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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (13 page)

BOOK: Fabuland
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Capítulo 11

El vigía de Leuret Nogara cayó abatido por una flecha antes de poder dar la voz de alarma. En pocos minutos, los cinco tuétanos al mando del general Bígaro traspasaron las ruinosas murallas de la ciudad e hicieron prisionero al Sabio Silvestre en su propia casa. Ni siquiera la Fuente de las Tres Bocas pudo alertar a la población, pues antes de darse cuenta de lo que estaba pasando, un tuétano la incapacitó con tres tapones de corcho.

—¿Dónde está Imi? —preguntó el general Bígaro—. Entréganos a ese perro y prometemos no destruir tu ciudad ni aniquilar a sus habitantes.

—Es un buen trato —dijo el tuétano que protegía la puerta.

El Sabio permanecía erguido, en una postura muy digna, tratando de conservar su orgullo a toda costa. Ni una palabra salió de sus labios.

—Prefieres morir, por lo que veo —añadió el jefe de los tuétanos paseando ante él mientras lo miraba con severidad—. Quieres pasar a la historia como el hombre que permitió la ruina definitiva de Leuret Nogara cuando pudiste salvarla. Así se hará, Sabio. Tú morirás el primero, luego encontraremos al perro y quemaremos la ciudad. ¿Es lo que quieres?

—No te saldrás con la tuya —replicó el Sabio controlando a duras penas su ira—. La Liga de los Cuatro Reinos acabará con vosotros.

—Oh, posiblemente te refieres a ese ejército de payasos que enviasteis a Akabba. Los nuestros les dieron una buena paliza, viejo. Y los supervivientes volvieron a casa con el rabo entre las piernas. Ahora dime dónde está ese perro o prepárate a morir.

—Basta, ¡guau! —ladró alguien desde la ventana—. Dejad al Sabio. Es a mí a quien buscáis.

—No, Imi —suplicó derrotado el Sabio Silvestre antes de recibir un manotazo en la boca que hizo brotar su sangre.

El general Bígaro contempló al insignificante perrito que los miraba encaramado a la ventana y se preguntó por qué motivo habría movilizado Kreesor a tantos soldados para capturar a una criatura tan pequeña y aparentemente dócil. Sin perder un instante, ordenó a sus hombres que lo atraparan y al momento Imi estaba encerrado en una jaula de madera atravesada por dos varas para facilitar su transporte.

—Da gracias a que tus amigos son más serviciales que tú, Sabio Silvestre. Ahora vivirás lo suficiente para ver cómo tu desastrosa ciudad queda reducida a escombros.

Cuando dejaron atrás los muros de Leuret Nogara, columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo mientras sus habitantes, alertados por el olor a quemado, buscaban refugio en el exterior.

—Kreesor estará contento —dijo el general Bígaro contemplando la ciudad en llamas desde lo alto de una loma.

—Pero no hemos conseguido el huevo, mi general —le recordó uno de sus hombres.

Bígaro lo miró con fastidio.

—Peinamos esa maldita jungla y no encontramos ni rastro del huevo. Esos monos resinosos no son tan mansos como el Sabio Silvestre. Que se lo pregunten al cabo Maxilar.

Todos miraron al suelo, consternados. El cabo Maxilar había sido atrapado y descoyuntado por los monos durante la huida y sus alaridos aún resonaban en los oídos de los demás tuétanos.

—Al menos tenemos al prisionero. Casi me da pena pensar en lo que Kreesor hará cuando lo tenga delante.

—¿Qué es lo que hizo para que Kreesor le haya cogido tanta manía?

—Espiar mensajes de la Hermandad.

—Que el Amo y Señor se apiade de su alma. Kreesor no tolera el espionaje.

—Kreesor no tolera casi nada —añadió el general Bígaro volviéndose hacia la jaula—. Este pobre infeliz tiene las horas contadas. No me gustaría nada estar en… ¿Qué diablos…?

En la madera de la jaula había aparecido una grieta, como si Imi estuviera rompiéndola desde dentro. Los gañidos del perrito aumentaron de intensidad hasta convertirse en un rugido atronador, y entonces la jaula entera estalló en una lluvia de astillas.

Los tuétanos dieron un grito de espanto. El general Bígaro echó mano a su ballesta y apuntó tembloroso a lo que hacía un momento había sido un perrito pacífico y ahora parecía una salvaje bola de pelo y dientes que incrementaba su tamaño a una velocidad de vértigo.

—¡Disparadle! ¡Disparadle! —gritaba el general a sus aterrorizados hombres, que se habían dispersado en círculo alrededor de la alimaña.

Entonces una bola de energía chocó contra la bestia, devolviéndole su apariencia original y encerrándola en una burbuja de color salmón mientras un personaje peludo cubierto por una túnica roja hacía su aparición sobre la loma.

—Yo me ocuparé de llevar al prisionero ante Kreesor —dijo el mago hirsuto—. General Bígaro, estoy aquí para encomendarte una nueva misión. Escucha atentamente.

Los Doce cuentos peregrinos volvieron intactos después de una mañana entera en el parque. Kevin había estado sentado frente al lago, perdido en sus pensamientos. Era mucha coincidencia que Haba la liana hubiera hecho acto de presencia justo después de que Martha conociera Fabuland y al poco rato de haber visitado con él Frog Island (el parque de las ranas). Sin embargo tenía un extraño presentimiento con respecto a la princesa Sidior Bam. Sus mensajes eran demasiado humanos, como sí en vez de un personaje de Fabuland los emitiese una persona del mundo real. A media mañana no pudo resistirlo más y llamó a Martha. Necesitaba verla, pero no fue posible porque ella había ido con su familia a visitar a un hermano del señor Sheridan que tenía una granja en Indiana.

—Esta noche te llamo —prometió Martha antes de perder la cobertura.

Para colmo de males, cuando Kevin llegó a casa reconoció el coche azul aparcado junto al césped. Un olor familiar le golpeó en las fosas nasales. ¡Oh, Dios!, pensó. Espaguetis lavados. La receta favorita de Sarah Dexter. De todas las formas que había de cocinar espaguetis (con carne picada, con atún, con salsa de tomate, con beicon y nata, con gambas y perejil…) su hermana sólo conocía una: poner espaguetis en agua hirviendo, remover durante quince minutos, escurrirlos y a la mesa.

Como mucho se permitía el exotismo de añadirles una pizca de sal y un poco de queso rallado. Cuando entró en la cocina, vio sobre la mesa un plato y un vaso sucios, y en la vitrocerámica un cazo aún humeante.

Subió a su habitación, temiéndose lo peor. Y lo peor se hizo ante sus ojos. Sarah estaba sentada frente al ordenador, conectada a Internet y riendo en silencio mientras tecleaba algo, seguramente estupideces.

El caso de su hermana era algo que los expertos en genética deberían estudiar. Resultaba imposible que de un padre tan charlatán como el doctor Dexter y una madre tan cotorra como Sally Alder, hubiera salido una hija tan poco habladora como Sarah Dexter. Kevin tampoco es que fuera un orador nato, pero por lo menos hablaba cuando tenía algo que decir. Sarah se limitaba a los monosílabos, y únicamente si le preguntabas algo y disfrutabas del privilegio de que te oyera. Lo que tenía de silenciosa contrastaba con lo chillón de su vestuario. Ese día llevaba un top verde con un corazón blanco en el centro, unos vaqueros de pernera ancha estampados con flores y unos enormes zapatos rojos. Sólo le faltaba un gato amarillo para parecer el dibujo de un niño de cuatro años.

—Hola, Sarah.

No hubo suerte. La mayor de los hermanos Dexter siguió tecleando sin apartar la vista de la pantalla. De vez en cuando paraba, leía, se reía y volvía a escribir.

—¿No tienes Internet en casa? —probó de nuevo Kevin, aunque la respuesta era evidente. Sarah nunca iba a casa de su padre si no era porque su vecino, el señor Bennington, había salido de viaje y había desconectado el puerto de acceso inalámbrico que le permitía a Sarah robarle la señal.

De hecho hacía tiempo que el señor Bennington no se iba de viaje, porque Kevin apenas recordaba la última vez que vio a su hermana. Desde que se marchó a vivir con un par de amigas a una residencia universitaria en Ann Arbor, casi no se le veía el pelo. Aunque, pensó Kevin, sus hábitos no debían de haber cambiado mucho: todo el día enchufada a un chat y quedando con desconocidos cada dos por tres.

—¿Vas a estar mucho rato? Tengo cosas que hacer.

—He hecho espaguetis —dijo Sarah sin dejar de mirar el monitor—. Están abajo.

En momentos así, Kevin se sentía desarmado. Muchos de sus amigos con hermanas aseguraban que habrían matado por tener un hermano, aunque sólo fuera una vez al mes. Kevin no pensaba igual. Él se habría conformado con tener una hermana con la que pudiera comunicarse, aunque fuera una vez al año.

Bajó a la cocina, confiando en que Sarah se ligara pronto a alguien y tuviera que marcharse pitando a su casa a maquillarse, y se sirvió un plato de espaguetis lavados, a los que añadió todo lo que encontró en la nevera: salchichas, orégano, kétchup, mostaza, salsa ranchera y una hoja de lechuga. Los masticó despacio, dando tiempo a su hermana para que acabara lo que tuviera que hacer y se largara, pero el plato se quedó vacío y arriba seguía oyéndose el ruido de las teclas, que se hundían veloces y ligonas. Dándose por vencido, recogió la cocina y se tumbó en el sofá con los Doce cuentos peregrinos. Sólo llegó a leer el primero antes de quedarse dormido y despertar un minuto después, sobresaltado por el ruido de la puerta al cerrarse seguido del motor del coche de su hermana.

Al fin. Naj y Haba estarían esperando a Rob para internarse en la comarca de la Noche Caprichosa.

Se levantó, echó la llave y subió los peldaños de tres en tres.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Naj con el ceño fruncido—. Llevamos un buen rato esperándote.

—Lo siento —dijo Rob desorientado—. Debí de quedarme dormido en algún sitio.

Era extraño, pero a veces le ocurría. Aparecía en un lugar sin recordar dónde había estado el minuto anterior. Lo había hablado alguna vez con Naj, con Imi y con el Sabio Silvestre, y todos confesaban haber tenido experiencias semejantes. Era un fenómeno común para el que los científicos de Fabuland aún no habían llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Aunque en el caso de Rob no era un síntoma frecuente, empezaba a preocuparle.

Hacía pocos minutos que habían emprendido la marcha cuando se hizo la oscuridad; una oscuridad tan negra, profunda y completa que hería la vista. No era una oscuridad como la que se produce cuando alguien sopla una vela, sino más bien como cuando el mundo se acaba sin remedio. Los tres amigos se alarmaron, chocaron entre sí, chocaron con otros objetos y sintieron cierto alivio cuando uno de los tres, no se sabe quién, dijo:

—¿Qué ha pasado?

Lo que indicaba que estaban vivos y que aquello seguía adelante. Lo malo era que si seguían adelante en esas condiciones era fácil que acabaran despeñándose por una fosa. Se quedaron muy quietos, lo más juntos posible, y Rob abrió su bolsa para buscar la linterna. Pero si el exterior estaba oscuro, dentro de la bolsa reinaban las tinieblas pintadas de negro. Tanteando como pudo, abrió el frasco e introdujo dentro uno de los lumis, pero aquello no funcionaba. Entonces recordó que para que un lumi se encendiera había que partirlo en dos. Estaba a punto de hacerlo cuando el sol volvió a aparecer, interrumpiendo su acción. Y fue una suerte, porque lo que Rob sostenía entre los dedos con la intención de dividirlo en dos mitades no era un lumi sino la cerdita Oguba, que parpadeaba angustiada consciente de cuál podía haber sido su destino.

—¡Qué estás haciendo! —se horrorizaron a la vez Naj y Haba cuando vieron a Rob.

El baktus, avergonzado, pidió disculpas a Oguba y volvió a meterla en la bolsa del inventario antes de consultar el mapa y descubrir lo que había ocurrido.

—Hemos llegado a la comarca de la Noche Caprichosa —explicó—. Siempre me he preguntado por qué se llamaba así, pero acabo de salir de dudas —fijó un rumbo en el mapa, tomó como referencia una pequeña colina que se divisaba en el Oeste y echó a andar—. Será mejor que sigamos antes de que vuelva a ocurrir.

Volvió a ocurrir cuando apenas habían caminado dos pasos. Esta vez no hubo pánico, sólo una leve desorientación, y se sintieron mucho más tranquilos cuando, al mirar hacia arriba, i comprobaron que las estrellas brillaban en el cielo. Continuaron andando en la dirección que había marcado Rob, y en un periodo de veinte minutos el día siguió varias veces a la noche.

Era tan extraño lo que sucedía en aquel lugar que el contacto con la realidad se disipó por completo, dejándoles una única certeza: se habían perdido. Volvieron a encontrarse cuando el sol iluminó la colina, pero la oscuridad les sorprendió de nuevo, esta vez con consecuencias notables. A pesar de que seguían un camino llano y sin desniveles, Rob perdió el equilibrio y cayó rodando por un terraplén, seguido por sus tres amigos.

—¡Ouch! —se quejó Naj cuando algo duro parecido a una pared interrumpió dolorosamente su descenso—. ¿Qué florecillas silvestres ha pasado?

Rob sacudió la cabeza para despejarse. Estaba tumbado bocabajo sobre una superficie de metal en forma de rejilla y no se atrevía a moverse demasiado por si acaso volvía a caerse.

—Creo que hemos caído por un barranco que permanecía camuflado por el paisaje.

—Menudo guía. ¿No te diste cuenta?

—¡Cómo iba a darme cuenta! Caminar por aquí es como ir parpadeando todo el rato. No hay forma de hacerse una composición de lugar en condic…

Rob interrumpió su discurso cuando varios litros de agua cayeron sobre su cuerpo.

—¡Chist…! ¡Queremos dormir!

—¡Gamberros! ¡Id a gritar a vuestra casa!

Entonces se hizo de día y Rob pudo comprobar que la rejilla donde se encontraba tumbado era una alcantarilla por la que se filtraba el agua que habían arrojado sobre él. Vio a Naj a su lado, apoyado en la fachada de un edificio de piedra pintado de amarillo pálido y rematado por una techumbre de paja. Había otras casas alrededor, todas ellas de factura idéntica; y una fuente; y un par de carruajes; y en el centro de una plaza una estatua que representaba a una enorme lechuza enfrentada a un gigantesco halcón. Habían ido a parar a una ciudad oculta en el fondo del barranco. Rob buscó a Haba y la encontró dentro de la fuente, escupiendo un largo chorro de agua.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

De pronto las puertas de todos los edificios se abrieron y una multitud inundó las calles. En apenas unos segundos la ciudad se convirtió en un torbellino de ruidosa actividad. La gente se daba los buenos días y se dirigía ordenadamente a ocupar su lugar en la vida cotidiana. El mercado se llenó de comerciantes que jaleaban sus mercancías, mientras que en los establecimientos situados en los pisos más bajos un hombre confeccionaba calzado, otro hacía pan y otros desempeñaban los más diversos oficios, desde la carpintería al diseño de botellas y la confección de cinturones y horquillas. En uno de los laterales de la plaza había un guiñol en el que unos titiriteros daban vida a las épicas hazañas de Puck el Calcetín y Lisa la Fregona ante docenas de niños que reían encantados. Mientras tanto, en la iglesia, una pareja se casaba bendecida por el párroco y todos sus familiares. La cantina estaba llena de gente que tomaba café con bollos mientras comentaba las noticias impresas en el periódico local que un joven repartidor montado en una cabra distribuía por toda la ciudad.

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