortega.

—Se equivoca usted al pensar que Babenberg está detrás de las maniobras de Ortega. Si fuera así, no tendría ningún sentido que se empeñara, como se está empeñando, en publicarme la novela —le dijo abriéndole el abrigo para que don Homero se lo pusiera.

—Ya le digo: esa aparente contradicción es precisamente lo que me huele mal —respondió Homero Mur. Se abrochó, se acomodó el sombrero y antes de salir repitió el nombre de las medicinas que debían administrar a Santos:

—Y si no funcionan, le dan un par de copazos de ojén. Ustedes, si hay cualquier complicación, pónganse en contacto conmigo.

Cuando don Homero se hubo marchado, Patricio se burló de todas sus palabras diciendo que a él le hacía mucha gracia el tipo de razonamiento usado por el profesor, que, en el colmo de la desfachatez, utilizaba sus propias contradicciones como bases de su refutación. Seguro que Homero Mur tampoco estaba libre de culpa, aventuró Patricio. Si no, no se explicaba ese interés en mancillar por encima de todo el nombre de Babenberg.

—En la vida todos tenemos algo que ocultar —sentenció. En cuanto a los asesinatos, qué iba a decir él. El Moreno podía ser un chulo y un insolente; pero ¿se lo podían imaginar firmando una sentencia de muerte? De ningún modo. Ahora iba a resultar que la Residencia de Estudiantes era tan peligrosa como la ciudad de Chicago. Era más, a Patricio le daba risa la críptica actitud que había adoptado el Dr. Mur: muchachos, tengan cuidado porque Babenberg no tendrá piedad de ustedes; muchachos, no abran la puerta a nadie porque Babenberg entrará y se los comerá. En cuanto tuviera oportunidad le preguntaría al barón por Homero Mur. Ni Santos ni Martini le dieron réplica: Santos estaba aletargado y Martini miraba por la ventana con la vista desenfocada.

En los días sucesivos sólo María Catarata le visitó regularmente y con generosidad. Patricio aparecía fugazmente en los momentos más insospechados para decirle hola y adiós; y Martini se pasaba unos minutos todas las noches antes de acostarse y le ponía al corriente de los últimos acontecimientos. Le contó que había estado hablando con los Republicanos y que en la Residencia estaban seguros de que se habían cepillado al Temario. No era normal, le habían dicho, que si estaba vivo no hubiera dado aún señales de vida por muy expulsado que estuviera. A Martini se lo llevaban los demonios. Tenemos que hacer algo gordo, repetía. Santos le preguntaba si había visto a Pátric; pero a Pátric no se le veía el pelo desde la visita de Homero Mur. Olvídate de él, es un nefasto y está echado a perder, le recomendaba Martini.

Cuando se quedaba solo, Santos se acurrucaba en la cama y se tapaba con la manta la cabeza. Hay gente que dirá que la cama simboliza una crisálida y que Santos es un gusano; un gusano de seda que está a punto de convertirse en mariposa. Pero Santos, con la cabeza tapada, no hubiera estado de acuerdo. Para él, era el mundo exterior lo que cambiaba vertiginosamente. Él era un patético ejemplar de ser humano, rezagado y enfermo, que no estaba nunca a la altura de los días. El mundo era una indescifrable y gigantesca conversación de verduleras, una espesura de voces que ensordecía la claridad de las cosas, una opaca trama de nebulosas y numerosas palabras que absorbía todas las luces. ¿Cómo caminar con semejante niebla mañanera? Ésa era la cuestión. ¿Sensibles? ¿Intentando que nada nos influyese? ¿Simulando que nada nos afectaba? ¿Impasibles? ¿Elegantes? ¿Distantes? ¿Sarcásticos? ¿Adorables? ¿Hijos de puta? Claro, él nunca lo hubiera explicado con estas palabras. Que se callaran todos, por favor, hubiera dicho él; y que alguien, sólo uno, le señalara con el dedo índice dónde estaba todo: el cadáver del Temario, la monstruosa perversidad de Babenberg, el coito de Patricio y María Luisa, los besos del Temario al Vacunin paralítico, la dulce bonhomía del barón o la fidelidad de María Luisa a su marido. ¿Era mucho pedir ir a las cosas en silencio? Y luego, también, él quería que las cosas se quedaran quietas mientras las aprendía de memoria. Que el cadáver del Temario, si estaba muerto, no le abriera los ojos a última hora, como sucede en algunos sueños; y que el Temario, si era el Temario, fuera el Temario y no tuviera la cara del Vacunin; que la perversidad fuera monstruosa; y el coito, coito; y que si en vez de cadáver había besos, que los besos fueran besos; la bonhomía, dulce; y la fidelidad de María Luisa, a su marido. ¡Qué gusto de mundo mudo e inmóvil, por Dios! No saldría de la cama hasta que no se hubiera disipado la niebla, se hubiese dicho Santos, y se dijo, de hecho. Por eso, cuando María Catarata entró una tarde en el cuarto para hacerle compañía, se lo encontró tapado hasta arriba. Para sudar un poco, le explicó Santos, que es muy bueno.

Sentadita a los pies de su cama, María Catarata le hablaba sin parar de vagabundos. Para ella los vagabundos eran individuos de experiencias regias y con vidas más interesantes que las del resto de los humanos. Así como había gente que contaba anécdotas con toreros famosos, ella relataba sus encuentros con pobres de diferentes países, cuyo denominador común era, quién lo hubiera dicho, su vasta cultura: todos sabían tañer algún instrumento o hacer sonar la flauta dulce o la travesera. María Catarata no los llamaba vagabundos ni pobres ni pordioseros ni harapientos ni zarrapastrosos, sino
clochards.
Conoció en cierta ocasión a uno que tocaba la flauta dulce. Había estudiado Filosofía en la Sorbona, se había enamorado de una pordiosera y lo había abandonado todo para irse a vivir con ella bajo los puentes de París. Pero resultó que esta vagabunda era en realidad una burguesa que jugaba en secreto a la lotería. Un buen día le tocó, y entonces fue ella la que lo abandonó todo, incluido el pordiosero de la Sorbona, para empezar una nueva vida. María Catarata había estado viviendo con este
clochard
durante una semana, y a raíz de esta experiencia había adoptado la idea de que todos los pordioseros europeos hablaban francés.

«Todo lo que sé sobre Averroes lo aprendí con él», solía decir refiriéndose al
clochard
abandonado. Y Santos pensaba que cuánto futuro brillante había sido segado en el mundo por el inconformismo. María Catarata había conocido a otro pobre en Buenos Aires, hijo y nieto de
clochards,
que sabía tocar el violín, los dos tipos de flauta y el tambor.

«Se llamaba René, y no he vuelto a encontrar un tipo con una conversación tan interesante como la suya», decía de éste. María Catarata y René estuvieron viéndose lunes, miércoles y viernes durante dos largos años, hasta que a René le tocó la lotería y dejó de acudir a la cita No volvió a verle nunca más.

Cuando se cansaba de hablar de vagabundos, sacaba de su bolso papeles garabateados y le leía poemas escritos la noche anterior. Una tarde, sin embargo, le trajo una novela corta.

—Escuchá; la armé anoche para vos.

«Años después de la muerte de Fernanda, volví a encontrármelo a Héctor en el café Comercial de Madrid.

»—Ni sé, viejo, el tiempo que hacía que no me caminaba por allá —le contaba yo a Claudio esta mañana, recordando el barrio.

»Tantas veces recorrida entonces, cuando lo de la gente
—bowling
y noches de
drive-in—,
encontré la calle Alcalá desconocida y como que había perdido aquella brujería, aquel duende, aquella magia que sólo tienen ciertas calles de Buenos Aires, aquel
look demodé.
Calle de
music— hall
y
starlettes
desconocidas, olvidó la hospitalidad mugrienta de sus cuadras. Ahora —entonces—, algún tiempo después de la muerte de Fernanda, quién sabe si por eso mismo, la calle Alcalá, la calle más puta de nuestra juventud, se ha gringuizado. Más limpita ahora, eso sí, no ha sabido conservar lo que todos hemos conservado de ella estos años tan cabrones; es como si algunas veces la autenticidad sólo tuviera acomodo y sitio entre el deshecho, la humedad y la mierda. Era lindo oler pis todo el tiempo, viejo. Ya no está la vitrina de aquella ferretería o tienda encantada en la que yo me quedaba hipnotizada con la visión de una pequeña foca de porcelana o una litografía de Zao-Wa-Ki.

»—A mí me hacía bien su olor de pis —me ha confesado Pierre esta mañana, mientras tendía el cobertor sobre su cama.

»Es por eso que Guevara, el viejo
boxer-champion,
el
speaker
deportivo que más sabía sobre
horses,
se cansó de tanto cambio y no se demoró más: se marchó al Uruguay para que lo metieran preso. Su vieja pulpería es ahora un
snack
frío y plástico. Anónimo. La pulpería del
jockey
Walter, te acordás, con el mejor aguardiente de durazno de todo Buenos Aires, es hoy una sala de fiestas
on fashion
en la que los limpios burguesitos idiotizados se americanizan convulsivamente con cualquier ritmo yanqui. Y Héctor, el viejo Héctor, compañero de borracheras siempre, que tantas veces vomitó junto a mí, ha cambiado. Lo encontré una noche, la primera que pasaba en Madrid desde lo de Fernanda. Había yo decidido pasear por Alcalá y recordar ni sé cuántos años de dicha y de desdicha. Vi la pared en la que tantas veces había vomitado Diego y el portal en el que tantas veces habíamos llorado juntos. Al pasar por lo de Guevara, que ahora se llama Fourteen, creo, lo vi…»

Santos cayó en un letargo semejante al sueño que María Catarata tomó por tal. Enfurecida, guardó sus cuartillas en el bolso y salió de la habitación con su amor propio de escritora lastimado. Pese a estos pequeños incidentes, terminaron por cogerse cariño; y una vez que Santos estuvo recuperado salían a pasear por el Retiro casi todas las tardes. Si se encontraban un pordiosero, ella se acercaba a él y le preguntaba su opinión acerca de diferentes asuntos. Primero empezaba a hacerlo en francés; pero cuando se daba cuenta de que los pobres no la entendían y que además les irritaba que ella hablara en esa lengua, cambiaba al español.

—¡Déjame en paz, hostias! —solían gritarle, y entonces María Catarata se alejaba espantada, y con gran desaliento decía:

—Esta ciudad es cada vez más hostil.

A Santos, que tenía ideas algo diferentes sobre los vagabundos, no le hacía ni puta gracia que María Catarata se pusiera a hablar con ellos cuando se los encontraba en el Retiro, alrededor de una botella de vino o calentándose en alguna fogata.

—Vos sos un pequeño burgués atorado en las convenciones sociales. Acabarás jugando a la lotería —se burlaba ella.

Una de aquellas tardes, paseando por el Retiro, María Catarata le comunicó su idea de cambiarle el nombre. Nunca más le volvería a llamar por el prosaico, burgués y grisáceo nombre de Santos, sino por otro más mágico, poético y macanudo; le llamaría Mogamour. Por su parte, Santos tenía que llamarla a ella Mágica. ¿Mágica? ¿Mogamour? A Santos eso le pareció una sandez, y comprendió el sufrimiento del pobre Adrián.

—¿Me puedes explicar por qué tenemos que cambiarnos los nombres en vez de usar los que ya tenemos, que es mucho más fácil y para eso los eligieron nuestros padres? —la interrogó Santos.

—Porque vos me cambiás el mundo, Mogamour. Cuando estoy con vos, me trasladás, qué sé yo, a una realidad maravillosa, a una dimensión desconocida. Con vos, entendés, el parque no es el parque; el paseo no es el paseo; la conversación no es más ya la conversación, ni el café es el café, ni María Catarata es María Catarata, sino la Mágica; y Santos no es Santos, sino Mogamour. ¿Entendés ahora por qué tengo que cambiar los nombres?, ¿por qué necesito cambiarlos? No puedo llamarte Santos si cuando estoy con vos, vos ya no sos el Santos que habla, qué sé yo, con el Patricio, con el Martiniano, vos ya no sos el Santos que tiene que estudiar, que pelear por un buen grado. No. Conmigo vos sos Mogamour y yo soy Mágica; y en nuestro mundo no hay tiempo, no hay clima, no hay reglas, no hay gente, Mogamour; sólo vos y yo. Si el parque Retiro es nuestro paraíso, ¿por qué carajo vamos a seguir llamándole parque Retiro, ah? ¿Por qué no llamarle, qué sé yo, tisavero? A partir de hoy, pasear con vos no será pasear, sino vulmatesear. La conversación será una dulmesaria; y el café, nuestro aldobegue. ¿Viste que las viejas palabras ya no sirven, Mogamour, que están secas y no pueden expresar todo lo que queremos decir? Mogamour: olvidemos el lenguaje caduco. Si nuestro mundo es diferente, ¡creemos nuestro propio lenguaje! —propuso, tal vez con cierta prolijidad verbal, María Catarata.

—Pero eso ¿no nos llevaría un montón de tiempo? —insinuó Santos con desánimo.

—¡Tenemos todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de nuestro mundo! —contestó María Catarata febril, dando vueltas sobre sí misma con los brazos en cruz. Decidió poner manos a la obra:

—¿Vulmatesear por tisavero o aldobegue con dulmesaria? —le preguntó María Catarata entornando los ojos.

—¡Not te entendo mui vien! —contestó Santos con grandes aspavientos y a voz en grito, como si la claridad dependiera del volumen.

—¿Vulmatesear por tisavero o aldobegue con dulmesaria? —rió María Catarata.

—¡Yes, podríamoss hir ha tomarr un caffé!

—¿Aldobegue con dulmesaria?

—¡¡¡Oui, yes, aldobegue, caffé, caffé!!! —gritaba Santos reproduciendo el gesto internacional de empinar un porrón.

—No. Vulmatesear por tisavero —dijo María Catarata ya sin sonreír.

—¡¡¡Oui, oui, tisavero, tisavero, caffé!!!

—Aldobegue, Mogamour, aldobegue con dulmesaria —repitió María Catarata con impaciencia. Santos asentía con violencia, como un cabestro, y no se le borraba una sonrisa de modorro que se le había dibujado en la cara.

—¡Carajo, Santos, sos boludo o qué! Te estoy diciendo pasear, vulmatesear, o café, aldobegue, ¿no te acordás? —dijo María Catarata con viva irritación.

—Pues no, no me acuerdo; pero no te pongas así, no seas tonta; es un juego.

—¡Carajo un juego! La vida también es un juego y la jugás, ¿no es cierto?

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