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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (9 page)

BOOK: Fabuland
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—¿Qué tomará, señor?

Rob echó un rápido vistazo al menú y pidió unos pasteles de camarones y una ensalada de achicoria con rabanitos terraceros. Para beber pidió dos batidos de hinojo. Antes de que el elfo acabara de anotar el pedido, Rob le pidió con mucha educación que avisara a Willie Mojama, ya que tenía un asunto muy importante que tratar con él.

El bloc del elfo le resbaló de las manos y cayó al suelo seguido por el carboncillo. Cuando se agachó a recogerlo, se golpeó la cabeza con la mesa. Una vez incorporado, su nervudo cuerpo parecía un montón de gelatina.

—¿Wi… Willie Mojama? —repitió con dificultad.

—Eso he dicho. Dile que necesito hablar con él. Me manda el Sabio Silvestre de Leuret Nogara. Creo que le envió un armadillo anunciando mi visita.

—Pero… eso es imposible, señor —replicó Blim al borde del llanto—. El señor Mojama ya no está con nosotros.

—¿Se ha marchado? —se sorprendió Rob buscando tras la barra al hombre de la barba roja—. Pensé que vivía en la posada.

—Sí, está en la posada. Pero ya no vive —viendo la cara de extrañeza del baktus, Blim se vio obligado a explicarse, aunque eso le alteró aún más—. Willie Mojama está muerto, señor. ¿Lo entiende? ¡Muerto!

—No puede estar muerto. No hace ni cinco minutos que te ha echado una bronca de campeonato por romper un vaso.

—¿No me oye lo que le digo, señor? ¡Willie Mojama es el fantasma de la posada!

Rob contempló atónito cómo el elfo camarero corría a refugiarse tras la barra tirando a su paso una silla y perdiendo de nuevo el bloc y el carboncillo. Una vez detrás del mostrador, tropezó con un barril y lanzó al suelo una bandeja de canapés. El hombre de la barba roja salió de la cocina echando chispas por los ojos y empezó a dar gritos mientras el estremecido Blim se afanaba por recogerlo todo, rompiendo más cosas en el proceso.

—Vaya, amigo, no sé qué le has dicho a ese camarero, pero k| di Indo de ser muy grave.

Al volverse hacia la voz, Rob se llevó un buen susto. A menos de un palmo de distancia la rana roja lo miraba con sus ojos saltones.

—No le he dicho nada. Sólo he bajado a comer algo mientras espero a…

—Sí, a tu compañera Naj la gregoch. Espero que encuentre confortable la habitación número uno.

—Es un gregoch —le corrigió Rob—. Un momento, ¿cómo sabes…?

—Lo sé todo de vosotros, querido Rob McBride, hijo de Ian McBride, de los McBride de Esnas. Puedes estar tranquilo, amigo, deja esa hacha en su sitio. Vengo en son de paz.

—¿Quién eres? ¿Nos has estado siguiendo?

—Tienes razón, soy una grosera al no haberme presentido. Me llamo Haba, aunque hace menos de un año aún se me conocía como duquesa del Haba. Hay que ver cómo cambian los tiempos —suspiró con nostalgia.

—¿Eras una duquesa?

—Oh, el título es heredado. Mi madre era la duquesa del Haba, hija y nieta de la duquesa del Haba, pero al morir no me dejó ni una moneda, ni siquiera una mansión donde caerme muerta. Sólo heredé el título, que con esta pinta ya me dirás de qué me sirve.

—Ya, el cuento de siempre —murmuró Rob, interesado sólo a medias en la historia—. Pero ahora quiero que me digas cómo es que nos conoces a Naj y a mí.

—Muy sencillo, amigo. Willie Mojama me habló de vosotros.

—¿Willie Mojama?

—El mismo. Me dijo que el Sabio Silvestre le había avisado de vuestra llegada, y también me pidió que hiciera de intérprete entre él y vosotros.

—¿De intérprete? ¿Es que no habla nuestro idioma?

—Lo habla, pero no desde esta dimensión. Verás, Willie Mojama está muerto, amigo.

—Pero yo pensaba que… —Rob dejó que su dedo, que en ese momento señalaba al barbudo que seguía gritando al compungido Blim tras la barra, acabara la frase por él.

—Ah —sonrió Haba la Rana—, ¿creías que ese hombre era Willie Mojama? No, no. Él es Matt Picapatos. Era uno de los clientes habituales de la posada. Se hizo con el negocio al poco de morir Willie. De hecho fue él quien lo mató. Pero ésa es una historia que no viene al caso ahora.

Rob no pudo evitar preguntarse cómo podía no venir al caso la historia de una posada con fantasma regida por un asesino, pero decidió centrarse en su problema más inmediato.

—Haba, has dicho que Willie Mojama te pidió que hicieras de intérprete para nosotros. ¿Cómo es eso posible? ¿Tú puedes…?

—¿Si puedo hablar con los muertos? Claro que sí, amigo. Y sé hacer muchas más cosas, como multiplicar conejos de gomaespuma y adivinar una carta cogida al azar. Alguna ventaja tenía que haber después de pasar de caminar con las piernas más hermosas de todo el ducado del Haba a pegar brincos con estas dos ancas.

—No entiendo…

—Es fácil, amigo. Cuando mi madre vendió los terrenos de la mansión, me vi obligada a vagabundear por estos mundos y di con una comunidad de alquimistas chalados que pretendían encontrar una manera de convertir los metales innobles en oro. Como estaba más pelada que una rana, y perdona el chiste, decidí unirme a ellos y aprender las técnicas de la alquimia y la hechicería. Sin embargo mi codicia pudo más que mi paciencia, y en vez de esperar a dominar la habilidad de transformar en oro los metales, robé los resultados de un compañero. Fui descubierta y el jefe de la comunidad me lanzó un hechizo. Desde ese momento vivo atrapada en este cuerpo de anfibio, a la espera del beso de un duque que me devuelva mi apariencia original.

—Espera un momento —pidió Rob, a quien el vello se le había puesto literalmente de punta—. ¡No estarás hablando de la Hermandad de los Magos Hirsutos!

—Por supuesto que no, amigo. Pero no hables tan alto. Ésos tienen espías tuétanos por todas partes. Éstos de los que te hablo eran magos más de andar por casa. De los que iban de feria en feria asombrando a la gente con sus trucos, ya sabes. Como es lógico, nada más descubrirme robando me echaron de allí a patadas, pero antes me dio tiempo a aprender los principios de la nigromancia. No pasé de primer curso, pero sé lo suficiente para contactar con un espíritu regular y darle palique. De hecho, si estás preparado, lo mejor es que subamos ya a tu habitación. El viejo Willie aún mantiene los hábitos que tenía en vida, y nunca se acuesta más tarde de las once.

Cuando llegaron a la habitación, Naj roncaba apaciblemente sobre el colchón y Rob se vio obligado a despertarlo saltando sobre su estómago.

—Te sacudí del brazo, pero no te moviste —se disculpó cuando el gregoch estuvo a punto de lanzarlo contra la pared de un manotazo—. Mira, te presento a Haba la Rana. Está aquí para ayudarnos a contactar con Willie Mojama.

Rob procedió a explicar a su amigo toda la historia, perseverando en el hecho de que Willie Mojama estaba muerto y residía en esa habitación, donde trabajaba espantando a los huéspedes que se atrevían a alojarse en ella. Ésa era la razón por la cual todos los huéspedes de la posada se instalaban fuera, en tiendas de campaña. Tanto a Rob como a Naj les sorprendió que el fantasma no hubiera intentado hacer huir al gregoch, pero Haba explicó que las malas artes del espectro eran inútiles contra los ronquidos y el mal aliento.

—Pero ya vale de cuestiones técnicas —pidió la rana—. Si estáis preparados empezaremos la sesión.

A la luz de una sencilla vela que había colocado en el centro de la habitación, Haba inició el ritual de invocación espiritista. Con los ojos saltones más saltones de lo normal, ejecutó una serie de brincos muy parecidos a los que efectuaría cualquier rana sobre una hoja de nenúfar y pronunció una retahíla de conjuros que sonaron idénticos al modo de croar de una rana en cualquier charca del mundo. Después pidió a sus dos compañeros que se cogieran de la mano (para lo cual Naj tuvo que ponerse de rodillas) y formaron un triángulo ante la vela, que comenzó a emitir una luz roja e intensa. Fuera empezó a soplar un fuerte viento que provocó un aullido entre las copas de los árboles. Naj y Rob se miraron con aprensión y luego sus ojos se dirigieron hacia Haba, que había cerrado los párpados y tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, en un gesto de profunda concentración. Entonces empezó a hablar en un tono tan alto que Rob pensó que era una suerte que no hubiera más dormitorios en la posada.

—¡Oh, Willie Mojama, que moriste de un modo tan despiadado y brutal! ¡Tú que a nadie maltrataste sin justificación! ¡Qué nunca robaste sin necesidad! ¡Qué jamás hiciste daño a quien no se lo mereciera ni rellenaste la botella de licor de escaramujo con agua! ¡Qué nunca difamaste a nadie que no lo pidiera a gritos o no te dejara propina! ¡Te invocamos, Willie Mojama! ¡Envuélvenos en tu presencia!

Nada más terminar de pronunciar estas palabras, el viento del exterior incrementó su fuerza de manera que pareció que la posada iba a salir volando. Las contraventanas se abrieron de golpe, las raídas cortinas empezaron a ondear como si hubieran cobrado vida y un frío que helaba los huesos penetró en la habitación. Los tres componentes de aquella sesión espiritista aguantaron el temporal apretándose las manos con fuerza y sin atreverse a abrir los ojos.

Y de pronto todo acabó. El viento amainó, las contraventanas se cerraron y un espeso silencio se adueñó de la habitación antes de que tres severos golpes en la puerta del armario diluyeran la momentánea quietud.

Fue Rob quien rompió el triángulo y se dirigió con paso lento a abrir el armario. El salto que pegó lo catapultó dos metros atrás cuando, del oscuro interior, salió un personaje azulado y translúcido, de ensortijada barba cana y un sombrero de ala ancha que le cubría la parte superior del rostro. En su mano llevaba una humeante escopeta igual de translúcida, y un par de conejos espectrales colgaban de su cinto.

—¡Maldita sea la charca de la que saliste, Haba! —gruñó el aparecido—. Después de toda la noche persiguiéndolo tenía a ese condenado muflón a tiro. ¿No encontraste otro momento menos oportuno para fastidiarme con tus invocaciones?

—Cálmate, Willie. Éstos son los dos amigos que han venido a verte —Haba señaló a Rob y a Naj, que miraban al fantasma con una mezcla de espanto y curiosidad—. Rob McBride y Naj la gregoch.

—El gregoch.

—Ah, caramba —dijo Willie Mojama entornando los ojos—. Sí, el Sabio Silvestre me avisó de vuestra llegada. ¿Cómo está ese viejo farsante?

—Vivo —respondió Naj antes de que Rob le atizara un codazo en la espinilla, la única zona del cuerpo a la que el baktus alcanzaba con el codo.

—El Sabio Silvestre está bien y os envía saludos —dijo Rob haciendo una reverencia. Le intrigaba ver a un cazador fantasma cazando animales fantasmas y a su mente acudieron un sinfín de preguntas del tipo: ¿cómo puede morir un conejo fantasma si se supone que ya está muerto?—. No sé si te pondría al corriente de nuestra misión.

—Sólo de lo esencial. Me dijo que ibais en busca de un objeto mágico importantísimo para la supervivencia de nuestro mundo.

—Once, en realidad —volvió a meter la pata Naj.

—¿Once? —se sorprendió el fantasma de Willie Mojama—. Caramba, sin duda os referís a los once huevos áureos.

—Nos dijo que una vez saliste en su busca —dijo Rob, resignado a que el factor sorpresa se hubiera ido al garete.

—Sí, de eso hace mucho tiempo. Fue precisamente la razón de mi muerte. Ese Matt Picapatos quiso robar mi detector, y como no pudo hacerlo, acabó con mi vida y se quedó con la posada.

El fantasma pareció sumirse en una serie de reflexiones personales, y Rob aprovechó para contarle cómo habían estado a punto de recuperar el duodécimo huevo en Jungla Canalla y ahora, gracias a la información de Imi, se dirigían a Isla Neblina para hacerse con el resto.

—¡Por todas las garcetas de Fabuland! —exclamó el espectro acariciando el ala de su sombrero—. Así que es ahí donde están esos malditos huevos. Con razón no fui capaz de encontrarlos en la fortaleza de Efatel. La verdad es que no envidio vuestra misión, muchachos. Isla Neblina no es lo que se dice un lugar de vacaciones.

—El Sabio Silvestre dijo que podrías ayudarles —interino Haba la Rana.

—Por supuesto. Todo aquel que busque algo en Fabuland, sobre todo si es algo tan importante como lo que tratáis de hallar vosotros, necesita de mi ayuda. O, mejor dicho, necesita Oguba.

—¿Qué es Oguba? —preguntó Naj.

—Oguba no es qué sino quién —respondió malhumorado Willie Mojama, reparando por primera vez en el lazo que lucía el gregoch en la cabeza—. Y si va a ayudaros más vale que la tratéis con respeto, ¿entendido?

—Está bien, está bien. Pues ¿quién es Oguba?

Como única respuesta, el fantasma de Willie Mojama se volvió hacia el armario abierto y profirió un potente silbido que hizo vibrar el cristal de las ventanas. Al instante, una figura rechoncha y tan fantasmal como el propio Willie salió del armario dando brincos y vueltas alrededor de los pies de su amo. A pesar de su translúcida imagen, las patitas regordetas, el hocico aplastado y el rabo enroscado no dejaban lugar a dudas.

—¡Un cerdo! —exclamó Naj atónito.

—Mucho cuidado con lo que dices, gregoch —le reprendió Willie Mojama—. Oguba es la cerdita rastreadora más famosa e importante del mundo. Ha ganado tres veces seguidas el concurso de Sondeos Terrestres y quedó finalista en el de Pesquisas Marinas. Fue ella la que encontró el arca de estaño y los zarcillos perdidos de la condesa de Nudeira. También es una experta rastreando personas desaparecidas. Puedes estar atrapado en el punto más remoto de Fabuland con varias toneladas de arena y piedras sobre la cabeza, y seguro que Oguba te encontrará antes de que se te acabe el aire o te mueras de aburrimiento. ¿Verdad, Oguba? ¿Verdad, bonita? —Oguba asentía feliz mientras su amo le pasaba la mano por el lomo fantasmal—. Esta cerdita y yo hemos vivido de todo juntos. Como os dije antes, Matt Picapatos intentó robármela, así que tuve que matarla para poder traérmela conmigo. ¡Ja! Ya nadie podrá arrebatármela nunca jamás.

—¿Y nos la va a prestar? —preguntó Naj con gran sorpresa.

—¡Por todos los orcos, muchacho! El Amo y Señor sabe que me reencarnaría en un champiñón antes de desprenderme de mi Oguba, pero dado que es el mismísimo Sabio Silvestre quien os envía y teniendo en cuenta la importancia de vuestra tarea, no me queda otro remedio. Sin embargo, para que Oguba pueda rastrear esos huevos necesitará una muestra de su esencia.

—Me temo que eso no va a poder ser —dijo Rob—. No tenemos ningún huevo áureo.

—Pero lo tuvisteis, ¿no? Aquel que encontrasteis en Jungla Canalla. Imagino que conserváis su recuerdo, su tacto, su color, sus dimensiones…

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