–¡Cinco Mareas, me alegro de verte, tunante! –dijo Genar-Hofoen mientras propinaba al Afrentador unos bofetones en la punta del pico con la fuerza justa para expresar su camaradería.
–¡Y yo, y yo! –dijo el Afrentador. Soltó al hombre, se volvió con sorprendente rapidez y elegancia y, tras cogerle la mano con el extremo de uno de sus tentáculos, se abrió paso con él por entre la ruidosa multitud de Afrentadores que ocupaba la entrada del espacio nidal, hasta llegar a una zona más despejada de la red de membrana.
El espacio nidal tenía forma hemisférica y superaba de largo los cien metros de diámetro. Se utilizaba principalmente como cantina y comedor del regimiento, de modo que estaba decorado con banderas, banderines, pieles de enemigos, piezas y fragmentos de armas antiguas y parafernalia militar. Del mismo modo, las paredes, curvas y de aspecto venoso, estaban engalanadas con las placas honoríficas de compañías, batallones, divisiones y regimientos y las cabezas, los genitales, los miembros u otras partes suficientemente distintivas de los cuerpos de antiguos adversarios.
Genar-Hofoen había visitado aquel espacio nidal en varias ocasiones. Levantó la mirada para comprobar si las tres antiguas cabezas humanas que decoraban el vestíbulo estaban a la vista aquella noche. La Fuerza Diplomática, muy celosa de sus modales, se enorgullecía mucho de ordenar que los trofeos con partes reconocibles de alguna especie alienígena se cubrieran cuando un representante de la especie concreta estuviera de visita, pero algunas veces se olvidaban de hacerlo. Localizó las cabezas –apenas tres puntitos ocultos a gran altura en una de las superficies blandas que dividían las paredes– y vio que no las habían cubierto.
Era posible que se tratara de un mero desliz, aunque no lo era menos que fuera un acto deliberado, concebido como un insulto exquisitamente sopesado y destinado a provocar su inquietud y mantenerlo en su lugar, o como un sutil pero profundo halago para indicar que allí se le consideraba uno de los chicos, y no uno de esos alienígenas tímidos y llorones que se indignaban y enfurecían cuando veían el pellejo de un pariente cercano decorando una mesa.
El hecho de que no existiera modo alguno de determinar con rapidez cuál de estas posibilidades era la verdad era precisamente el rasgo de la Afrenta que más agradaba al humano. Y era, del mismo modo, el atributo que para la Cultura en general y sus predecesores en particular había supuesto una inmensa fuente de frustración.
Genar-Hofoen se descubrió sonriendo con sarcasmo a las tres lejanas cabezas y se dio cuenta de que en su fuero interno estaba deseando que Cinco Mareas se hubiese percatado de su reacción.
Los apéndices oculares de Cinco Mareas se hincharon.
–¡Camarero-escoria! –bramó a un joven eunuco que pasaba por allí–. ¡Tú, despojo!
El gran macho doblaba en talla al camarero, cuya juventud quedaba patente por la ausencia de todo atributo aparte de la joroba del pico trasero. El joven se acercó flotando, con un temblor aún más acusado de lo que dictaba la buena educación, y se detuvo al alcance del tentáculo de Cinco Mareas.
–Esta criatura –bramó Cinco Mareas, sacudiendo el extremo de uno de sus miembros hacia Genar-Hofoen– es el bestia-humano alienígena del que supongo que ya te han debido informar si tu Jefe no quiere recibir una sonora paliza. Puede que tenga aspecto de presa pero en realidad es un invitado valioso y honorable y tiene tanta necesidad de alimentarse como nosotros. Corre a la mesa de los animales y los extraplanetarios y trae la comida que se le ha preparado.
¡
Vamos!
–El grito de Cinco Mareas produjo una onda expansiva visible en la atmósfera, compuesta en su mayor parte de nitrógeno. El joven camarero eunuco se perdió de vista con prudente rapidez.
Cinco Mareas se volvió hacia el humano.
–En consideración a ti –gritó– hemos preparado un poco de ese engrudo repulsivo que tú llamas comida y un contenedor de líquido basado en esa cosa venenosa, el agua. Mierda celeste, cómo te tratamos, ¿eh? –Su tentáculo golpeó al humano en el vientre. El geltraje se arrugó para absorber el golpe. Con una carcajada, Genar-Hofoen se tambaleó ligeramente hacia un lado.
–Tu generosidad casi me derriba.
–¡Bien! ¿Te gusta mi nuevo uniforme? –preguntó el Afrentador, apartándose un poco del humano e irguiéndose en toda su estatura. Genar-Hofoen fingió un gran interés mientras examinaba de arriba abajo a la otra criatura.
Un Afrentador adulto típico consistía en una masa con forma de una pelota ligeramente achatada, de unos dos metros de circunferencia y uno y medio de altura, suspendida sobre un saco de gas venoso y cubierto de aletas y pliegues cuyo diámetro variaba entre uno y cinco metros según la flotabilidad que la criatura desease adoptar y coronado por una pequeña giba de sensores. Cuando un Afrentador estaba en modo ofensivo/defensivo, el saco entero podía desinflarse y cubrirse de placas protectoras sobre la masa corporal central. Los ojos y oídos principales se encontraban en los extremos de unos apéndices alargados, situados sobre el pico delantero, que cubría la boca de la criatura. Un pico trasero cubría los genitales. El ano/aliviadero de gases estaba situado debajo del cuerpo principal, en el centro.
La masa central estaba unida desde el momento del nacimiento a entre seis y once tentáculos de grosor y longitud variables, de los cuales al menos cuatro solían terminar en zaguales foliformes. El número de miembros que poseía un Afrentador adulto concreto dependía del número de combates y/o cacerías en los que había tomado parte y en el grado de éxito o fracaso con que lo hubiera hecho. Un Afrentador con una impresionante colección de cicatrices y más muñones que miembros podía tenerse por un deportista de admirable dedicación o un incompetente valeroso pero estúpido y posiblemente peligroso en función de la reputación del individuo.
El propio Cinco Mareas había nacido con nueve miembros –considerado el número más propicio entre las mejores familias, siempre que uno tuviera la decencia de perder al menos uno de ellos en un duelo o cacería– y, como cabía esperar, había sufrido la amputación de uno ante su maestro de esgrima de la academia militar, en un duelo librado para dirimir el honor de la esposa del jefe del maestro de esgrima.
–Es un uniforme muy impresionante, Cinco Mareas –dijo Genar-Hofoen.
–Sí, en efecto, ¿verdad? –dijo el Afrentador flexionando el cuerpo.
El uniforme de Cinco Mareas estaba compuesto por una multitud de anchas bandas y fajines de aspecto metálico que se entrecruzaban sobre su masa central, salpicados de pistoleras, vainas y soportes –todos ellos con armas dentro, pero sellados para la cena formal a la que acudían aquella noche–, unos discos relucientes que Genar-Hofoen sabía eran los equivalentes de medallas y condecoraciones y los retratos de aspecto impresionante de las fieras que había abatido y los rivales a los que había mutilado de gravedad. Un grupo de discos-retrato discretamente velados hacía referencia a las hembras de otros clanes de cuya fecundación tenía Cinco Mareas derecho a jactarse honorablemente; los discos enmarcados en metales preciosos ofrecían testimonio de aquellas que habían presentado resistencia. Los colores y dibujos de los fajines indicaban el clan, el rango y el regimiento (que era lo que la Fuerza Diplomática, a la que Cinco Mareas pertenecía, era básicamente... hecho que no le convenía ignorar a ninguna especie que deseara tener –o se encontrase teniendo– relaciones con la Afrenta) de Cinco Mareas.
El Afrentador hizo una pirueta. El saco de gas se hinchó y lo elevó sobre la esponjosa superficie del espacio nidal hasta que los miembros, sin necesidad ya de sostener el cuerpo, estuvieron flotando en el aire.
–¿No crees que estoy... resplandeciente? –El traductor del traje de gelcampo decidió que el adjetivo que Cinco Mareas había escogido para describirse debía ser aderezado con un florido balanceo de las sílabas implicadas y el resultado fue que el oficial Afrentador lo dijo con el tono de un actor histriónico.
–Completamente amedrentador –asintió Genar-Hofoen.
–¡Gracias! –dijo Cinco Mareas mientras volvía a hundirse hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura que los del humano. Los apéndices oculares subieron y bajaron para examinar la figura del humano en su totalidad–. Tu propio atuendo es... diferente, como mínimo, y, estoy seguro de que muy práctico para tu pueblo.
La posición de los apéndices oculares del Afrentador indicaba que encontraba en esta afirmación algo que lo complacía en grado sumo; probablemente Cinco Mareas estuviera congratulándose por ser tan diplomático.
–Gracias, Cinco Mareas –dijo Genar-Hofoen, inclinándose. En realidad pensaba que su vestimenta era excesiva. Normalmente el traje no superaba en ninguna parte el centímetro de grosor y por término medio apenas alcazaba el medio centímetro, y sin embargo podía mantenerlo a salvo en condiciones ambientales aún más extremas que las necesarias para sustentar la vida de los Afrentadores.
Por desgracia, a algún imbécil se le había escapado que la Cultura probaba estos trajes Desplazándolos a las cámaras magmáticas de algún volcán activo y sacándolos de allí después de un momento (cosa que no era cierta; las pruebas de laboratorio eran bastante más exigentes, aunque sí que era cierto que se había hecho la experiencia una vez, y era la clase de cosas que se le ocurrirían a los fabricantes de la Cultura con sentido del espectáculo para impresionar a la gente). Definitivamente, esta no era una cosa de la que conviniera presumir delante de criaturas tan inquisitivas y exuberantes desde el punto de vista físico como los Afrentadores; solo servía para darles ideas extrañas, y aunque el hábitat Afrentador en el que Genar-Hofoen vivía no recreaba con tanta exactitud las condiciones de un planeta como para tener volcanes, en un par de ocasiones, después de que Cinco Mareas le hubiera pedido que le confirmara la autenticidad de la historia del volcán, había creído sorprender al oficial de la Fuerza Diplomática mirándolo de manera extraña o, para ser más exactos, como si estuviera tratando de decidir qué aparato o fenómeno natural de los que estaban a su alcance tendría que utilizar para poner a prueba aquel notable e intrigante atuendo protector.
El geltraje poseía algo llamado un cerebro de nodo distribuido, capaz de traducir sin aparente esfuerzo todos los matices del idioma de Genar-Hofoen al de los Afrentadores y viceversa, así como convertir cualquier otra señal sónica, química o electromagnética en información coherente para los humanos.
Por desgracia, la potencia de procesamiento necesaria para una hazaña de esta categoría significaba que según las convenciones de la Cultura, el traje era una criatura consciente. Genar-Hofoen había pedido un modelo cuya inteligencia estuviera reducida al mínimo nivel intelectual aceptable pero a pesar de ello, el traje tenía, literalmente, una mente propia (aunque fuera una mente "de nodo distribuido", uno de esos términos técnicos cuyo significado Genar-Hofoen se enorgullecía de desconocer). El resultado era un artefacto que resultaba casi tan difícil de soportar desde el punto de vista metafórico como útil para vivir desde el práctico. Te cuidaba de maravilla pero no podía dejar de estar recordándotelo constantemente.
Típico de la Cultura
, pensaba Genar-Hofoen.
Normalmente, Genar-Hofoen programaba el traje para que la mayor parte de su superficie mostrara una lechosa tonalidad plateada a los Afrentadores, salvo en las manos y la cabeza, donde era transparente.
Solo los ojos tenían un aspecto extraño. Para que pudiera parpadear con normalidad tenían que ser ligeramente abultados. Como consecuencia de ello, cuando salía solía llevar gafas de sol, lo que parecía un poco incongruente estando sumergido en la tenue niebla fotoquímica que caracterizada la atmósfera del mundo natal de los Afrentadores cien kilómetros por debajo de las nubes que recibían la luz del sol, pero a él le resultaba útil.
Sobre el traje solía llevar un chaleco con bolsillos para guardar aparatos, regalos y sobornos, y una canana ajustada a la entrepierna en la que guardaba un par de armas portátiles, antiguas pero de aspecto impresionante. En términos de capacidad ofensiva, las pistolas proporcionaban a Genar-Hofoen un nivel mínimo de respetabilidad. Sin ellas, ningún Afrentador hubiera podido permitir que se le viera en compañía de un extraplanetario tan débil sin hacerle nada.
Para la cena del regimiento, Genar-Hofoen había aceptado de mala gana el consejo del módulo en el que vivía y se había ataviado con lo que según este era un atuendo elegantísimo: botas hasta las rodillas, pantalones ajustados, chaqueta corta y una capa larga –sobre el hombro–, y (además de un par de pistolas aún más grandes de lo habitual) se había colgado a la espalda una pareja a juego de algo que, según el módulo, se llamaba Micro Rifle Pesado de tres milímetros, armas de dos milenios de antigüedad pero aún en perfecto funcionamiento, muy alargadas e impresionantemente relucientes. Se había plantado ante el sombrero con forma de tambor, alargado y cubierto de borlas, que el módulo le había sugerido y finalmente habían llegado a un acuerdo con un yelmo abierto de gala/blindado que daba la impresión de que alguna criatura con seis largos dedos metálicos estuviera sujetándole la cabeza por detrás. Como es lógico, todos los elementos de este atuendo estaban cubiertos por su equivalente a un traje de gelcampo, que los protegía de la fría y corrosiva presión del medio ambiente Afrentador, aunque el módulo le había asegurado que si quería disparar los micro rifles por educación, funcionarían a la perfección.
–¡Sire! –exclamó el camarero eunuco mientras detenía su vuelo sobre la superficie del espacio nidal junto a Cinco Mareas. Transportaba en tres de sus miembros una bandeja grande y llena de recipientes poliédricos y transparentes de diferentes tamaños.
–¿Qué pasa? –gritó Cinco Mareas.
–¡Los alimentos del invitado alienígena, señor!
Cinco Mareas extendió un tentáculo y revolvió la bandeja. El camarero observó cómo se volcaban, caían y rodaban por la bandeja los recipientes con los ojos muy abiertos y una expresión de terror que Genar-Hofoen hubiera reconocido aunque no hubiera tenido su entrenamiento diplomático. Posiblemente el peligro real que representaba para el camarero la posibilidad de que alguno de los recipientes se rompiera no fuera muy grande –las implosiones producían relativamente poca metralla y las sustancias nocivas para los Afrentadores se congelarían demasiado deprisa para suponer peligro alguno– pero el castigo reservado a un camarero que hiciera una demostración de incompetencia tan patente era proporcional a su flagrancia, de modo que la criatura tenía buenas razones para estar preocupada.