Authors: Brandon Mull
¿Cuánta sangre necesitaría? La reina de las hadas no había especificado cantidades. Kendra fue revisando los armarios en busca de alguna herramienta. Acabó con un escardador y otro molde para tartas. Obtener sangre suficiente para verterla al cuenco desde un molde de tartas sería una tarea de lo más desagradable; le daba miedo intentar verter la sangre directamente de su fuente al cuenco y acabar derramándolo todo.
—¡Viola! —gritó Kendra—. No sé si me entiendes. Necesito un poco de sangre tuya para salvar Fablehaven. Puede que esto te duela un poco, así que intenta ser fuerte.
La vaca no dio la menor muestra de haber comprendido. Kendra volvió a la teta que había ordeñado hacía un momento. Era la única zona no protegida por pelambre, por lo que se figuró que sería el mejor lugar para recoger un poco de sangre.
Subió la escalera sólo un par de peldaños. Quería perforar la mama a baja altura para que gotease. Si hubiera encontrado un cuchillo, habría tratado de practicarle un corte. Lo único afilado que tenía el escardador eran los pinchos del extremo, por lo que iba a tener que arreglárselas con una herida producida por un pinchazo.
Desde allí arriba, mientras se planteaba la operación de clavarle el escardador, la teta rosada le parecía algo ajeno. Iba a tener que clavar con fuerza. En un animal de semejantes dimensiones, la piel sería más bien gruesa. Se dijo a sí misma que para la gigantesca vaca sería sólo como si se pinchara con una espina del campo. Pero ¿a ella le haría gracia que alguien viniese a clavarle una espina? Probablemente aquello molestaría mucho a la vaca.
Kendra izó el escardador, mientras sostenía con la otra mano el molde para tartas.
—¡Lo siento, Viola! —gritó, y hundió la herramienta en la elástica carne de la mama.
Se metió casi hasta el mango, y Viola profirió un mugido de horror.
La enorme mama rebotó contra Kendra, derribándola de la escalera. No soltó la herramienta, por lo que la extrajo de la herida al caer al vacío. La escalera se desplomó en el suelo, a su lado.
Viola se desplazó a un lado y echó arriba la cabeza, y soltó otro mugido. El granero se estremeció y Kendra empezó a oír el crujido de la madera al partirse. La cubierta tembló. Las paredes se combaron y crujieron. Kendra se tapó la cabeza. Unas pezuñas enormes pisotearon el suelo y Viola emitió otro mugido largo y lastimero. A continuación, la vaca se serenó.
Kendra levantó la vista. De arriba le caían encima polvo y heno. La sangre resbalaba por la teta y goteaba al suelo.
Al ver que Viola se había tranquilizado y que la sangre brotaba libremente, Kendra dejó a un lado el molde de tartas y fue a por el cuenco de plata. Se colocó debajo de la ubre y empezó a recoger gotas de sangre. Una vez había visitado junto a su familia una gruta, y la imagen que veía ahora le recordó el agua que goteaba de una estalactita.
Pronto la mezcla de líquidos del cuenco pasó del blanco al rosa. El flujo de sangre se ralentizó. La parte inferior y la punta de la mama estaban manchadas de sangre. Kendra supuso que sería suficiente.
Fue a sentarse junto a la puertecilla. Ahora le tocaba a su propia sangre. Quizá pudiera probar sólo con la sangre de la vaca y ver si daba resultado. No, ante todo no debía perder tiempo. ¿Cómo iba a sacarse sangre? De ningún modo iba a utilizar el escardador, salvo que antes lo esterilizase.
Dejó el cuenco en el suelo y rebuscó otra vez dentro de los armarios. Se fijó en un imperdible que estaba prendido en un mono de trabajo. Lo desprendió y corrió hacia el cuenco.
Extendió la mano sobre el cuenco y vaciló sin saber qué hacer. Siempre había aborrecido las agujas, la idea de ser totalmente consciente de que algo estaba a punto de hacerle daño y, pese a ello, tener que soportarlo con serenidad. Pero hoy no era el día idóneo para ponerse tiquismiquis. Apretó los dientes, se pinchó el pulgar con el imperdible y se estrujó la yema hasta que salieron dos gotas de sangre que cayeron a la mezcla del cuenco. Con eso tendría que bastar.
Kendra miró el molde para tartas. Probablemente debería tomar un poco de leche, ya que empezaba un nuevo día. Dio un sorbo. Entonces, cayó en la cuenta de que su familia necesitaría también leche en cuanto se encontrase con ellos.
En uno de los armarios había visto agua embotellada. Kendra fue corriendo a ese armario, eligió una botella, le quitó el tapón de rosca, desechó el contenido y rellenó la botella con la leche que quedaba en el molde de tarta. La botella casi no le cupo en el bolsillo.
Kendra recogió el pequeño cuenco de plata. Removió un poco la solución y salió del granero. Los colores del alba teñían el horizonte a largos trazos. Faltaba poco para el amanecer.
¿Y ahora qué? No se veía ni rastro de hadas. Cuando la reina le había comunicado lo que tenía que hacer, Kendra no había sentido la menor duda de que las siervas a las que se refería eran las hadas. Se suponía que tenía que preparar un brebaje que de alguna manera haría que la ayudasen.
¿Qué efecto provocaría? Kendra se dio cuenta de que no tenía la menor idea al respecto. ¿Qué podría hacer? ¿Que de pronto les cayese bien? Y entonces, ¿qué? A falta de otras opciones, tendría que confiar en la seguridad que había notado cuando la reina de las hadas habló con ella mentalmente.
En primer lugar, era preciso encontrar hadas. Deambuló por el jardín. Había una, vestida de naranja y negro de los pies a la cabeza, con unas alas de mariposa a juego.
—¡Oye, hada, tengo una cosita para ti! —exclamó Kendra.
El hada salió disparada hacia ella, miró el cuenco, se puso a parlotear con su vocecilla aguda y se marchó zumbando. Kendra se paseó por el jardín hasta que dio con otra hada y acabó presenciando exactamente la misma reacción. Primero el hada se comportó con entusiasmo y a continuación se marchó volando.
Al poco rato, un buen número de hadas volaban hacia Kendra, echaban un vistazo al cuenco y se alejaban por el cielo. Al parecer estaban haciendo correr la voz.
Kendra acabó al lado de la estatua metálica de Dale. Depositó el cuenco en el suelo y se apartó de él, por si su proximidad pudiera estar disuadiendo a las hadas. La mañana se tornaba cada vez más luminosa. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, docenas de hadas revoloteaban en círculos por encima del cuenco. Ya no acudían sólo para marcharse acto seguido y a toda velocidad. Estaba formándose una auténtica multitud. De vez en cuando se acercaba una volando justo hasta el filo del cuenco para echar una ojeada a su contenido. Otra incluso apoyó su diminuta mano en el borde. Pero ninguna de ellas probó un solo sorbito. Casi todas permanecían a varios metros de distancia.
La muchedumbre aumentó hasta más de un centenar de hadas. Aun así, ninguna probaba el bebedizo. Kendra procuró ser paciente. No quería ahuyentarlas.
De repente, el sonido de un fuerte viento interrumpió la quietud de la mañana.
Kendra no percibió brisa alguna, pero sí que podía oír a lo lejos un vendaval atronador. Y cuando el sonido del viento se debilitó hasta desaparecer, un feroz rugido resonó por todo el jardín. Las hadas se desperdigaron.
Sólo podía significar una cosa.
—¡Esperad, por favor, tenéis que beberos esto! ¡Vuestra reina me encargó que os lo preparase! —Las hadas volaban de un lado para otro, presas de la confusión—. ¡Deprisa, el tiempo se acaba!
Ya fuera efecto de sus palabras, ya consecuencia de que el sobresalto inicial hubiera cesado, lo cierto es que las hadas se arremolinaron alrededor del cuenco otra vez.
—Probadlo —dijo Kendra—. Dad un sorbo.
Ninguna de las hadas aceptó la invitación. Kendra metió un dedo en el cuenco y probó el elixir. Trató de no poner cara de asco; sabía salado y desagradable.
—Hmm..., qué rico.
Un hada de cabellos negros como el azabache y alas del abejorro se acercó al cuenco. Imitando a Kendra, metió un dedito y probó el brebaje. De pronto, envuelta en un remolino del destellos y chispas, el hada creció hasta medir casi dos metros de alto. Kendra percibió el fértil aroma que había acompañado a la reina de las hadas. El hada agrandada pestañeó sin poder dar crédito a sus ojos, y a continuación se elevó muchísimo por el aire.
Las otras hadas se apiñaron sobre el cuenco. Una lluvia de chispas refulgió por todo el jardín a medida que las hadas se transformaban en versiones de sí mismas a tamaño gigante. Kendra retrocedió, protegiéndose los ojos de aquellos deslumbrantes fuegos artificiales. En cuestión de segundos se vio rodeada de una gloriosa hueste de hadas de tamaño humano, unas de pie en el suelo, pero la mayoría aleteando suspendidas en el aire.
Las hadas medían todas más o menos lo mismo y resultaban igualmente hermosas, con la alargada musculatura de las bailarinas profesionales. Vestían prendas exóticas de vivos colores. Conservaban sus majestuosas alas y seguían emitiendo luz, aunque el suave fulgor se había convertido en un resplandor brillante. El cambio más notorio era el que habían experimentado sus ojos. La picardía de antes había sido reemplazada por un reflejo severo y vehemente.
Un hada de lustrosas alas color plata y el pelo corto y azul se posó en el suelo delante de Kendra.
—Nos has convocado a una guerra —anunció el hada, hablando con fuerte acento—. ¿Qué ordenas?
Kendra tragó saliva. Un centenar de hadas de tamaño humano ocupaban mucho más espacio que un centenar de hadas diminutas. Antes eran un primor. Ahora resultaban más bien imponentes. No le haría gracia tener de enemigas a estas orgullosas serafinas.
—¿Podéis devolver a Dale a su estado original? —preguntó Kendra.
Un par de hadas se agacharon junto a Dale, pusieron las manos encima de él y le ayudaron a ponerse de pie. Dale miró a Kendra maravillado y ofuscado a la vez, y se palpó el cuerpo, como asombrado de saberse intacto.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Y Stan?
—Las hadas te han curado —le explicó Kendra—. El abuelo y los demás están aún en apuros. Pero me parece... que estas hadas nos van a ayudar.
Kendra volvió a dirigir la mirada a la deslumbrante hada de plata.
—Muriel, la bruja, está intentado soltar a un demonio que se llama Bahumat.
—El demonio está suelto —dijo el hada—. No tienes más que darnos la orden.
Kendra apretó los labios.
—Tenemos que encerrarlo de nuevo. Y a la bruja también. Y tenemos que rescatar a mis abuelos Sorenson, y a mi hermano, Seth, y a Lena.
El hada de cabellos azules asintió en silencio y transmitió las órdenes en un lenguaje musical. Algunas de las hadas se pusieron a rebuscar algo entre las plantas próximas. Sacaron de ellas un arma para cada una. Un hada amarilla sacó una espada de cristal de la tierra de un parterre. Un hada violeta transformó la espina de un rosal en una lanza. El hada de plata con el pelo azul transformó la concha de un caracol en un hermoso escudo. El pétalo de un pensamiento se convirtió en una reluciente hacha en su otra mano.
—Ésta es tu voluntad —confirmó el hada de plata.
—Sí —respondió Kendra en tono firme.
Las hadas alzaron el vuelo todas a la vez. Kendra se volvió para observarlas mientras ellas se alejaban. Entonces, una mano le asió el brazo izquierdo y otra el derecho y se encontró despegando del suelo entre dos hadas: una esbelta albina de ojos negros y una azul con el cuerpo cubierto de suave vello. Kendra reconoció a la azul como el aterciopelado duendecillo de fontana que había visto en el despacho del abuelo.
La repentina aceleración le cortó la respiración. Volaban a escasa distancia del suelo, rozando arbustos, esquivando troncos de árboles y sobrepasando a toda velocidad las ramas que se interponían en su vuelo. Kendra volaba cerca de la retaguardia y desde allí contemplaba maravillada el escuadrón de hadas, que sorteaban todos los obstáculos sin el menor esfuerzo a una velocidad increíble.
La sensación de júbilo era embriagadora. Al volar tan deprisa, el aire en la cara le hacía llorar los ojos. Por debajo vio pasar el estanque con los cenadores. A ese paso llegarían a la Capilla Olvidada al cabo de unos segundos.
Pero ¿qué pasaría cuando llegasen? Se suponía que Bahumat era increíblemente poderoso. Aun así, teniendo en cuenta el batallón de fieras hadas que la rodeaba, Kendra vio que tenían probabilidades.
La chica miró hacia atrás y descubrió que ya no había más hadas a su espalda. Al parecer, se habían encargado de dejar a Dale en el jardín.
El vertiginoso vuelo a través del bosque prosiguió hasta que las hadas de delante subieron abruptamente hacia el cielo. Las escoltas de Kendra siguieron el mismo camino y ascendieron como flechas hasta dejar abajo las copas de los árboles. El repentino ascenso le dejó la boca seca y el estómago revuelto.
Una vez arriba, vio que ya no se desplazaba. Kendra y sus escoltas se habían quedado suspendidas por encima de los árboles y observaban como el resto del grupo se lanzaba en picado hacia la Capilla Olvidada. Kendra trató de recuperarse de la emoción que representaba para ella el estar volando, con el fin de digerir lo que ocurría abajo.
Cuatro criaturas aladas ascendían desde el suelo para acudir al encuentro de las hadas. Las gigantescas gárgolas medían como mínimo tres metros de alto y tenían unas zarpas afiladas como cuchillas y cuernos enroscados como los de los carneros. Unas cuantas hadas se descolgaron del pelotón para bajar a interceptarlas. Las bestias aladas lanzaron zarpazos a sus más pequeñas adversarias, pero las hadas esquivaron diestramente el ataque y respondieron rasgándoles las alas, con lo que las gárgolas se precipitaron al suelo.
Kendra notó un brillo en algún lugar. Era el sol, que asomaba ya por el horizonte.
—Vamos —dijo Kendra a sus escoltas.
Las hadas se lanzaron en picado. Kendra notó que el estómago se le subía a la garganta durante el veloz descenso en dirección a la iglesia. De la puerta de entrada salía un torrente de diablillos de tamaño humano, que agitaban los puños y siseaban a las hadas. Muchas de ellas soltaron las armas y se lanzaron derechas a por los diablillos, y se abrazaron a ellos con saña y los besaron en la boca. ¡Cada diablillo que era besado se transformaba en un hada de tamaño humano, en medio de un radiante estallido de chispas!
Kendra vio al hada plateada del pelo azul plantarle un beso a un obeso diablillo. Al instante, el diablillo se metamorfoseó en una rechoncha hada de alas color cobre. Cuando el hada de plata se alejó volando, el hada rechoncha cogió a otro diablillo, le robó un beso y, con un resplandor, el diablillo se transformó en un hada delgada de aspecto asiático y alas de colibrí.