Fablehaven (19 page)

Read Fablehaven Online

Authors: Brandon Mull

BOOK: Fablehaven
11.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

El diablillo granate gruñía. Tenía la cara y el pecho chamuscados por la sal. De las quemaduras le manaban hilillos de humo. Se dio la vuelta, cogió un libro del estante y lo rompió por la mitad.

La puerta se abrió de repente. Dale apuntó al monstruo de la mandíbula saliente con una escopeta.

—¡Chicos, quedaos quietos pase lo que pase! —les gritó.

Los tres monstruos acudieron a la puerta abierta. Dale retrocedió y descendió las escaleras de espaldas, apuntando con la escopeta. El ciempiés alado salió, retorciéndose en espiral, por encima de las otras dos criaturas, que avanzaban sobre sus pies como buenamente podían.

Oyeron un disparo de escopeta desde el pasillo de abajo.

—¡Cerrad la puerta y no os mováis de ahí! —gritó Dale.

Kendra corrió hacia la puerta y la cerró de golpe, tras lo cual regresó a toda velocidad a su cama. Seth se abrazaba a
Ricitos de Oro
y las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—No quería que pasara todo esto —gimoteó.

—No pasará nada.

Desde abajo se oyeron varios disparos más de escopeta. Gruñidos, rugidos, gritos, rotura de cristales, maderas que se partían. En el exterior, el cacofónico estruendo se reanudó con más fuerza que nunca. Tambores paganos, coros etéreos, cánticos tribales, lamentos quejumbrosos, guturales sonidos amenazantes, aullidos antinaturales y gritos penetrantes se superponían con una desarmonía implacable.

Kendra, Seth y
Ricitos de Oro
se quedaron en la cama, aguardando el amanecer. Kendra tenía que combatir una y otra vez las imágenes que se le venían a la mente de la mujer de los ondulantes ropajes negros. No lograba quitarse de la mente aquella aparición. Aunque la mujer había estado al otro lado de la ventana, cuando miró dentro de sus ojos sin alma, Kendra había sentido la certeza de que no había escapatoria.

Finalmente, unas horas después, el furor empezó a amainar y a ser sustituido por sonidos más desconcertantes. Debajo de la ventana empezaron otra vez a llorar bebés que llamaban a su mamá. Al no obtener la respuesta deseada, unas voces de niños pequeños empezaron a suplicar socorro.

—¡Por favor, Kendra! ¡Vienen por nosotros!

—¡Seth, Seth, abre, ayúdanos! ¡Seth, no nos dejes aquí fuera! Cuando las súplicas quedaron sin respuesta, unos gruñidos y unos chillidos simularon la escabechina de los jóvenes suplicantes. A continuación, una nueva tanda de suplicantes empezó a rogar que los dejasen entrar.

Tal vez lo más desconcertante fue cuando el abuelo los llamó, invitándolos a bajar a desayunar.

—¡Lo hemos conseguido, chicos, ya ha salido el sol! Vamos, Lena ha preparado tortitas.

—¿Cómo sabemos que eres nuestro abuelo? —preguntó Kendra, más que recelosa.

—Porque os quiero. Daos prisa, la comida se enfría.

—No creo que el sol haya salido ya —replicó Seth.

—Es que esta mañana está un poco nublado, nada más.

—Márchate —dijo Kendra.

—Dejadme entrar; quiero daros los buenos días con un beso.

—Nuestro abuelo nunca nos da los buenos días con un beso, psicópata —chilló Seth—. ¡Sal fuera de nuestra casa!

La conversación fue seguida de un montón de golpes sañudos en la puerta, que duraron unos buenos cinco minutos.

Las bisagras se estremecieron, pero la puerta resistió.

Fue pasando la noche. Kendra se apoyó en el cabecero de la cama, mientras Seth dormitaba a su lado. Pese a todo el ruido, empezó a notar que le pesaban los párpados.

De pronto, Kendra se despabiló con un sobresalto. Por las cortinas se colaba una luz grisácea.
Ricitos de Oro
se paseó por la habitación, picoteando las semillas que se habían esparcido de su contenedor de comida.

Mientras las cortinas ocultaban lo que era la inconfundible luz del sol, Kendra despertó a Seth zarandeándolo suavemente. Él miró a su alrededor, pestañeando, y a continuación se acercó a la ventana a cuatro patas y echó un vistazo al exterior.

—El sol ha salido oficialmente —anunció—. Lo hemos conseguido.

—Me da miedo bajar —susurró Kendra.

—Todos están bien —dijo Seth con toda tranquilidad.

—Entonces, ¿por qué no han venido a buscarnos?

Seth no pudo responder a eso. Kendra no se había ensañado con él a lo largo de la noche. Las consecuencias de haber abierto la ventana eran ya lo bastante atroces como para echarle además la culpa e iniciar discusiones. Y Seth había dado verdaderas muestras de arrepentimiento. Pero ahora volvía a comportarse en plan idiota, como de costumbre.

Kendra lo acribilló con la mirada.

—Eres consciente de que puede que los hayas matado a todos, supongo.

Seth agachó la cabeza y se dio la vuelta; los hombros se le estremecían por los sollozos. Se tapó la cara con las manos.

—Seguramente están bien —gimoteó—. Dale tenía un arma y todo. Ellos saben cómo manejar estas cosas.

Kendra se sintió mal al ver que Seth estaba realmente preocupado. Se acercó a él y trató de darle un abrazo. Él la apartó de un empujón.

—Déjame solo.

—Seth, lo que haya pasado no ha sido culpa tuya. —¡Pues claro que es culpa mía! Empezaba a congestionársele la nariz.

—Lo que quiero decir es que nos liaron con sus trucos. De alguna manera, yo también quería abrir la ventana cuando vi que los lobos se lanzaban al ataque. Ya sabes, por si no era todo pura fantasía.

—Yo sabía que podía ser un truco —sollozó él—. Pero el bebé parecía tan real... Pensé que quizá lo habrían secuestrado para usarlo de cebo. Pensé que podría salvarle.

—Trataste de hacer lo correcto.

Otra vez intentó abrazar a su hermano, pero él la apartó de nuevo.

—Déjame —le espetó.

—No quería echarte la culpa —dijo Kendra—. Estabas comportándote como si ni siquiera te importara.

—¡Pues claro que me importaba! ¿Crees que estoy tan aterrorizado que no me atrevo a bajar a averiguar qué he hecho?

—Tú no lo hiciste. Ellos te engañaron. Si no hubieras abierto la ventana, la habría abierto yo.

—Si me hubiera quedado en la cama, nada de esto habría ocurrido —se lamentó Seth.

—Puede que no les haya pasado nada.

—Seguro. Y han dejado que un monstruo entre en la casa y suba hasta nuestra puerta haciéndose pasar por el abuelo.

—A lo mejor tuvieron que esconderse en el sótano o en algún otro sitio.

Seth ya no lloraba. Cogió una muñeca del suelo y usó el vestidito para sonarse los mocos. —Eso espero.

—En caso de que haya ocurrido algo malo, no puedes echarte tú la culpa. Lo único que hiciste fue abrir una ventana. Si esos monstruos han hecho algo malo de verdad, es culpa de ellos.

—En parte.

—El abuelo, Lena y Dale saben perfectamente que vivir aquí entraña sus riesgos. Estoy segura de que están bien, pero si no es así, no debes culparte.

—Lo que tú digas.

—Hablo en serio.

—Me gusta más cuando hablas en broma. —¿Sabes lo que me gustó a mí? —preguntó Kendra. —¿El qué?

—Cuando salvaste a
Ricitos de Oro
.

Seth se rió, bufando un poco por la nariz taponada.

—¿Viste lo chamuscado que dejó la sal al tío aquel?

Volvió a coger la muñeca y a limpiarse la nariz con el vestido.

—Fuiste muy valiente.

—Me alegro de que diera resultado.

—Fuiste muy rápido al pensarlo.

Seth lanzó una mirada a la puerta y luego miró de nuevo a Kendra.

—Probablemente deberíamos salir a comprobar los estragos.

—Si tú lo dices...

Capítulo 11. Panorama después de la batalla

Kendra supo que la cosa había ido mal en el momento mismo en que abrió la puerta. Las paredes de la escalera del desván estaban cubiertas de surcos de forma desigual: en la parte superior había pintarrajeados unos burdos pictogramas, así como gran cantidad de muescas y arañazos no tan nítidos como aquéllos, y en la base de las escaleras se veía una sustancia parda y reseca pringada por la pared. —Voy a coger sal —dijo Seth.

Volvió al círculo que rodeaba la cama y se llenó manos y bolsillos con la misma sal que había abrasado al intruso la noche anterior.

Cuando Seth se reunió de nuevo con Kendra, ella empezó a bajar las escaleras. El crujir de los peldaños resonó por toda la casa, sumida en el silencio. El pasillo del final de la escalera se encontraba en peor estado que ésta. También aquí las paredes habían sido destrozadas salvajemente por unas garras. La puerta del cuarto de baño había sido arrancada de las bisagras y presentaba tres agujeros de diferentes tamaños, con el filo hecho astillas. La alfombra tenía zonas chamuscadas y otras manchadas.

Kendra avanzó por el pasillo, desolada ante el panorama tras la violenta noche. Un espejo hecho añicos. Un aplique roto. Una mesa reducida a astillas para el fuego. Y al final del pasillo un rectángulo boqueante por ventana.

—Parece como si hubieran dejado entrar a otras criaturas —dijo Kendra, señalando el final del pasillo.

Seth estaba examinando unos pelos chamuscados que había en una mancha húmeda en el suelo.

—¿Abuelo? —gritó—. ¿Hay alguien?

El silencio no hacía presagiar nada bueno.

Kendra bajó las escaleras que llevaban al vestíbulo. Faltaban trozos de barandilla. La puerta de la entrada colgaba de lado, con una flecha clavada en el marco. Unas pinturas primitivas afeaban las paredes, algunas marcadas en el yeso, otras garabateadas.

Como en trance, Kendra recorrió las estancias inferiores de la casa. Estaba todo completamente destrozado. Casi todas las ventanas habían sido destruidas. Las puertas, abolladas, aparecían tiradas en el suelo a distancia de su marco original. Los muebles, mutilados, sangraban su relleno sobre una alfombra echada a perder. Las colgaduras, rasgadas, pendían convertidas en jirones. Los candelabros estaban por el suelo, destrozados. Y a un sofá, quemado, le habían arrancado la mitad.

Kendra salió al porche de atrás. Las campanillas móviles estaban tiradas en el suelo, completamente enmarañadas. Los muebles aparecían repartidos por todo el jardín. Encima de una fuente se veía, haciendo equilibrios, una mecedora rota. Y de entre un seto asomaba un sillón de mimbre.

De vuelta en la casa, Kendra encontró a Seth en el despacho del abuelo. Era como si hubiese caído un yunque encima del escritorio. El suelo estaba cubierto de añicos de objetos de interés.

—Está todo destrozado —dijo Seth.

—Es como si hubiese entrado aquí un equipo de demoliciones pertrechado con mazos.

—O con granadas de mano. —Seth indicó un punto de la pared en el que parecía que hubiesen derramado brea—. ¿Eso de ahí es sangre?

—Parece demasiado oscura para ser humana.

Seth se abrió paso con cuidado alrededor de la mesa hecha astillas para acercarse a la ventana.

—A lo mejor están fuera. —Espero que sí.

—En la pradera de césped —dijo Seth—. ¿Eso de ahí es una persona?

Kendra se acercó a la ventana. —¿Dale? —gritó.

La silueta, tendida boca abajo en el suelo, no se movió.

—Vamos —dijo Seth, apresurándose entre los destrozos.

Kendra le siguió a la puerta de entrada a la casa y alrededor del lateral del edificio. Corrieron hasta la figura que yacía tendida junto a un bebedero de pájaros volcado.

—Oh, no —dijo Seth.

Era una estatua policromada de Dale. Una réplica fiel, salvo porque la pintura era más simple de lo que habría sido su coloración real. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado, los ojos cerrados y apretados con fuerza, y los brazos levantados como si quisiera protegerse de algo. Las proporciones eran exactas. Llevaba el mismo atuendo de la noche anterior.

Kendra tocó la estatua. Estaba hecha de metal, incluida la ropa. ¿De bronce, tal vez? ¿Plomo? ¿Acero? Golpeó con los nudillos uno de los antebrazos. Sonó macizo. Nada de sonido a hueco.

—Le han convertido en una estatua —dijo Seth. —¿Tú crees que es él de verdad? —¡Tiene que serlo! —Ayúdame a darle la vuelta.

Entre los dos, lo intentaron. Pero no hubo manera de mover a Dale. Pesaba muchísimo.

—Realmente lo he jorobado todo —dijo Seth, apretándose las sienes con la palma de las manos—. ¿Qué he hecho?

—A lo mejor podemos hacer que vuelva a estar como antes.

Seth se arrodilló y acercó la boca al oído de Dale.

—Si puedes oírme, ¡danos una señal! —gritó.

La metálica escultura no emitió ninguna respuesta.

—¿Crees que el abuelo y Lena estarán también por aquí cerca? —preguntó Kendra.

—Tendremos que echar un vistazo.

Kendra hizo bocina con las manos antes de llamar a gritos:

—¡Abuelo! ¡Abuelo Sorenson! ¡Lena! ¿Podéis oírme?

—Mira esto —dijo Seth, que se agachó junto al bebedero de pájaros volcado en el suelo.

El bebedero se había caído encima de un lecho de flores. En el arriate se veía perfectamente una huella: tres largos dedos y un talón fino. La huella era lo bastante grande como para indicar que pertenecía a una criatura de al menos el tamaño de un hombre adulto.

—¿Un pájaro gigante?

—Mira el agujero que queda detrás del talón. —Metió un dedo en un agujero del tamaño de una moneda de cinco centavos—. Medirá casi diez centímetros de hondo.

—Qué raro.

Seth se puso nervioso.

—Tiene una especie de punta afilada en la parte posterior del talón, como una espuela o algo así. —¿Y eso qué significa? —Probablemente podemos seguir el rastro. —¿Seguir el rastro?

Seth avanzó en la dirección que indicaban los dedos, mientras examinaba el terreno con la mirada.

—¡Mira! —Se agachó y señaló un agujero que había en la pradera de césped—. La dichosa espuela se clava hondo. Debería dejar un rastro claro.

—¿Y qué pasa si das con lo que sea que ha dejado estas huellas?

Seth se palpó los bolsillos.

—Le arrojo sal y rescato al abuelo.

—¿Cómo sabes que secuestró al abuelo?

—No lo sé —reconoció—. Pero por algo hay que empezar.

—¿Y si te convierte en una estatua policromada?

—No le miraré directamente a los ojos. Sólo a su reflejo.

—¿De dónde has sacado eso?

—De un libro de historia.

—Ni siquiera sabes de qué estás hablando —repuso Kendra.

—Eso ya lo veremos. Será mejor que vaya por mi camisa de camuflaje.

—Antes vamos a asegurarnos de que no hay más estatuas por el jardín.

Other books

Equity (Balance Sheet #3) by Shannon Dermott
This Is All by Aidan Chambers
Dorothy Garlock by A Gentle Giving
Rickles' Book by Don Rickles and David Ritz
Spy Games by Gina Robinson