Authors: Brandon Mull
Las hadas entraron en pelotón en la iglesia. La mayoría no se molestó en introducirse por la puerta. Se colaban por las ventanas o se metían por el tejado medio derruido.
Las escoltas de Kendra se colocaron encima de un hueco de la cubierta. Desde allí, vio a las hadas besar a más diablillos. Otras hacían retroceder a toda una variedad de bestias asquerosas. Un hada se valió de un látigo de oro para estrellar contra la pared a una monstruosidad parecida a un sapo. Otra sujetó a una bestia cubierta de costras por su melena de pelambre blanca y la lanzó por una ventana. Un hada gris con las alas como las de las polillas perseguía a un musculoso minotauro, azuzándole con un chorro de vapor abrasador que manaba del extremo de su vara, hasta obligarlo a salir por la puerta de la iglesia. Muchas de las mugrientas criaturas huían voluntariamente ante la terrible escabechina.
Otras plantaban cara.
Un enano diabólico con el pellejo cubierto de escamas negras brincaba por toda la sala haciendo estragos con un par de cuchillos. Una atrocidad parecida a un cruce entre un oso y un pulpo arrasaba el lugar, atizando a las hadas con sus tentáculos. Una criatura grasienta tosía al aire pegotes de baba. Tenía el aspecto general de una tortuga enorme, pero sin caparazón, por lo que su cuerpo venía a ser un charco de amebas conectado a un cuello alargado. Varias hadas se estamparon en el suelo del templo, pues les había pringado las alas con aquella sustancia pegajosa.
Las hadas, impertérritas, contraatacaron. La mitad inferior del enano quedó convertida en piedra. Con los tentáculos seccionados, el pulposo se batió en retirada. Un chorro de agua ahuyentó a la grasienta criatura. Algunas hadas asistían a sus compañeras caídas, para curarles las heridas y quitarles la baba.
Cuando la sala quedó despejada, las hadas se lanzaron en tropel por la puerta que daba al sótano.
—¡Llevadme al sótano! —gritó Kendra.
Sus escoltas respondieron de inmediato, tanto que estuvieron a punto de provocarle un traumatismo cervical al lanzarse en picado al interior de la iglesia y deslizarse por el aire en dirección a la puerta del sótano. Las hadas tuvieron que replegar las alas para bajar por las escaleras, así que Kendra bajó los escalones corriendo junto con el hada aterciopelada y el hada albina.
El sótano se había agrandado. Alguien había llevado a cabo una excavación y una reforma a gran escala. Ahora era más profundo, más ancho y más largo. La hornacina del fondo también había aumentado de tamaño y estaba totalmente libre de cuerdas anudadas.
La luz ya no era tan intensa como antes, si bien las hadas portaban consigo su propia luminosidad. En las paredes, unas espantosas tallas miraban burlonas hacia el centro de la sala. En un rincón había una pila de extraños tesoros: ídolos de jade, cetros con puntas y máscaras con incrustaciones de gemas.
Kendra registró la sala con la mirada en busca de su familia. El más fácil de encontrar fue Seth. Estaba dentro de un tarro enorme, con una tapa provista de orificios para permitirle respirar. Dentro había también unas cuantas hojas y ramas. Su estatura no había aumentado, pero parecía tener cien años de edad. Su cara estaba surcada de arrugas curvilíneas, y sólo le quedaban unos pocos mechones de pelo blanco en la coronilla. Apoyó la palma reseca de una mano contra el cristal.
Kendra adivinó que el orangután encadenado a la pared era el abuelo. Y el enorme pez gato que nadaba en el tanque de agua, a su lado, debía de ser seguramente Lena. De la abuela no vio ni rastro.
Flanqueada por sus escoltas, Kendra cruzó la sala como una flecha para ir al encuentro de sus familiares. Montones de asquerosos diablillos se las veían con multitud de hadas. La escaramuzas no duraron mucho, pues enseguida los besos transformaron a los diablillos en los seres que habían sido originalmente.
Kendra llegó hasta el tarro gigante.
—¿Te encuentras bien, Seth?
Su hermano asintió débilmente. Su sonrisa reveló unas encías desdentadas.
Un diablillo con los labios contraídos para mostrar los dientes saltó sobre Kendra. El hada azul aterciopelada atrapó a la criatura en mitad del vuelo y le pegó los brazos a los costados. Se parecía al diablillo que horas antes había apresado a su hermano. El hada albina alzó el vuelo y dio al diablillo un beso en la boca, y éste se transformó en un hada despampanante, con cabellos rojo encendido y alas iridiscentes de libélula.
Seth empezó a dar golpecitos contra el cristal. Estaba señalando al hada, muy alterado. Kendra comprendió que se trataba del hada que su hermano había transformado sin querer.
El hada pelirroja se acercó al tarro, agitando al mismo tiempo un dedo a modo de reprimenda en dirección a Seth.
—Lo siento —dijo Seth vocalizando mucho para que le entendiera desde el otro lado del cristal.
Juntó las manos e hizo un gesto de súplica.
El hada le observó detenidamente con los ojos entrecerrados. A continuación, chasqueó los dedos y el tarro se hizo añicos. Se inclinó hacia delante y besó a Seth en la frente. Las arrugas se le alisaron y los cabellos volvieron a crecerle, y en un instante volvió a tener su aspecto de siempre.
Kendra sacó la botella de leche del bolsillo y se la tendió a Seth.
—Guarda un poco para la abuela y para el abuelo. —Pero si puedo ver...
Un rugido desgarrador estremeció toda la sala. Una criatura que no podía ser otra que Bahumat emergió del interior de la hornacina. El aborrecible demonio era tres veces más alto que un hombre y tenía una cabeza de dragón coronada con tres cuernos. El demonio caminaba erguido, contaba con tres brazos, tres piernas y tres colas. Unas grasientas escamas negras, rematadas con unas afiladas cerdas de púas, cubrían su grotesco cuerpo. Sus ojos malévolos tenían un brillo de retorcida inteligencia.
A un lado de Bahumat flotaba la espectral mujer que Kendra había visto al otro lado de su ventana en la noche del solsticio de verano. Sus ropajes color ébano se agitaban en el aire de manera antinatural, como si su dueña estuviese bajo el agua. La fantasmal aparición hizo pensar a Kendra en el negativo de una fotografía.
Al otro lado de Bahumat estaba Muriel, ahora ataviada con un vestido largo, negro como la noche. Miró lascivamente a las hadas y luego dedicó una mirada de confianza al impresionante demonio.
En la sala no quedaba ningún diablillo. Una nutrida multitud de resplandecientes hadas hacía frente a estos últimos adversarios.
Bahumat se agachó. A su alrededor se formó una densa negrura. El demonio saltó hacia delante emitiendo un rugido parecido a mil cañones que disparasen a la vez. Un manto de sombra negra fluyó desde Bahumat, cual una oleada de brea. La sala quedó sumida en la más absoluta oscuridad. Kendra tuvo la sensación de haberse quedado ciega. Incluso tapándose los oídos con las manos, el prolongado bramido del demonio resultaba prácticamente ensordecedor.
La sombra que había emitido Bahumat parecía carente de toda sustancia. Era simplemente tiniebla. ¿Dónde se habían metido las hadas? ¿Dónde estaba su luminosidad?
El suelo tembló y un sonido parecido al de una avalancha se impuso al rugido de demonio. De repente, la luz del día inundó la habitación. Kendra alzó la vista y contempló un cielo azul. Los rayos oblicuos del sol naciente bañaban el sótano. ¡La iglesia entera había saltado por los aires!
Descendiendo desde lo alto y atacando desde todas direcciones, las hadas se echaron sobre Bahumat como un enjambre. El demonio fustigó a un hada con una de sus colas, mientras arañaba a otra con un movimiento increíblemente veloz de las zarpas. Chascando con las mandíbulas, la criatura engulló entera a un hada amarilla. Muchas otras fueron cayendo. Mientras la mayoría atacaba, otras asistían a las heridas, curándolas a casi todas rápidamente.
Muriel permanecía en su sitio con una pose teatral, entonando un cántico hecho de palabras apenas audibles que iban encadenándose unas a otras casi por un hilo. Un par de hadas que estaban a su lado se convirtieron en cristal y se hicieron añicos. Alargó una mano retorcida y otra hada se convirtió en cenizas y se desintegró en una nube gris.
De la mujer espectral salieron unas largas lenguas de tela negra que, flotando por el aire, se enredaron en las hadas que se encontraban más cerca. Las hadas así cazadas empezaron a perder su lustre y a marchitarse. Apareció entonces el hada de plata y con su hacha de fuego rasgó la tela. Se le unieron otras hadas, que usaron sus relucientes espadas para cortar la negra tela.
Las hadas que se arremolinaban alrededor de Bahumat sujetaban ahora unas sogas. Se asemejaban a las cuerdas que habían formado la malla por delante de la hornacina, con la diferencia de que ahora parecían tejidas de oro. Bahumat no paraba de rugir y repartir zarpazos a diestro y siniestro y de morder, pero las cuerdas estaban empezando a entorpecer sus movimientos. En las cuerdas iban formándose nudos. La dragó—nica criatura perdía fuelle. Cerró de golpe sus poderosas mandíbulas, rasgando con ello la sedosa ala de un hada que lucía manchas de mariquita.
La mujer espectral se dio la vuelta y se alejó flotando por el aire, pero sus etéreos ropajes ya no parecían fluir como antes. Las hadas no hicieron el menor caso de su huida. Un par de ellas habían apresado a Muriel y ahora la empujaron al lado de Bahumat. Pronto se encontró atada al demonio con aquellas cuerdas rubísimas. Y se puso a proferir alaridos al ver que el cuerpo volvía a arrugársele de viejo y su vestido se convertía en harapos.
Tres hadas se posaron encima de la cabeza del demonio. Cada una agarró un cuerno y se los arrancaron. El demonio gimió de dolor. Docenas de hadas asieron las cuerdas que ataban al demonio y obligaron a Bahumat a entrar de nuevo en la hornacina. Afanosamente, se pusieron a tejer una malla con las cuerdas llenas de nudos para tapar la entrada.
Kendra se dio la vuelta. El hada azul aterciopelada hizo un ademán en dirección al orangután y los grilletes que lo mantenían pegado a la pared se abrieron y cayeron al suelo. Otro gesto más, y un resplandor convirtió al orangután en el abuelo Sorenson.
El hada albina sacó del acuario al pez gato, que empezó a agitarse con convulsiones. Y lo transformó en Lena. —¿Y mi abuela? —clamó Kendra.
El hada pelirroja que había liberado a Seth se acercó al acuario y levantó con los dedos una babosa, pequeña y pútrida, que había estado aferrándose a un lado del cristal justo por encima del agua. Y la transformó en la abuela.
La abuela Sorenson se frotó las sienes.
—Y yo que pensaba que de gallina había tenido la mente empanada —musitó.
El abuelo corrió hacia ella y la abrazó.
—¿Necesitas leche? —preguntó Kendra, tendiendo la botella en dirección a su abuelo.
Él negó con la cabeza.
—Como no hemos dormido, el velo aún no nos ha cubierto los ojos.
Un grupo de hadas se apiñó junto a la hornacina y extendió los brazos con las palmas hacia abajo. Arena, barro y piedra empezaron a mezclarse como en un remolino y a amontonarse hasta hacer que Hugo volviera a cobrar vida. El golem se desperezó y soltó un gruñido digno de medirse con los rugidos del desaparecido demonio.
Las hadas se afanaron para curarse unas a otras, arreglándose mutuamente las alas desgarradas o cerrándose heridas. Un grupito formó un corro y extendió los brazos; entonces, los fragmentos de cristal se pegaron entre sí, adoptaron la forma de un par de hadas y éstas volvieron a la vida. Otras cuantas hadas se cogieron de las manos y se pusieron a zumbar con las alas. El revuelo formó una polvareda de cenizas algo dispersa, pero no conseguían que las partículas se fusionaran. Las hadas fueron soltándose las manos y la nube de cenizas se dispersó.
Al parecer, iba a resultar imposible rescatar a algunas de las hadas desaparecidas.
Unas cuantas asieron a Hugo y lo sacaron volando del sótano. Otras hicieron lo mismo con el abuelo, con la abuela, con Lena, con Seth y con Kendra. En volandas otra vez, Kendra pudo contemplar el panorama de la iglesia, completamente destruida. Los escombros estaban esparcidos por todo el claro y ocupaban un par de cientos de metros. No era que la Capilla Olvidada hubiese saltado por los aires; es que había sido totalmente arrasada.
Las hadas los depositaron bien lejos de los escombros y del sótano. A todos excepto a Lena. Dos hadas se la llevaban de allí. La ex náyade estaba teniendo unas palabritas con ellas, en un idioma extranjero, y trataba de zafarse de sus manos.
Kendra tocó el brazo del abuelo Sorenson y señaló con la barbilla en dirección a la trifulca.
—Ahí no podemos meternos —dijo él, y suspiró mientras seguía con la mirada a las hadas que se llevaban a Lena por los aires. Rodeaba con un brazo a la abuela, a la que tenía bien abrazada junto a sí.
—¡Eh! —gritó Kendra—. ¡Traed aquí a Lena!
Las hadas que se la llevaban no le prestaron la menor atención y se perdieron de vista por el interior del bosque.
El resto de las hadas se congregaron encima del sótano y formaron un enorme corro volador. Con todos los diablillos que habían ganado para su bando, ahora eran más del triple que al principio. Kendra había visto caer a muchas durante el combate, pero la mayoría habían sido resucitadas y curadas por obra de la magia de sus compañeras.
Las radiantes hadas levantaron todas juntas los brazos y se pusieron a cantar. La música sonaba improvisada, llena de cientos de melodías que se entrelazaban unas con otras, prácticamente sin armonía. Al cantar, el suelo del claro empezó a ondularse. Los escombros de la iglesia fueron deslizándose por el suelo, amontonándose estrepitosamente encima del sótano abierto. El suelo empezó a crujir. Las paredes del sótano se desmoronaron. El espacio circundante se plegó sobre sí y engullo el sótano. El terreno se agitaba como un mar encabritado.
Cuando cesaron las ondulaciones, el sótano había quedado sustituido por un montecillo. El coro de hadas se volvió más agudo y estridente. Por todo el claro y por encima del monte empezaron a brotar flores silvestres y árboles frutales, que parecieron alcanzar su máximo esplendor en cuestión de segundos. Al final cesaron los cánticos y una alegre colina cubierta de un fragante conjunto de brillantes flores y árboles frutales con los frutos maduros ocupó el lugar de la Capilla Olvidada.
—Por su culpa Hugo parecía una mariquita —se quejó Seth.
La legión de hadas se acercó volando hasta ellos, los levantó del suelo uno a uno y los llevó a casa en un vuelo vertiginosamente veloz. Kendra estaba dichosa de verse formando parte de la mercurial comitiva y exultante de alegría ante el feliz desenlace de aquella noche aciaga. Seth fue todo el camino aullando de emoción, como si estuviese montado en la montaña rusa más alucinante del planeta.