Fablehaven (36 page)

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Authors: Brandon Mull

BOOK: Fablehaven
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Finalmente, las hadas los depositaron en el jardín, donde los esperaba Dale.

—Ahora sí que lo he visto todo —dijo al tiempo que las hadas dejaban al abuelo y a la abuela Sorenson junto a él.

El hada del pelo corto azul y de las alas de plata se puso frente a Kendra.

—Gracias —dijo Kendra— Lo habéis hecho de maravilla. Estaremos siempre en deuda con vosotras.

El hada de plata asintió simplemente una vez, con los ojos muy brillantes.

Entonces, como si respondieran a una señal, las hadas se apiñaron alrededor de Kendra y fueron dándole un beso rápido una por una. Cada vez que recibía un beso, el hada que se lo había dado recuperaba su tamaño anterior en medio de una nube de destellos y a continuación salía volando como una flecha. La rápida sucesión de besos iba acompañada de unas sensaciones embriagadoras. Una vez más, Kendra olió los aromas terrosos de la reina de las hadas, el aroma de un suelo rico y de flores jóvenes. Notó sabores de miel, de fruta y de bayas, todos incomparablemente dulces. Oyó la música de la lluvia, el llanto del viento y el rugido del mar. Notó algo parecido a que el calor del sol la abrazase y fluyese a través de su cuerpo. Las hadas le besaban los ojos, las mejillas, las orejas, la frente.

Cuando la hubieron besado las últimas de las más de trescientas hadas, Kendra se tambaleó hacia atrás y se sentó en la hierba. No sintió dolor alguno. De hecho, le extrañó un poco no verse flotando por el aire, de tan liviana y borracha como se sentía.

El abuelo y Dale ayudaron a Kendra a levantarse.

—Me apuesto lo que sea a que esta jovencita tiene toda una historia que contarnos —dijo el abuelo—. Y también apostaría a que ahora no es el mejor momento para eso. Hugo, ve a ocuparte de tus labores.

Dale ayudó a Kendra a entrar en la casa. Se sentía eufórica y distante. Se alegraba de que su familia estuviera sana y salva. Pero a la vez se sentía tan inexplicablemente dichosa, y tan remotos le parecían ahora todos los problemas de la noche anterior, que empezó a preguntarse si no habría sido todo un sueño surrealista.

El abuelo cogió a la abuela de las manos.

—Siento haber tardado tanto en hacerte volver —dijo él en voz baja.

—Puedo adivinar las razones —respondió ella—. Tenemos que hablar sobre eso de que te hayas comido mis huevos.

—No eran tuyos —protestó el abuelo—. Eran los huevos de la gallina en cuyo cuerpo habitabas.

—Me alegro de que seas tan desapegado.

—Todavía quedan unos cuantos en la nevera.

Kendra se tropezó al subir los escalones del porche. El abuelo y Dale la ayudaron a subir y a entrar en la casa. ¡Los muebles estaban otra vez en su sitio! Casi todos ellos habían sido reparados, con alguna que otra alteración. Un sofá había sido reconvertido en silla. Unas cuantas pantallas de lámpara estaban hechas de material diferente. El marco de un cuadro había quedado aderezado con incrustaciones de gemas.

¿Tan rápido habían podido trabajar los duendes? A Kendra se le cerraban los ojos. El abuelo llevaba de la mano a la abuela y le susurraba algo al oído. Seth parloteaba, pero no se entendía lo que decía. Dale lo sujetaba por los hombros para guiar sus pasos. Casi habían llegado a las escaleras, pero Kendra ya no podía mantener los ojos abiertos más tiempo. Notó que se desplomaba, y que unas manos la agarraban, y entonces perdió la conciencia.

Capítulo 19. Adiós a Fablehaven

Kendra y el abuelo iban recostados dentro de la carreta mientras Hugo los llevaba por el camino de tierra, andando con parsimonia. La mañana estaba despejada y soleada, con sólo unas pocas nubes altas y diluidas, apenas visibles, como pinceladas accidentales sobre un lienzo azul. Iba a ser un día de mucho calor, pero de momento la temperatura resultaba agradable.

Un par de hadas se acercaron volando a la carreta y saludaron a Kendra con la mano. Ella les devolvió el saludo y las hadas ganaron velocidad, volando la una alrededor de la otra. El jardín estaba otra vez lleno de hadas, y todas prestaban una atención especial a Kendra. Cada vez que ella daba muestras de verlas, parecían alegrarse mucho.

—Desde que ocurrió todo, no hemos tenido realmente un momento para charlar —observó Kendra.

—Te has pasado la mitad del tiempo durmiendo —respondió el abuelo.

Era verdad. Después del tormento, se había tirado dos días y dos noches durmiendo sin parar: un récord personal.

—Todos aquellos besos me dejaron exhausta —dijo.

—¿Tienes ganas de ver por fin a tus padres? —preguntó el abuelo.

—Sí y no. —Habían pasado tres días desde que Kendra se había despertado. Sus padres iban a ir a recogerlos esa misma tarde—. Estar en casa va a ser un rollo después de todo lo que hemos vivido aquí.

—Bueno, tendréis unos cuantos demonios menos de los que preocuparos.

Kendra sonrió.

—Cierto.

El abuelo se cruzó de brazos.

—Lo que hiciste fue tan extraordinario que no sé cómo hablar de ello.

—A mí apenas me parece real.

—Oh, fue real. Solucionaste una situación irreparable, y de paso nos salvaste la vida a todos. Hace siglos que las hadas no intervenían en una guerra. En ese estado, su poderío prácticamente no tenía rival. Bahumat no tuvo la menor oportunidad. Lo que hiciste requirió tanto valor, y estaba tan abocado al fracaso, que no se me ocurre pensar en nadie que yo conozca que se hubiera atrevido siquiera a intentarlo.

—Para mí fue como si se tratase de mi única esperanza. ¿Por qué crees que la reina de las hadas quiso ayudarme?

—Estoy tan perdido como tú. A lo mejor para salvar la reserva. A lo mejor percibió la sinceridad de tus intenciones. Tu juventud debió de ser un punto a tu favor. Estoy seguro de que las hadas prefieren mil veces seguir a una chiquilla a una guerra que a un pomposo general. Pero lo cierto es que jamás hubiera imaginado que algo así funcionara. Fue un milagro.

Hugo detuvo la carreta. El abuelo se apeó y ayudó a bajar a Kendra. Ella llevaba el pequeño cuenco de plata que había cogido en la isla. Empezaron a bajar por una tenue vereda en dirección a un arco abierto en un seto alto y descuidado.

—Se me hace raro no tener que beber más esa leche —dijo Kendra.

La noche que se despertó después de la ronda de besos de las hadas, cuando se asomó a la ventana, vio hadas revoloteando por todo el jardín. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ese día aún no había probado una gota de leche.

—Reconozco que eso me tiene algo preocupado —dijo el abuelo—. Las criaturas fantásticas no viven recluidas únicamente dentro de estas reservas. La ceguera de los mortales puede ser una bendición. Ve con cuidado cuando mires.

—Yo prefiero ver las cosas tal como son —declaró Kendra.

Cruzaron el arco del seto. Un grupo de sátiros estaban jugando a perseguir a varias esbeltas doncellas que lucían flores en el pelo. El bote de pedales flotaba a la deriva en mitad del estanque. Las hadas se acercaban y volaban a ras del agua, para alzar el vuelo a continuación entre los cenadores.

—Tengo curiosidad por saber qué otros cambios han obrado en ti las hadas —dijo el abuelo—. Es la primera vez que conozco un caso como el tuyo. ¿Me lo contarás si descubres alguna otra rareza?

—¿Como si soy capaz de convertir a Seth en una morsa?

—Me alegro de que puedas bromear con el asunto. Pero te hablo en serio.

Subieron los escalones del pabellón más próximo.

—¿Lo lanzo sin más? —preguntó Kendra.

—Creo que sería lo mejor —dijo el abuelo— Si el cuenco vino de esa isla, tendrías que devolverlo.

Kendra lanzó el cuenco como si de un frisbee se tratase. Acabó cayendo al agua. Casi de inmediato, una mano salió disparada del agua y lo cogió.

—Qué velocidad —dijo Kendra—. Probablemente terminará junto a Mendigo.

—Las náyades respetan a la reina de las hadas. Se asegurarán de que el cuenco acabe donde tiene que estar.

Kendra miró el embarcadero.

—Es posible que no te conozca —dijo el abuelo.

—Sólo quiero despedirme, tanto si lo entiende como si no.

Fueron por la pasarela de tablones de madera hasta llegar al cenador de al lado del embarcadero. Kendra recorrió todo el pan—talán hasta el final. El abuelo se quedó unos pasos detrás de ella.

—Recuerda: no te acerques demasiado al agua.

—Ya lo sé —replicó Kendra.

La chica se inclinó para mirar las aguas del estanque. Estaban mucho más claras que por la noche. Al darse cuenta de que la cara que la estaba mirando no era su propio reflejo, dio un brinco. La náyade parecía una niña de unos dieciséis años, con los labios carnosos y una abundante melena dorada alrededor de una cara en forma de corazón.

—Quiero hablar con Lena —dijo en voz bien alta y vocalizando exageradamente cada sílaba.

—Puede que no acuda —dijo el abuelo.

La náyade seguía mirándola fijamente.

—Trae a Lena, por favor —repitió Kendra. La náyade se marchó nadando—. Vendrá —dijo Kendra con seguridad.

Aguardaron. No venía nadie. Kendra observó el agua atentamente. Hizo bocina con las manos y exclamó:

—¡Lena! ¡Soy Kendra! ¡Quiero hablar contigo!

Transcurrieron varios minutos. El abuelo esperó con ella pacientemente. Entonces, un rostro ascendió del fondo hasta casi la superficie del agua, justo en el extremo del muelle. Era Lena. Seguía teniendo el pelo blanco con algún que otro mechón negro. Aunque no parecía más joven que antes, su rostro poseía la misma cualidad intemporal de siempre.

—Lena, hola, soy Kendra, ¿te acuerdas de mí?

Lena sonrió. Tenía la cara a apenas dos centímetros de la superficie.

—Sólo quería despedirme. Me encantaba hablar contigo, de verdad. Espero que no te importe volver a ser una náyade otra vez. ¿Estás enfadada conmigo?

Lena indicó por gestos a Kendra que se acercase un poco más. Se llevó una mano a la boca como si quisiera contarle un secreto. Sus ojos con forma de almendra lucían una expresión alegre y emocionada. No casaban con los cabellos canos. Kendra se dobló un poco por la cintura.

—¿Qué? —preguntó.

Lena puso los ojos en blanco y le hizo gestos para que se acercase más. Kendra se agachó un poquito más y, en el preciso instante en que Lena sacaba el brazo para agarrarla, el abuelo Sorenson tiró de ella hacia atrás.

—Te lo dije —dijo el abuelo—. No es la misma mujer que conociste en casa.

Kendra se inclinó lo justo para poder echar un vistazo desde el borde del embarcadero. Lena le sacó la lengua y se alejó buceando.

—Por lo menos no está sufriendo —dijo Kendra.

El abuelo la llevó al cenador otra vez, sin decir nada.

—Ella me contó que jamás elegiría recuperar su vida de náyade —comentó Kendra al cabo de un ratito—. Más de una vez me lo dijo.

—Estoy seguro de que lo decía en serio —dijo el abuelo—. Desde donde yo me encontraba, no me pareció que se fuera de buena gana.

—Yo también me fijé. Tenía miedo de que estuviera sufriendo. Creí que a lo mejor nos necesitaba para que la rescatásemos.

—¿Te has quedado satisfecha? —preguntó el abuelo.

—Ni siquiera estoy segura de si se acordaba de mí —reconoció Kendra—. Al principio creí que sí, pero me apuesto lo que sea a que estaba fingiendo, haciendo lo posible para que me acercase lo suficiente para tirar de mí y ahogarme.

—Probablemente.

—No echa de menos ser humana.

—No desde su punto de vista actual —coincidió el abuelo—. Del mismo modo que ser una náyade no debía de parecerle muy enriquecedor desde el punto de vista de los mortales.

—¿Por qué las hadas le habrán hecho esto?

—No creo que para ellas fuese un castigo. Seguramente Lena ha sido víctima de la mejor de las intenciones.

—Pero iba discutiendo con ellas. No quería acompañarlas.

El abuelo se encogió de hombros.

—Puede que las hadas supieran que, una vez que recuperase su forma anterior, cambiaría de idea. Y parece que estaban en lo cierto. Recuerda que las hadas experimentan la existencia igual que las náyades. Desde su punto de vista, Lena estaba loca por querer ser mortal. Seguramente pensaban que iban a curarle la locura.

—Me alegro de que devolviesen a todo el mundo su forma anterior —concluyó Kendra—. Sólo que con Lena se pasaron de la raya.

—¿Estás segura? Lena era una náyade en su origen. —No le agradaba la idea de envejecer. Por lo menos así no se morirá. Ni se hará más vieja. —No, eso es verdad.

—Aun así, creo que prefería ser humana. El abuelo arrugó el entrecejo.

—Puede que tengas razón. La verdad sea dicha: si yo conociera el modo de reclamar la devolución de Lena, no dudaría en hacerlo. Estoy convencido de que, una vez convertida de nuevo en mortal, nos estaría agradecida. Pero una náyade sólo puede descender al nivel mortal por propia voluntad. En su estado actual, dudo de que eligiese eso. Estoy seguro de que está muy desorientada. A lo mejor con el tiempo ve las cosas con algo de perspectiva.

—¿Cómo es ahora la vida para ella?

—No hay forma de saberlo. Por lo que sé, se trata de una situación excepcional. Sus recuerdos de su vida mortal han quedado distorsionados, al parecer, si es que conserva alguno.

Kendra se retorció inconscientemente la manga de la camisa, con un gesto de dolor en el rostro.

—Entonces, ¿simplemente la dejamos aquí?

—De momento. Haré unas cuantas pesquisas y meditaré sobre la cuestión. No te preocupes demasiado. Lena no querría que sufrieras por ello. La alternativa era ser devorada por un demonio. A mí me pareció que estaba conforme.

Iniciaron el regreso a la carreta.

—¿Qué pasa con la Sociedad del Lucero de la Noche? —preguntó Kendra—. ¿Siguen siendo una amenaza? Muriel dijo que estaba en contacto con ellos.

El abuelo se mordió el labio inferior.

—Esa sociedad representará una amenaza mientras siga existiendo. Es difícil que un visitante que no ha sido invitado tenga permiso para entrar en una reserva, ya sea mortal o no. Hay quien diría que es imposible, pero la sociedad ha dado repetidas muestras de tener recursos para sortear obstáculos considerados imposibles de vencer. Por fortuna, hemos frustrado sus intentos de utilizar a Muriel para liberar a Bahumat y apoderarse de la reserva. Pero ahora sabemos que están enterados de la ubicación de Fablehaven. Tendremos que estar más alerta que nunca.

—¿Qué artefacto secreto se guarda aquí?

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