Authors: Brandon Mull
—He cambiado de idea —dijo Seth.
—Contaré hasta tres —dijo Kendra.
—O empiezas tú, o no lo hago. Casi me caigo y me meo en los pantalones al mismo tiempo. —¡Uno..., dos... y tres!
Seth dio un paso al frente para lanzarse desde la escalera y abrazarse a la mama. Resbaló por ella y cayó al suelo juntamente con un impresionante chorro de leche. Kendra le imitó y se abrazó también a la mama. Aun aferrándose a ella con fuerza, resbalaba más de lo que había calculado. Kendra se estampó contra el suelo con los vaqueros empapados ya de leche caliente.
Seth estaba subiendo ya por la escalera.
—Esto es una guarrada —dijo, y adelantó la pierna para abrazarse de nuevo a la mama y resbalar por ella.
Esta vez aterrizó de pie en el suelo. Kendra subió y volvió a tirarse. Tras abrazarse con todas sus fuerzas, descendió esta vez un poquito más despacio. Pero volvió a caer de bruces cuando tocó el suelo. Había leche por todas partes.
Enseguida le cogieron el tranquillo y aterrizaban de pie casi todas las veces, a un ritmo constante. La ubre inflada colgaba baja, y fueron mejorando la técnica de abrazar la mama para controlar la caída. La leche brotaba en cantidad. Cuando se dejaban caer por las mamas, éstas chorreaban como si fueran mangueras de bombero. Debieron de necesitar unos setenta saltos cada uno para empezar a notar que se reducía la producción.
—Al otro lado —dijo Kendra, jadeando.
—Tengo los brazos agarrotados —se quejó Seth.
—Hay que darse prisa.
Arrastraron las escaleras unos metros y repitieron todo el proceso. Kendra trató de figurarse que se encontraba en una especie de parque de columpios surrealista, en el que los niños vadeaban en leche en lugar de arena y se tiraban por gruesos postes carnosos.
Kendra se concentró en subir por la escalera y en aterrizar en el suelo con la máxima ligereza posible. Temía que si convertía alguna de las dos acciones en simple rutina, podría sufrir un grave accidente, como hacerse un esguince en un tobillo, partirse un hueso o algo peor.
A la primera señal de que el flujo de leche menguaba se tumbaron en el suelo, exhaustos, sin importarles el baño de leche, pues tenían la ropa y el pelo empapados ya. Los dos jadeaban intensamente, tratando de recobrar el aliento. Kendra se tocó el cuello y dijo:
—El corazón me late tan fuerte como si fuera un martillo neumático.
—Creí que iba a potar, qué asco —masculló Seth. —Yo estoy más cansada que con ganas de vomitar. —Pues piénsalo. Estás empapada en leche caliente y cruda, mientras tu cara resbala unas cien veces por el pezón de una vaca. —Yo creo que han sido más veces.
—Hemos encharcado el granero entero —observó Seth—. No pienso tomar leche nunca más en mi vida.
—Y yo no pienso volver a los columpios en mi vida —prometió Kendra.
—¿Cómo dices?
—Es un poco difícil de explicar...
Seth repasó con la mirada toda la zona que quedaba debajo de la vaca.
—El piso dispone de sumideros, pero no creo que consigan chupar mucha leche.
—Antes vi una manguera. Dudo que a la vaca le agrade tener todo cubierto de leche cortada. —Kendra se incorporó y se escurrió la leche del pelo—. Ha sido la mejor sesión de gimnasia de mi vida. Estoy muerta.
—Si hiciera esto todos los días me parecería a Hércules —comentó Seth.
—¿No te importa recoger las escaleras?
—No, si te ocupas tú de la manguera.
La manguera era larga y el agua salía con buena presión, y parecía que los sumideros tenían capacidad de sobra. Empujar la leche con el chorro a presión resultó ser la parte más sencilla de toda la operación. Seth le pidió que le limpiara de arriba abajo con el chorro de agua y a continuación le devolvió el favor.
Desde el instante en que el proceso de ordeñarla comenzó de verdad, la vaca dejó de hacer ruido y ya no mostró el menor interés en ellos. Llamaron a voces al abuelo y a Lena, dentro del granero, para estar seguros; empezaron sin alzar mucho la voz para no asustar a la vaca, y poco a poco fueron subiendo el volumen hasta acabar llamándolos a gritos. Como ya había sucedido antes, su llamada no recibió respuesta.
—¿Deberíamos volver a la casa? —preguntó Kendra.
—Supongo que sí. Dentro de poco se hará de noche.
—Estoy agotada. Y muerta de hambre. Deberíamos buscar comida.
Salieron del granero. El día se apagaba.
—Tienes un siete enorme en la camisa —observó Kendra.
—Me la he roto cuando huíamos de la ogresa.
—Tengo una rosa que te puedo prestar.
—Esta me irá bien —dijo Seth—, en cuanto se seque.
—La rosa te camuflará igual de bien que la de camuflaje —insistió Kendra.
—¿Todas las chicas son tan descerebradas como tú?
—¿Me estás diciendo que una camisa verde te hará invisible a los monstruos?
—No. Pero sí «menos» visible. Esa es la cuestión. Menos visible que esa azul que llevas.
—Supongo que también yo debería agenciarme una verde.
Sentada en el suelo del comedor, Kendra dio un mordisco al segundo bocadillo de crema de cacahuete y mermelada que se comía. Seth y ella habían registrado la cocina de arriba abajo y habían encontrado comida para dos semanas. La despensa contenía latas de fruta y verdura, tarros intactos de conservas, pan, harina de avena, crema de trigo, galletitas, atún y un montón de cosas más.
El frigorífico aún funcionaba, aunque estaba caído, así que recogieron lo mejor posible todos los trozos de cristal. Seguían teniendo leche, queso y huevos de sobra. Y en el congelador había un montón de carne.
Kendra dio otro mordisco. Apoyó la espalda y cerró los ojos. Seguía teniendo hambre como para un segundo bocadillo, pero ahora le asaltaban las dudas sobre si se lo terminaría o no.
—Estoy agotada —anunció.
—Yo también —dijo Seth. Puso un pedazo de queso sobre una galletita y lo cubrió con una sardina bañada en mostaza—. Me pican los ojos.
—A mí me escuece la garganta —dijo Kendra—. Y ni siquiera se ha puesto el sol.
—¿Qué vamos a hacer con lo del abuelo?
—Creo que lo mejor que podemos hacer es descansar un poco. Tendremos la mente más despejada mañana por la mañana.
—¿Cuánto dormimos anoche? —preguntó Seth.
—Una media hora —calculó Kendra. —¡Llevamos despiertos casi dos días! —Ahora dormirás dos días enteros. —Lo que tú digas —dijo Seth.
—Es cierto. Tus glándulas segregarán un capullo para que te metas dentro y duermas. —No me chupo el dedo...
—Por eso tienes tanta hambre. Estás almacenando grasa para la fase de hibernación.
Seth se terminó la galletita. —Deberías probar las sardinas. —Yo no como pescado con cabeza.
—¡Las cabezas son lo más rico! Puedes notar cómo saltan los ojos cuando...
—Basta. —Kendra se puso de pie—. Necesito irme a la cama. Seth se levantó también. —Y yo.
Subieron las escaleras, recorrieron el pasillo, donde estaba todo patas arriba, y ascendieron el tramo de escaleras del desván. Su habitación, salvo las camas, «estaba hecha un cisco».
Ricitos de Oro
cruzó el cuarto hasta un rincón, muy tiesa, y se puso a cloquear. Su comida estaba tirada por todo el suelo.
—Tenías razón al decir que la sal no parecía funcionar —dijo Seth.
—Puede que sólo funcione aquí dentro. —Los hombres cabra esos eran un par de memos, pero muy graciosos.
—Se llaman sátiros —dijo Kendra.
—Tengo que encontrar pilas C. Dijeron que nos darían oro a cambio.
—Pero no especificaron cuánto.
—Aun así, ¡cambiar pilas por oro! Podría forrarme.
—Yo no me fiaría de esos dos. —Kendra se dejó caer en la cama y hundió la cara en la almohada—. ¿Por qué cacarea
Ricitos de Oro
sin parar?
—Seguro que echa de menos su jaula. —Seth cruzó la habitación en dirección a la alborotada gallina—. Kendra, será mejor que vengas a ver esto.
—¿Puedo verlo por la mañana? —preguntó con la voz amortiguada por la almohada.
—Tiene que ser ahora.
Kendra se levantó de la cama empujándose con los brazos y se dirigió a donde estaba Seth. En el rincón de la habitación más de un centenar de granos de la comida de la gallina habían sido dispuestos en forma de ocho letras:
SOY
LA ABU
—Me estás gastando una broma —dijo Kendra. Y miró a Seth con recelo—. ¿Has escrito esto tú? —¡No! ¡Para nada!
Kendra se agachó delante de
Ricitos de Oro
. —¿Tú eres mi abuela Sorenson?
La gallina movió la cabecita arriba y abajo, como en gesto de afirmación.
—¿Eso ha sido un «sí»?
La cabecita volvió a subir y bajar.
—Haz un «no» para que pueda estar segura —dijo Kendra.
Ricitos de Oro
meneó la cabeza en señal de negación.
—¿Cómo ha podido pasar esto? —preguntó Seth— ¿Alguien te ha convertido en gallina?
La gallina movió la cabecita arriba y abajo.
—¿Cómo podemos devolverte a tu estado original? —preguntó Kendra.
Ricitos de Oro
se quedó inmóvil.
—¿Por qué el abuelo no ha podido devolverla a su estado original? —preguntó Seth.
—¿El abuelo Sorenson ha intentado romper el hechizo? —interrogó Kendra.
Ricitos de Oro
movió la cabeza arriba y abajo y a continuación la sacudió.
—¿Sí y no?
La gallina asintió.
—Lo intentó, pero no lo consiguió —adivinó Kendra. La gallina volvió a hacer un gesto afirmativo. —¿Sabes cómo podemos convertirte otra vez en persona? —preguntó Kendra.
Otro gesto afirmativo.
—¿Se trata de algo que podemos ejecutar dentro de la casa? —preguntó Kendra. La cabecita negó.
—¿Tenemos que llevarte ante la bruja? —probó Seth. La cabecita asintió. Y entonces la gallina agitó las alas y se alejó.
—¡Espera, abuela! —Kendra extendió los brazos para cogerla, pero la alborotada gallina se zafó de sus manos—. Está aterrorizada.
Seth la persiguió hasta atraparla.
—Abuela, ¿todavía puedes oírnos? —preguntó.
La gallina no hizo ningún gesto que indicase que le había entendido.
—Abuela —dijo Kendra—, ¿todavía puedes contestar nuestras preguntas?
La gallina se revolvió. Seth la sujetó fuerte. La gallina le picoteó la mano y él la soltó. Los chicos se quedaron observando a
Ricitos de Oro
. Durante unos cuantos minutos, la gallina no hizo nada que revelase una inteligencia fuera de lo normal ni les ofreció ninguna reacción reconocible a sus preguntas.
—Antes nos respondió, ¿verdad? —preguntó Kendra.
—¡Nos escribió un mensaje! —dijo Seth, mientras señalaba el rincón donde estaban las letras: «SOY LA ABU».
—Ha debido de tener abierta momentáneamente una ventana de comunicación con nosotros —razonó Kendra—. En cuanto nos hubo transmitido el mensaje, lo dejó en nuestras manos.
—¿Cómo es que no se comunicó antes con nosotros?
—No sé. A lo mejor lo ha intentado, pero no llegamos a enterarnos.
Seth bajó la cabeza con gesto meditativo y a continuación se encogió ligeramente de hombros.
—¿La llevamos mañana a ver a la bruja?
—No sé. A Muriel sólo le queda un nudo. Pero tal vez podamos negociar con ella.
—¿Con qué quieres que negociemos? —preguntó Kendra.
—Podríamos llevarle comida. U otras cosas. Objetos que le hagan la vida más cómoda en esa choza.
—No la veo dispuesta a aceptar un trueque así. Se dará cuenta de que estamos desesperados por arreglar lo de la abuela.
—No le daremos opción.
Kendra se mordió el labio.
—¿Y si no accede? Por el abuelo no cedió. ¿Dejamos libre a Muriel si está dispuesta a devolver a la abuela a su estado original?
—¡Ni hablar! —dijo Seth—. En cuanto esté libre, ¿qué le impedirá convertirnos en gallinas a todos?
—El abuelo dijo que aquí no se puede usar la magia contra otros, salvo si ellos la han usado primero contra ti. A Muriel nunca le hemos causado ningún daño, ¿no?
—Pero es una bruja —repuso Seth—. ¿Por qué iba a estar cautiva si no fuese peligrosa?
—No te estoy diciendo que quiera dejarla suelta. Lo que digo es que puede que nos hallemos en una situación de emergencia en la que no nos quede otra elección. Podría merecer la pena correr el riesgo, con tal de conseguir que la abuela vuelva y nos ayude.
Seth meditó sobre la cuestión.
—¿Y si conseguimos que nos diga dónde está el abuelo?
—O las dos cosas —dijo Kendra, entusiasmándose—. Seguro que haría lo que fuera con tal de verse libre. O, por lo menos, haría esas dos cosas. Entonces, a lo mejor sí que podemos salir de este lío.
—Tienes razón con que no tenemos mucha elección.
—Deberíamos consultarlo con la almohada —concluyó Kendra—. Los dos estamos molidos. Mañana por la mañana podemos decidir lo que vamos a hacer.
—De acuerdo.
Kendra se metió en la cama, se tapó con las sábanas y las mantas, hundió la cabeza en la almohada y se quedó dormida antes de que le pasase por la mente otro pensamiento.
—Quizá no teníamos que habernos quitado la leche de la ropa —dijo Seth—. Así habríamos podido hacer mantequilla mientras andábamos.
—¡Qué guarro!
—Al final del día yo podría haberme sacado yogur de las axilas.
—Estás grillado —dijo Kendra.
—Entonces podríamos echarle mermelada de Lena y hacernos un tarro de yogur con lecho de fruta. —¡Para ya!
Seth pareció divertirse con sus propias ocurrencias.
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iba montada en la carretilla, metida en un saco que Seth había encontrado en la despensa. Habían intentado arreglar la jaula abollada, pero no lograron que la portezuela se mantuviera cerrada. El saco se cerraba con un cordón corredizo, que ciñeron alrededor del cuello de la gallina sin apretar demasiado, para que pudiera llevar la cabeza fuera.
No era fácil pensar que esa gallina fuese la abuela Sorenson. No había realizado ni un solo acto propio de la abuela en toda la mañana, ni mostrado reacción alguna al anuncio de que iban a ir a ver a Muriel, y durante la noche había puesto un huevo en la cama de Kendra.
Kendra y Seth se habían despertado justo antes del alba. Habían encontrado la carretilla en el granero, y determinaron que podría resultar más fácil usarla que llevar en brazos a
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hasta la choza de hiedra.