Fablehaven (15 page)

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Authors: Brandon Mull

BOOK: Fablehaven
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—Pobre hada.

Llegaron a una bifurcación. El abuelo tomó el camino de la izquierda.

—Casi estamos —dijo—. Manteneos en silencio mientras converso con ella.

Kendra observó los arbustos y los árboles, esperando encontrar ojos llenos de rencor que la miraban. ¿Qué criaturas aparecerían si se eliminase toda la vegetación? ¿Qué ocurriría si echara a correr bosque a través? ¿Cuánto tiempo tardaría en devorarla algún monstruo horripilante?

El abuelo se detuvo y señaló en dirección a los árboles.

—Ahí es.

Kendra vio a lo lejos la choza cubierta de hojas, entre los árboles, apartada del camino.

—Demasiados arbustos para la carretilla —decidió Dale, y cogió a Seth en brazos.

Aunque éste estaba mucho más fofo ahora, su tamaño no había aumentado. Mientras se abrían paso por entre los arbustos, Dale le llevaba en brazos y no le resultó demasiado difícil.

La choza envuelta en hiedra se veía cada vez más cerca. La rodearon para llegar a la parte delantera. Dentro estaba la mugrienta bruja, sentada con la espalda apoyada en el tocón, royendo el nudo de una soga de aspecto áspero. Encima del tocón había dos diablillos sentados. Uno era flacucho, con unas costillas prominentes y unos pies largos y planos. El otro era compacto y rechoncho.

—Hola, Muriel —saludó el abuelo.

Los diablillos saltaron del tronco y se escabulleron.

Muriel alzó la vista y esbozó lentamente una sonrisa que reveló unos dientes llenos de caries.

—¿Es éste el mismísimo Stan Sorenson? —Se frotó los ojos teatralmente y pestañeó varias veces para mirarle—. No, debo de estar soñando. ¡Stan Sorenson dijo que no vendría a verme nunca más!

—Necesito tu ayuda —dijo el abuelo.

—Y te has traído compañía. A Dale le recuerdo. ¿Quién es esta preciosa damisela? —Mi nieta.

—No se parece en nada a ti, por suerte para ella. Me llamo Muriel, querida, encantada de conocerte. —Yo soy Kendra.

—Sí, claro. Tú eres la que tiene ese precioso camisón rosa con el lacito en el pecho.

Kendra lanzó una mirada al abuelo. ¿Cómo era posible que esa bruja chiflada supiera cómo era su camisón?

—Sé una o dos cositas —prosiguió Muriel, dándose unos toquecitos con los dedos en la sien—. Los telescopios son para mirar estrellas, querida, no para ver árboles.

—No le hagas caso —dijo el abuelo—. Quiere darte la impresión de que tiene poderes para espiarte en vuestro dormitorio. Las brujas se nutren del miedo. Su influencia no va más allá de las paredes de esta choza.

—¿No queréis pasar a tomar un té? —los invitó la bruja.

—Lo que pueda saber es información suministrada por los diablillos —siguió diciendo el abuelo—. Y dado que los diablillos no tienen autorización para entrar en el jardín, sus noticias proceden de un diablillo en concreto.

Muriel soltó una risa mezclada con un chillido. Aquel cacareo delirante casaba mucho mejor con su demacrada apariencia que su dulce voz.

—El diablillo vio vuestra habitación y oyó conversaciones desde dondequiera que lo tuviera escondido Seth —concluyó el abuelo—. Nada de lo que preocuparse.

Muriel levantó un dedo a modo de objeción.

—¿Nada de lo que preocuparse, dices?

—Nada de lo que viera u oyera el diablillo podría resultar dañino —aclaró el abuelo.

—Excepto, tal vez, su propio reflejo —sugirió Muriel—. ¿Y quién es nuestro último visitante? Este pobre engendro chepudo. ¿Es posible que sea...? —Juntó las manos dando una palmada y se rió entre dientes—. ¿Nuestro recio aventurero ha sufrido un contratiempo? ¿Al final su ingeniosa lengua le ha traicionado?

—Tú sabes lo que ha pasado —respondió el abuelo.

—Lo sé, lo sé —replicó ella, y se rió socarronamente—. Sabía que era insolente, pero nunca imaginé semejante crueldad. En—cerradlo en una cabaña, propongo yo. Por el bien de las hadas. Encerradlo bajo siete llaves.

—¿Podrías devolverlo a su estado original? —le preguntó el abuelo.

—¿Devolverlo a su estado original? —exclamó la bruja—. ¿Después de lo que ha hecho?

—Fue un accidente, como bien sabes.

—¿Por qué no me pides que rescate de la horca a un asesino? ¿Que le ahorre la vergüenza a un traidor?

—¿Puedes hacerlo?

—¿Le hago aparecer también una medalla para que la luzca? ¿Una insignia de honor por el delito cometido? —¿Puedes?

Muriel dejó de hacer el paripé. Observó a sus visitantes con una expresión ladina. —Ya conoces el precio.

—No puedo aflojar ni un nudo —replicó el abuelo. Muriel alzó sus nudosas manos.

—Sabes que necesito la energía del nudo para el conjuro —dijo—. Al chico le han echado más de setenta maleficios diferentes. Tendrás que deshacer setenta nudos.

—¿Y si...?

—Nada de regateos. Un nudo, y tu horrendo nieto recobrará su aspecto original. Si no es así, nunca sería capaz de invalidar el encantamiento. Estamos hablando de magia de hadas. Antes de acudir a mí ya sabías el precio. Nada de regateos.

El abuelo se dio por vencido.

—Muéstrame la soga.

—Tiende al chico ante el umbral de mi puerta.

Dale depositó a Seth delante de ésta. De pie en el umbral, Muriel tendió la soga al abuelo. Había dos nudos. Los dos presentaban restos de sangre reseca. Uno aún estaba húmedo de saliva.

—Escoge —dijo la bruja.

—Por mi propia y libre voluntad, yo secciono este nudo —proclamó el abuelo.

Entonces se inclinó hacia delante y sopló suavemente sobre el que estaba más arriba. El nudo se desató.

El viento pareció agitarse. Los días de calor, Kendra había visto a lo lejos que el ambiente se estremecía. Ahora era parecido, sólo que estaba ocurriendo delante de sus narices. Percibió una vibración palpitante, como si se encontrara delante de un potente altavoz estéreo durante una canción con un montón de graves. El piso pareció ladearse.

Muriel extendió una mano por encima de Seth. Entre dientes pronunció un ensalmo ininteligible. La piel fofa de Seth empezó a ondularse como si hirviera por dentro. Dio la impresión de tener miles de gusanos por debajo de la piel, que se retorcían por dar con un modo de salir. De la piel empezaron a manar efluvios pútridos. Parecía que la grasa empezaba a evaporarse. Su cuerpo contrahecho se convulsionó.

Kendra extendió los brazos y se balanceó al mismo tiempo que aumentaba la inclinación del suelo. Hubo una explosión de tiniebla, un antirresplandor; Kendra perdió el equilibrio y a punto estuvo de caerse.

La extraña sensación cesó. El aire se volvió nítido y reinó el equilibrio de nuevo. Seth se sentó. Estaba exactamente igual que en los viejos tiempos. Nada de colmillos ni aletas ni branquias. Sólo un chico de once años con una toalla enrollada a la cintura. Salió gateando de la choza y se puso de pie.

—¿Satisfecho? —preguntó Muriel.

—¿Cómo te sientes, Seth? —quiso saber el abuelo.

Seth se palpó el pecho desnudo.

—Mejor.

Muriel sonrió de oreja a oreja.

—Gracias, aventurerito. Me has hecho un gran favor hoy. Estoy en deuda contigo.

—No debiste haberlo hecho, abuelo —repuso Seth.

—Había que hacerlo —replicó él—. Será mejor que nos vayamos.

—Quedaos un ratito —los invitó Muriel. —No, gracias —respondió el abuelo.

—Muy bien. Desdeñad mi hospitalidad. Kendra, encantada de conocerte, que encuentres menos felicidad de la que te mereces. Dale, eres tan mudo como tu hermano y casi igual de pálido. Seth, vuelve a sufrir otro contratiempo pronto, por favor. Stan, eres más tonto que un orangután, que Dios te acompañe. No tardéis en venir a verme otra vez.

Kendra entregó a Seth unos calcetines, unos zapatos, pantalones cortos y una camisa. Una vez se los hubo puesto, regresaron al sendero.

—¿Puedo ir montado en la carretilla para volver a casa? —preguntó Seth.

—Deberías llevarme tú a mí —gruñó Dale.

—¿Qué se siente siendo una morsa? —preguntó Kendra.

—¿Eso es lo que era?

—Una morsa chepuda mutante con la cola deformada —le aclaró ella.

—¡Ojalá hubiéramos tenido una cámara! Se me hacía rarísimo respirar por la espalda. Y me costaba mucho moverme. Nada parecía estar bien.

—Quizá sería más seguro si no conversarais tan alto —comentó el abuelo.

—No podía hablar —continuó Seth en voz más baja—. Era como si todavía supiera hablar, pero las palabras me salían todas enmarañadas. La boca y la lengua estaban diferentes.

—¿Y qué pasa con Muriel? —preguntó Kendra—. Si desata ese último nudo, ¿quedará libre?

—En un principio estuvo atada con trece nudos —explicó el abuelo—. Ella sola no puede deshacer ninguno, pero parece que eso no la hace desistir de seguir intentándolo. Sin embargo, otros mortales pueden deshacer los nudos pidiéndole un favor y soplando sobre alguno de ellos. Los nudos se mantienen en su sitio gracias a una magia muy poderosa. Cuando se libera un nudo, Muriel puede canalizar esa magia para otorgar el favor solicitado.

—Así pues, si otra vez necesitases su ayuda...

—La buscaría en otra parte —respondió el abuelo—. Jamás quise que llegase a tener sólo un nudo. Y no me planteo liberarla.

—Siento haber acabado ayudándola —se disculpó Seth. —¿Has aprendido algo de tu martirio? —preguntó el abuelo. Seth bajó la cabeza.

—Me siento mal por el hada, de verdad. No se merecía lo que le pasó. —El abuelo se mantuvo impasible y Seth continuó mirándose los zapatos— No debí incordiar a las criaturas mágicas —reconoció finalmente.

El abuelo le puso una mano en el hombro.

—Sé que no era tu intención hacerles daño. Por estos pagos, las cosas que ignores pueden hacerte daño. Y perjudicar también a otros. Si has aprendido a ser más cuidadoso y compasivo en el futuro, y a mostrar más respeto por los moradores de esta reserva, entonces al menos algo bueno habrá salido de todo esto.

—Yo también he aprendido algo —dijo Kendra—: que los humanos y las morsas no deberían cruzarse nunca

Capítulo 9. Hugo

Kendra se había puesto el tablero triangular en el regazo. Estaba analizando la posición de los palitos, planeando el siguiente salto. A su lado, Lena se mecía suavemente en una mecedora mientras contemplaba la salida de la luna. Desde el porche apenas podían verse unas pocas hadas volando por el jardín. Entre ellas, en medio de la luz plateada de la luna, parpadeaban las luciérnagas.

—Esta noche no hay muchas hadas —comentó Kendra.

—Puede que pase un tiempo hasta que las hadas vuelvan a frecuentar en grupo nuestros jardines —respondió Lena.

—¿No podrías tú explicarles todo lo sucedido?

Lena se rió en voz baja.

—Antes que hacerme caso a mí, prestarían oídos a tu abuelo.

—Pero ¿no eras antes algo así como una de ellas?

—Ese es el problema. Observa.

Lena cerró los ojos y empezó a cantar suavemente.

El trino de su aguda voz dio vida a una nostálgica melodía. Varias hadas acudieron volando como flechas desde el jardín y se quedaron revoloteando a su alrededor, formando un amplio semicírculo e interrumpiendo los trinos de Lena con fervientes gorjeos.

Lena dejó de cantar y dijo algo en un idioma ininteligible. Las hadas replicaron con sus gorjeos. Lena pronunció una última frase y las hadas se marcharon volando.

—¿Qué decían? —preguntó Kendra.

—Decían que debería darme vergüenza cantar una canción nayádica —respondió Lena—. No soportan que se les recuerde de ningún modo que antes yo era una ninfa, especialmente si eso implica que me siento en paz con mi decisión.

—Parecían muy molestas.

—Gran parte de su tiempo lo dedican a burlarse de los mortales. Cada vez que alguna de nosotras se pasa al bando de la mortalidad, las demás empiezan a preguntarse si estarán perdiéndose algo. Sobre todo si damos la impresión de estar contentas. Se ríen de mí despiadadamente.

—¿No dejas que te afecte?

—La verdad es que no. Ellas saben cómo aguijonearme. Se burlan de mí por estar haciéndome vieja, se ríen de mi pelo, de mis arrugas. Me preguntan si me lo pasaré bien cuando me entierren en un ataúd. —Lena frunció el entrecejo y miró pensativa la noche—. Hoy, cuando gritaste pidiendo socorro, sentí la edad que tengo.

—¿Qué quieres decir?

Kendra saltó un palito del tablero triangular.

—Traté de correr en tu ayuda, pero acabé despatarrada en el suelo de la cocina. Tu abuelo llegó a tu lado antes que yo, y no es ningún atleta.

—No fue culpa tuya.

—En mis años mozos, me hubiera plantado allí en un abrir y cerrar de ojos. Antes siempre estaba a mano en casos de emergencia. Ahora acudo renqueando al rescate.

—Aún te desenvuelves de una manera alucinante.

A Kendra empezaban a acabársele las opciones de movimientos. Ya se le había quedado aislado un palito.

Lena sacudió la cabeza.

—No duraría ni un minuto en el trapecio o en la cuerda floja. En tiempos, los dominaba con una agilidad natural. La maldición de la mortalidad. Te pasas la primera parte de la vida aprendiendo, haciéndote más fuerte, más capaz. Y entonces, sin que sea culpa de uno mismo, el cuerpo empieza a fallar. Involucionas. Brazos y piernas fuertes se vuelven flojos, los sentidos aguzados se vuelven torpes, la constitución recia se deteriora. La belleza se marchita. Los órganos empiezan a fallar. Te recuerdas a ti misma en la flor de la vida y te preguntas dónde estará esa persona. A medida que tu sabiduría y tu experiencia alcanzan sus cotas máximas, tu cuerpo traicionero se convierte en una prisión.

Kendra ya no tenía opciones de movimiento en su tablero perforado. Le habían quedado tres palitos.

—Nunca se me había ocurrido pensarlo así.

Lena cogió el tablero de las piernas de Kendra y empezó a colocar los palitos.

—En su juventud, los mortales se comportan más como ninfas. La edad adulta parece estar a una distancia infinita, por no hablar del debilitamiento de la vejez. Pero acaba dominándote, inexorable e inevitablemente. Para mí es una experiencia frustrante, algo que enfurece y una lección de humildad.

—Cuando hablamos el otro día, me dijiste que no modificarías tu decisión —le recordó Kendra.

—Cierto. Si me dieran la oportunidad, volvería a elegir a Patton. Y ahora que he experimentado la mortalidad, no me imagino cómo podía estar contenta con mi otra vida. Pero los placeres de la mortalidad, la emoción de estar viva, tienen un precio. El dolor, la enfermedad, el declive de la edad, la pérdida de los seres queridos... Podría pasar perfectamente sin estas cosas.

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