Read Fabuland Online

Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (23 page)

BOOK: Fabuland
3.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El desconcierto de Rob era absoluto. Si los anteriores mensajes de la princesa le habían dejado estrujándose el cerebro, éste le oprimía directamente el corazón. Algo no encajaba.

Sentado ante el ordenador, Kevin sentía lo mismo. Definitivamente, la forma en que estaba redactado el mensaje no era la típica que emplearía un ser de Fabuland. La princesa, o quien estuviera detrás de la princesa, parecía querer decirle algo que no formaba parte de aquel mundo maravilloso poblado por cientos de criaturas imposibles. Allí había algo más, y aunque Kevin se esforzaba porque no le afectara demasiado, su voluntad no fue suficiente.

Así encontró Naj a Rob cuando entró en la habitación que el gobernador les había cedido: perdido en sus pensamientos y sin el menor interés por lo que el gregoch quería decirle.

—Haba se ha despertado. No se ha enterado de nada. Cuando le he contado lo de la batalla me ha mirado como si estuviera loco. ¿Y a ti qué te pasa? Tienes cara de haberte tragado un lemming vivo.

Rob salió del trance para contarle a su amigo que Imi había sido raptado por los tuétanos y que probablemente se encontrara prisionero en Isla Neblina.

—¡Malditos sean! Tenemos que salir hacia allí ahora mismo y patear a esos canallas donde más les duela. El gobernador me ha dicho que el buque mercante Estrella Pálida zarpará enseguida. Tenemos que darnos prisa si queremos subir a bordo.

—Os deseo suerte. Yo no iré.

Al principio Naj creyó que su amigo bromeaba, pero le bastó con echar un vistazo a la expresión de su cara para darse cuenta de que no era así.

—¿Qué dices, Rob? Estás alelado.

—Antes tengo que resolver otro asunto.

—¿Otro asunto? ¿Qué asunto puede ser más importante que rescatar a nuestro mejor amigo, conseguir los huevos áureos, impedir que Kreesor se haga el Amo y Señor de Fabuland y lograr que nuestros deseos más íntimos se conviertan en realidad? Deliras, medio metro. Vendrás con nosotros por las buenas o por las malas.

—Esta vez no, amigo. Lo he pensado y no puedo.

—¡Claro que puedes! Gusanitos del campo, Rob, vendrás con nosotros. Me lo debes. Si no es por mí ese tuétano de la ballesta te hubiera convertido en brocheta de enano.

Rob no respondió. Tenía la mirada perdida y Naj comprendió a la perfección que aquel con quien tantas aventuras había compartido acababa de tomar una decisión de la que sería imposible hacerle desistir. Iba a recurrir a argumentos más contundentes cuando llamaron a la puerta y entró el gobernador.

—Caballeros, el barco va a zarpar. Si desean subir a bordo deben hacerlo en este momento.

Naj miró largamente a Rob, esperando vislumbrar una chispa de arrepentimiento en su actitud, pero no la vio. Al fin se volvió hacia la puerta y echó a andar.

—Iré yo, gobernador. Esta desagradecida rata traidora se queda en tierra.

Para Rob no fue fácil comprender cómo había podido tomar aquella decisión de un modo tan repentino. Era como si sus actos siguieran un camino diferente al de su voluntad. Como si alguien pensara por él. Nunca se había sentido así, y por un momento se asustó. Algo dentro de él le decía que estaba haciendo lo correcto, pero no podía dejar de percibir cierta sensación de tristeza por dejar a sus amigos en la estacada. En ese momento, mirando por la ventana el magnífico buque Estrella Pálida, se prometió que cumpliría con su cometido lo antes posible y regresaría para ayudar a Naj, a Haba y al pobre Imi.

La puerta se abrió tras él y apareció Julius Steamboat.

—Sólo venía a despedirme, valiente baktus. Ha sido un honor conocerte y compartir aventuras contigo.

—Puedes ahorrarte el cumplido, Julius. Soy un traidor que abandona a sus amigos. No es necesario que te despidas ya que no voy a subir a ese barco.

—Lo sé, lo sé. El gregoch me lo acaba de contar. Soy yo quien va a subir al Estrella Pálida —Julius se quitó el sombrero e hizo una reverencia—. Espero estar a la altura de tan aguerrido héroe.

Rob dejó de mirar por la ventana y se volvió hacia Steamboat sin poder ocultar su asombro.

—¿Vas con ellos? ¿Por qué?

—Porque creo que os debo una disculpa. Cuando dije todo aquello de que yo era el protagonista de esta historia y que mi misión era más importante que la vuestra… No hablaba en serio. Bueno, sí, hablaba en serio, pero porque en ese momento desconocía cuál era vuestra misión. Y ahora ya lo sé.

—Imagino que ese bocazas de Naj se habrá vuelto a ir de la lengua.

—Él me lo dijo, en efecto. Y ha sido una sorpresa y una alegría descubrir que mi misión es casi la misma que la vuestra.

—¿Encontrar los huevos áureos?

—Derrotar a Kreesor. Lo de los huevos es sólo un medio para lograr el mismo fin. Hay que parar a Kreesor antes de que complete el ritual o será demasiado tarde para todos.

—¿El ritual? ¿De qué estás hablando?

—¿No lo sabes? Hace algunas noches, Kreesor recibió un cargamento de corteza de Animatoris Mortuari, un árbol que sólo crece en Isla Zombie y que sus habitantes utilizan para resucitar a los muertos. Estamos seguros de que Kreesor quiere utilizarlo para resucitar a Gelfin, el brujo oscuro, y recuperar así todos los conocimientos de magia negra que se perdieron cuando el Libro Negro fue calcinado.

Al escuchar aquello, Rob sintió que la temperatura de la habitación descendía varios grados. Si aquello era cierto, los peligros a los que Naj y Haba tendrían que hacer frente se multiplicarían por mil. En lo que dura un parpadeo, estuvo tentado de abandonar su absurda actitud y embarcar con ellos, pero los ojos plateados y tristes de la princesa Sidior Bam, el desaliento de sus palabras y el tono desesperado de sus mensajes volvieron a él, marcándole a su corazón el rumbo que debía seguir. La sirena del Estrella Pálida aulló a lo lejos.

—Amigo, debo marcharme o partirán sin mí. No te preocupes, cuidaré de tus camaradas. Buena suerte en tu nueva misión, Rob McBride —era la primera vez que Steamboat utilizaba su nombre completo, y el baktus vio en ello una señal de respeto—. A veces un hombre debe hacer lo que debe hacer… Aunque sea un enano. ¡Adiós! Espero que volvamos a vernos. A ser posible con vida.

Rob se quedó solo en la habitación, mirando por la ventana hasta que vio que Julius Steamboat embarcaba de un salto en el Estrella Pálida, que ya había empezado a alejarse del puerto. Esperó hasta que no fue más que un puntito en el horizonte y entonces desplegó el mapa y buscó la ubicación del Reino de Seranaz Nam.

Poder_de_Gregoch
dice:

¿Una princesa? ¿Pero estás loco?

Kevin
dice:

Lo siento. Tengo que comprobarlo. Estaré con vosotros lo antes posible. Te lo prometo.

Poder_de_Gregoch
dice:

¿Qué tienes que comprobar? Vamos, Kevin, seguro que es la rubita ésa, que te está tomando el pelo. No te dejes engañar por una tía, hombre. Tenemos algo importante que hacer.

Kevin
dice:

No, Chema. Algo pasa. Tenía una extraña sensación acerca de Martha, pero ahora ya no la tengo.

Poder_de_Gregoch
dice:

¿Podrías explicarte mejor?

Kevin
dice:

Pensaba que Martha era la princesa. Pero ahora estoy casi seguro de que no lo es. Esa chica, sea quien sea, me está pidiendo ayuda.

Poder_de_Gregoch
dice:

¿Y qué más da? No te entiendo tío. Pensaba que esto era importante para ti.

Kevin
dice:

Lo es. Completaremos la misión, te lo prometo.

Poder_de_Gregoch
dice:

No hablaba de la misión. Me refería a nuestra amistad.

Kevin quiso responder, pero el mensaje nunca llegó a Chema. Al principio se indignó. ¿Cómo era posible que su amigo se lo tomara tan a la tremenda? ¿No se suponía que aquello no era más que un entretenimiento? Esa noche no le apetecía jugar más, pero no apagó el ordenador. En lugar de eso, abrió el Google y, casi como en un acto reflejo, sus dedos teclearon las palabras Sidior Bam. No esperaba encontrar nada, por eso su corazón empezó a latir con fuerza cuando la pantalla le mostró un resultado.

Era un blog, una especie de diario personal publicado en la red cuya titular se hacía llamar Sidior Bam. ¿Sería la misma Sidior Bam de Fabuland? Las dudas se disiparon cuando vio el título del blog: Desde mi torre. Echó un vistazo general a aquella página de color verde pálido y quedó sobrecogido al percibir la misma extraña tristeza que desprendían los mensajes de la princesa. Era una colección de textos, citas y poemas que hablaban de desesperanza, dolor y desengaño. Kevin comprobó que la última entrada del blog era una poesía fechada hacía un mes.

Desde la oscura prisión

Arriba, en la torre fría

Quisiera por sólo un día

Liberar mi corazón

Y volar hacia el guardián

De la prolongada sombra

Que con su altura me asombra

Y me impide respirar.

Quiero darle mi mensaje

Y colgar todas mis penas

Y olvidar todo el ultraje

Jugando entre sus antenas.

Kevin lo leyó varias veces seguidas, y en todas ellas le costó encontrar algún sentido a esos versos. Lo leyó de abajo arriba y de arriba abajo, e incluso sólo las iniciales, por si ocultaban un mensaje secreto, pero siguió sin comprender nada. Tampoco entendió por qué las lágrimas acudieron a sus ojos cuando se sorprendió pensando en Rob McBride. Por primera vez desde que se registrara en Fabuland, tenía la impresión de que estaba secuestrando a su personaje, obligándole a hacer algo que él no quería. Trayéndolo a su mundo, cuando lo normal era que fuese al revés.

El sonido del móvil lo sobresaltó. Era Martha.

—Hola, guapo. ¿Estás jugando?

—No. Estaba… haciendo una redacción en español.

—Así me gusta, que seas un chico aplicado. Oye, hace una tarde preciosa. ¿Te apetece salir a dar una vuelta?

—Ahora estoy ocupado, Martha.

—Venga, llevas todo el día sin salir de casa. Eso no puede ser bueno. Tomar el aire te sentará bien.

—Te digo que hoy no puedo —de pronto Kevin se dio cuenta de que había sido demasiado brusco. Ya había enfadado a Martha en otras ocasiones y no quería que se repitiese. Pero tampoco se atrevía a contarle lo que estaba haciendo—. No me encuentro muy bien. Mañana te llamo y…

—Como quieras. Pero deberías cuidarte un poco. Pasar tanto tiempo delante de ese ordenador te cambia demasiado el humor.

Cuando Martha colgó, Kevin se sintió más solo que nunca. Y sin embargo era incapaz de apartar la mirada de aquellos versos. El enigma de la princesa Sidior Bam se estaba convirtiendo en una obsesión, en una llamada que Kevin había oído y que ahora les impulsaba tanto a él como a Rob a apartarse de su camino. Pensó en Chema, en su enfado, en su desmedida reacción. Y se preguntó si no sería tan desmedida. Y después pensó en Martha.

«Dios mío. ¿Qué estoy haciendo?».

Capítulo 19

Como el tonto del pueblo. Así se sentía Rob McBride subido en la parte de atrás de una carreta en la única compañía de doce cabras que habían de ser llevadas a Elytshi Brassi, reino vecino al de Seranaz Nam. El gobernador de Port Varese se había quedado perplejo ante su petición, pero al final había accedido. ¿Cómo negar algo al baktus que había rescatado a Jean du Guillaumes y había hundido el barco de los tuétanos, evitando una catástrofe horrible para la ciudad?

El viaje fue largo y duro, por caminos llenos de curvas y baches que el conductor de la carreta sorteaba con alegría. Pero el traqueteo, los golpes y el olor a cabra no eran lo peor, sino la mente de Rob, un tortuoso sinsentido. ¿Qué hacía allí cuando su lugar estaba en la fortaleza de Isla Neblina, empuñando el hacha junto a Naj? Los ojos de una de las cabras le devolvieron su propio reflejo. Aún era Rob McBride, pero seguía sin reconocerse. ¿Por qué había dado un quiebro tan brusco a su misión? ¿Sensación de deber? ¿Curiosidad personal? Su mente no era su mente. Su corazón tampoco. Tenía dudas que jamás antes había tenido. Era como si estuviera poseído por otra persona, alguien que estuviera más allá de Fabuland.

En Seranaz Nam, el reino del Sur, todo resplandecía: la hierba, los caminos, los frutos de los árboles, incluso la sonrisa de las gentes. Caminando en dirección a la fortaleza, a Rob le costaba aceptar que de un lugar tan luminoso pudieran haberle llegado mensajes teñidos con tanta desolación. El castillo, enorme y recubierto de jaspe, brillaba como un faro a la luz del día. En lo más alto de la torre, una de las ventanas reveló un ligero movimiento, como una cortina que se abría. Entonces la vio. A pesar de la altura que los separaba, distinguió su grácil contorno, su piel pálida, sus delicadas facciones y los ojos plateados. Tal vez no los distinguiera en realidad, pero los recordaba tan bien que no le costó nada imaginarlos.

El tiempo se detuvo. Rob estaba hechizado por lo que veía en aquella ventana, un óvalo pálido que sabía le miraba. No se lo pensó y le envió un armadillo mensajero:

Remitente
: Rob McBride

Destinatario
: Princesa Sidior Bam

Asunto
: Estoy aquí

No temas, princesa. Te rescataré.

La respuesta no se hizo esperar, y al momento el armadillo mensajero descendió de la torre con la misma agilidad con que había trepado a ella.

Remitente
: Princesa Sidior Bam

Destinatario
: Rob McBride

Asunto
: Re: Estoy aquí

Sabía que vendrías. Ten cuidado.

El corazón de Rob empezó a dar saltos. ¡Era ella! Ahora estaba seguro y no pararía hasta salvarla. Atrás quedaban el miedo, los remordimientos y las dudas. Liberaría a la princesa y buscaría un modo de volver a Port Varese para embarcar hacia Isla Neblina. Aunque su problema inmediato era buscar un modo de liberar a la princesa. Las puertas del castillo estaban fuertemente vigiladas y en esta ocasión no contaba con el hechizo reductor de Haba la Rana. Tendría que ingeniárselas de alguna manera. Si pudiera enviarse a sí mismo por armadillo mensajero todo sería mucho más fácil, pero aquello no era posible. Rodeó con disimulo el castillo, fijándose en los sillares con que estaba construido. Demasiado sólidos y bien unidos, sin apenas espacio entre bloques por los que trepar, como la prisión de Port Varese. Para colmo, todo el edificio estaba rodeado por un profundo foso lleno de agua. Sería imposible llegar hasta la torre.

BOOK: Fabuland
3.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Chasing The Moon by Loribelle Hunt
Public Burning by Robert Coover
Canticos de la lejana Tierra by Arthur C. Clarke
Tangled by Karen Erickson
War Surf by M. M. Buckner
Darke London by Coleen Kwan
The Man Who Melted by Jack Dann
Never Say Never by Victoria Christopher Murray
Marc by Kathi S. Barton