Fabulosas narraciones por historias

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Fabulosas narraciones por historias
cuenta las desventuras de tres amigos durante los años veinte y treinta del siglo XX, alumnos de la Residencia de Estudiantes en Madrid, que viven en mitad de una serie de sucesos que cambiarán la vida cultural y política española. Patricio, sobrino de José María Pereda, trata de conseguir que alguien publique se primera novela,
Los Beatles
; Santos, proveniente de un pequeño pueblo de Soria, trata de adaptarse al ritmo frenético de la capital; y Martiniano, un joven combativo e idealista, busca la mejor manera de echar por tierra las ambiciones intelectuales de la élite cultural madrileña. En torno a estos tres personajes se mueven otros muchos caracteres secundarios que van construyendo pequeñas tramas, repletas de humor y cinismo, que contribuyen a dibujar el escenario de ese Madrid agitado, febril y renovador.

Antonio Orejudo

Fabulosas narraciones por historias

ePUB v1.0

chungalitos
21.04.12

colección andanzas

TusQuets Editores

1ª edición: septiembre de 2007

Antonio Orejudo, 2007

ISBN: 978-84-8383-011-6

Depósito legal: B. 37.016-2007

Helena, Rafael, Raquel, Vicente y yo

comiendo en Columbia, MO,

por marzo del 94.

Eduardo y yo comiendo.

Romero y yo comiendo.

Hubo también otro género de escritores que aunque publicaron sus obras con título de Historias, pero puédense llamar Fabulosas narraciones más que Historias; y ellos, fabuladores o poetas, no historiadores, porque entienden en complacer a los oídos con graciosas maneras de decir y con nuevos o inopinados casos más que con verdaderos hechos.

Tercera carta de Pedro de Rúa

1

¿Y si después de todo no era un genio? Las famosas vidas ajenas presentaban siempre centenares de marcas. En la suya, sin embargo, nunca lograba encontrar ninguna. Su infancia no fue difícil ni estuvo marcada por la miseria o por el sino de la fatalidad; todo lo contrario: primogénito, varón, niño de buena familia, padres leídos y tío inmortal. ¡Y tío inmortal! Bueno, ¿y qué? Nada de eso incapacitaba para la genialidad, que él supiera. Proust no descendía de mineros precisamente, sino más bien de una familia que había comido buena carne en todas sus generaciones, aunque eso le hubiera lucido bien poco al joven Marcel, que se había pasado en cama media vida. Pasarse en cama media vida, ¿veía él? ¡Ahí estaba la marca! En cuanto indagaba un poco en la vida de los grandes escritores, enseguida encontraba los signos de la genialidad, las cruces de tiza con que la naturaleza había querido marcarlos desde su nacimiento para que no tuvieran dudas en los momentos de tribulación. Pasarse en cama media vida era un síntoma inequívoco de genialidad. ¿Qué marcas tenía él para escapar de su propio Huerto de Getsemaní? ¿Qué sucedería si decidiera no levantarse mañana y no quitarse el camisón hasta haber culminado varios tomos de una obra maestra? En primer lugar, no estaría a las ocho en la Puerta del Sol, donde se había citado con Marc. En segundo lugar, al no verle aparecer, Marc decidiría ir solo a esperar a Santos, que llegaba sobre las nueve a la Estación del Norte. Dónde está Pátric, preguntaría Santos. No lo sé, respondería Marc; habíamos quedado a las ocho en la Puerta del Sol, y me ha dado plantón. Entonces regresarían corriendo a la Residencia; subirían asustados a su cuarto; y, al encontrarle en la cama, le preguntarían si estaba enfermo. No, contestaría él; es que no pienso levantarme hasta que no termine esta maldita novela. Sus amigos se quedarían de una pieza, pero después, en tercer lugar, le sacarían a sombrerazos de la cama. Qué ocurrencia, exclamarían; no salir de la cama precisamente el día que Santos volvía de vacaciones, y cuando a Marc le quedaban tan sólo veinticuatro horas para marcharse a Londres. Con esa clase de amigos era muy difícil ser un genio: jamás le iban a permitir que guardara cama si no padecía una enfermedad, una buena enfermedad. Proust había sufrido una: la tuberculosis. ¿Veía él? ¡Otra marca! ¡Qué fácil sería todo si él tuviera tuberculosis! O cualquier otra señal. Sade era rico y perverso; Baudelaire tenía una frente sobrenatural; Galdós era canario; Poe, alcohólico; y Cervantes, manco. Siempre se olvidaba este detalle, cuando para él era evidente la relación entre ser manco y escribir el
Quijote.
Una tara física como ésa tenía que proporcionar todo el resentimiento que se necesitaba para culminar una obra de arte. ¿Sería él capaz de cortarse un brazo para, de ese modo, poder escribir una novela que cambiara el rumbo de la literatura occidental? Él creía que sí; pero en la vida, antes de hacer algo irreversible, había que pensar muy bien los pros y los contras.

A lo que iba: ¿tenía él alguna marca física que le señalara como genio entre los hombres mediocres; o, por lo menos, una hermana que, como la de Dickens, estuviera dispuesta a contestarle el correo o a pasarle los manuscritos con buena letra, sin una mirada de reproche? No. Tal vez su estatura podría considerarse, si no una señal, al menos un indicio: era, con mucho, el más alto de la Residencia; pero la longitud del cuerpo no acababa de convencerle como signo de genialidad. De hecho, los grandes genios venían siendo más bien bajos: Napoleón, Mark Twain, Goethe, Hugo, Leopardi, Goya, que, por si fuera poco, también era sordo, igual que Beethoven. No; definitivamente la altura sólo servía para alcanzar libros en el último anaquel de una estantería, y para ser divisado por los amigos en la verbena de San Antonio.

¿Terminaría alguna vez su novela? Y terminada, ¿la publicaría? Se preguntó cómo sería la vida de un novelista devorado por su público. Podía imaginarlo: le preguntarían cómo era posible que a su edad hubiera escrito una novela tan sólida. Él tenía una respuesta para esa pregunta. Contestaría que había escrito una novela tan sólida porque había tenido la paciencia de quedarse mucho tiempo sentadito en su cuarto. Diría más. Diría que lo que diferenciaba a un novelista de un poeta ultraísta era el tiempo que uno y otro permanecían delante de su escritorio. Los poetas ultraístas más exigentes se quedaban en casa durante meses para escribir un buen poema. Muy bien, lo aceptaba. Pero es que una mala novela necesitaba, al menos, dos años de plena dedicación, aunque normalmente se consumían quince. Que no atribuyera el reportero, añadiría, a la mera casualidad que casi todos los artistas de su generación fueran poetas. A esas edades se tenían tantos novios y novias, tantos amigos, tantas ganas de divertirse, de beber, de irse de putas, que muy pocos estaban dispuestos a quedarse quince años en casa para escribir una novela. Una poesía ultraísta era otra cosa. Se podía componer en una mañana o después de una merienda-cena. Luego el ultraísta tomaba una ducha tonificante y podía salir con la novia o con los amigos a tomar un cock-tail. Los novelistas como él habían tenido que decir muchas veces que no, y más de una chica les había dejado por imposibles y aburridos. Algunos reporteros, sin embargo, querrían hacerle seguramente preguntas de tipo más frívolo, de esas que proporcionan al gran público una estampa inédita de Patricio Cordero Pereda, el hombre. Muy bien, adelante. ¿Cuál era su principal virtud? La creatividad. ¿Su principal defecto? Todos los que se derivaban de ella, especialmente la vanidad. ¿Cuál era su animal favorito? Detestaba a los animales. ¿Su comida favorita? Los pajaritos fritos, especialmente si habían sido cruelmente capturados en Madrid mediante cepos, a despecho del Movimiento Pro Gorrión Madrileño. Cualidad que prefería en la mujer. Su capacidad para adoptar comportamientos masculinos. Cualidad que prefería en los hombres. Su capacidad para adoptar comportamientos femeninos. ¿Qué era lo que más temía? La mediocridad ajena. ¿Y lo que más detestaba? La propia mediocridad. ¿Era él un mediocre? Algunas noches, ésa era la verdad, pensaba que sí; y entonces levantaba los ojos al cielo y pedía una señal, una marca de genialidad. Eran éstas, como la presente, largas noches de mano en la mejilla y frases deleznables que tiraban de espaldas: Bruno salió de la posada, y ¿qué encontró fuera? Fuera no encontró nada.

En fin, siempre estoy a tiempo de ser un mal escritor, denominarme novelista singular, como Unamuno, y llegar a figura señera de las letras españolas, pensaba a veces, metido en la cama, para consolarse y poder conciliar el sueño. A punto estaba precisamente de quedarse dormido aquella noche, agotado de buscarse marcas por todo el cuerpo, cuando un rayo iluminó la estancia y le cegó momentáneamente. Tardó en abrir los ojos. Cuando finalmente logró ver con claridad, descubrió sin sorpresa que frente a él, a los pies de la cama, se erguía, con la majestuosa y divina presencia de otras veces, la imponente figura del inmortal tío José María.

—Como ves, no te he abandonado —le anunció—. ¿Qué tengo que hacer para que no dudes de tu talento, que te viene de familia? No corrijas más esa novela, ponle un título, aunque sea en inglés, como se lleva ahora; y preséntasela a don Carlos Remando, el hijo de mi impresor, que ahora está a cargo de la editorial que lleva su nombre. Él te la publicará porque la década de los veinte va a ser muy buena para la juventud en España. Aunque habrá división de opiniones entre los críticos, ten por seguro que vas a cosechar un rotundo éxito de público; al fin y al cabo eso es lo que importa y lo que da dinero. Ya verás: su título resonará durante siglos. Te lo tengo dicho: cuando flaquees, recuerda el discurso de la hormiga, que tanta polvareda levantó el día de mi entierro, pero que tanto me emocionó a mí en el cielo. Venga, repítelo conmigo.

Patricio se incorporó en la cama; y, junto a su tío, comenzó a recitar aquellas palabras, que todavía conservaban la virtud de ponerle la piel de gallina:

—Oh tú, que los trabajos abominas, vil chicharra, piensa en los frutos de tu canto y dime, odioso hemíptero, qué gloria esperas alcanzar, qué altas cumbres, qué inmemorial destino. Mírame, oh tú, regalado homóptero, y figúrate que cada grano que transporto es un vergel donde la fama germinará indómita y bestial como la verdura que nace orillica el Éufrates y el fiero Tigris.

Y tras declamar, ¡plas!, el tío José María desapareció.

«Distinguido amigo:

»He recibido su amable carta del pasado día 1 de mayo, y aunque tengo ya muchos años, y el doctor —un metomentodo que hasta revisa mi correspondencia— me ha recomendado que no le escriba, lo haré. Será un placer para mí recordar todo aquello y contestar a sus preguntas. Lo único que le pediría es que me interrogara sobre cuestiones concretas, porque eso me ahorrará a mí la selección de material, y me fatigaré menos. Le aseguro que hablando de unas cosas me acordaré de otras; y acabaré contándole episodios de los que usted no tiene noticia. En cuanto a lo de los documentos, mucho me temo que va a resultar más difícil: la mayor parte de ellos quedó hecha ceniza, como otras muchas cosas, en el incendio que destruyó mi casa. Le confesaré que algunas noches sueño que todavía existe y que regreso a ella; porque, no se crea, a mis años todavía tengo la ilusión de volver algún día a Madrid, esa ciudad cuyo aroma tengo grabado en la memoria. Recuerdo el olor y los escaparates. Sí, señor; los mostradores de las calles Fernando VI y Barquillo, el barrio donde yo vivía y adonde me gustaría volver antes de morirme. Ya ve usted, nos pasamos media vida huyendo de nuestro origen, saliendo de la casa paterna, alejándonos del barrio, de la ciudad, del país donde nacimos, y luego nos pasamos la otra media intentando regresar. ¡Pero es tan difícil regresar! No sólo por los impedimentos físicos, que en mi caso, como se imaginará, son muchos y muy serios, sino también, sobre todo, porque los lugares de la juventud sólo existen en el recuerdo. En el mío, Madrid, años veinte, a las diez de la mañana, es una pescadería estrecha con el mostrador inclinado hacia la calle, que da gloria verlo con sus merluzas, sus pescadillas, su salmón fresco y su atún, sus sardinas, sus gallos, lenguados, truchas y calamares, todo cubierto de hielo picado, fresquísimo todo; y también una frutería que huele a manzana y una carnicería con chorizos de Cantimpalo y salchichones y jamones de pata negra que cuelgan del techo y no dejan ver la cara del tendero, pero sí su delantal a listas verdes y negras. Aquéllos fueron años de abundancia. La economía iba muy bien, y eso se traducía en entusiasmo, jamones, alegría y juventud, mucha juventud. La juventud era un valor en alza aquellos años. Primero lo fue en el arte y luego, a consecuencia de ello, desgraciadamente, en la política. Digo desgraciadamente porque el culto a la juventud deriva siempre hacia el fascismo. Pero antes de que el fascismo se comiera nuestras vidas, en Madrid se respiraba un aire de sana despreocupación, ya le digo, pura energía, vida que corría por todos los resquicios de aquella ciudad manchega y babilónica. ¿Prefiere que hablemos antes del Madrid manchego o del babilónico? Usted es joven y supongo que querrá oír primero lo más interesante: ¿sabe usted lo que era La Parisina? El casino más famoso de la ciudad. Las croupieres llevaban el pecho descubierto para distraer la mirada de los jugadores, y poder, así, hacer trampas. Pocos sitios eran tan populares como La Parisina, aunque por entonces también hacían furor en Madrid los bailes del Fortín. Tal vez el Fortín fuera un poco posterior. Sea como sea, el Fortín se llamaba Alcalá Fourteen porque estaba, lógicamente, en el número catorce de esa calle; pero los madrileños enseguida lo castellanizaron. ¡Para que luego digan que los estadounidenses homogeneizan todo cuanto tocan!

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