~ Por fin –dijo. Era una voz profunda, parsimoniosamente autoritaria, dotada de una pronunciación casi perfecta.
¿Por fin?
–pensó
(¿Qué era aquello?)
~ Tengo la verdad.
¿Qué verdad?
(¿Quién era aquello?)
~
La de lo que hiciste. La de tu pueblo.
¿Qué?
~ La evidencia estaba por todas partes: en el desierto, enterrada en marga, absorbida por las plantas, hundida hasta el lecho de los lagos, y también en el registro cultural: la repentina desaparición de obras de arte, los cambios en la arquitectura y la agricultura. Aún quedaban unos pocos registros escritos –libros, fotografías, grabaciones sonoras, índices, que contradecían las historias reescritas– pero seguían sin explicar cómo era posible que tanta gente, tantos pueblos, parecieran esfumarse tan de repente, sin el menor signo de asimilación.
¿De qué estás hablando?
(¿Qué
era
aquella cosa que había en su cabeza?)
~ Tú no creerías lo que soy, comandante, pero estoy hablando de una cosa llamada genocidio y de las pruebas sobre él.
¡Hicimos lo que había que hacer!
~ Ya sabemos eso, gracias. Hemos tomado nota de tus excusas.
¡Creo en lo que hice!
~ Lo sé. Tuviste el residuo de decencia de cuestionarte ocasionalmente las cosas pero en última instancia, en efecto, creías en lo que estabais haciendo. No es una excusa pero sí un argumento.
¿Quién eres? ¿Qué te da derecho a meterte en mi cerebro?
~ Mi nombre sería algo parecido a
Zona gris
en tu lengua. Lo que me da derecho a meterme en tu cerebro, tal como tú lo expresas, es lo mismo que te dio a ti el derecho de hacer lo que les hiciste a aquellos que asesinaste: poder. Poder superior. Un poder
enormemente
superior, en mi caso. No obstante, me han llamado y ahora tengo que irme, pero regresaré dentro de pocos meses y entonces continuaré mis investigaciones. Aún queda suficiente en ti para construir un caso más... triangulado.
¿Qué?
–pensó, tratando de abrir los ojos.
~ Comandante, no podría desearte un destino peor que el que ya sufres, pero puede que te convenga reflexionar sobre esto mientras estoy fuera...
Al instante volvió a encontrarse en el sueño.
Atravesó la cama. La solitaria sábana, blanca como el hielo, se desgarró debajo de su cuerpo y lo dejó caer en un tanque de sangre sin fondo. Lo atravesó hasta llegar a la luz, y al desierto y a la línea férrea que atravesaba las arenas. Cayó en uno de los trenes, en uno de los vagones, y allí estaba con su pierna rota, entre el hedor de los muertos y los gemidos de los vivos, atrapado entre los cuerpos cubiertos de excrementos con las llagas supurantes y el zumbido de las moscas y la cólera al rojo blanco de la sed en su interior.
Murió en el vagón de ganado, después de un infinito de agonía. Tuvo un instante fugaz para echar un vistazo a su habitación de la residencia. A pesar de su estado de dolor y terror, tuvo el tiempo y la presencia de ánimo necesarios para pensar que aunque parecía como si hubiera pasado un día al menos en la tortura del sueño, en el dormitorio todo seguía exactamente igual que antes. Entonces volvieron a sumergirlo.
Despertó sepultado en el glaciar, agonizando de frío. Le habían disparado en la cabeza pero la herida solo lo había paralizado. Otra interminable agonía.
Recibió una segunda impresión de la residencia. La luz del sol seguía incidiendo en el mismo ángulo. Nunca hubiera imaginado que fuera posible sentir tanto dolor, ni en un momento, ni en una vida, ni en un centenar de vidas. Descubrió que tenía el tiempo justo para flexionar el cuerpo y moverse la anchura de un dedo en la cama antes de que el sueño se reanudase.
Entonces se encontró en la bodega de un barco, atrapado con miles de personas en la oscuridad, rodeado de nuevo por el hedor y la porquería y los gritos y el dolor. Ya estaba medio muerto dos días mas tarde, cuando se abrieron las válvulas y los que seguían vivos empezaron a ahogarse.
El limpiador encontró al viejo comandante retirado a la mañana siguiente, hecho un ovillo a poca distancia de la puerta. Sus corazones habían fallado.
La expresión de su rostro era tal que el celador de la residencia estuvo a punto de perder el conocimiento y tuvo que apresurarse a tomar asiento, pero el médico declaró que, probablemente, su fin había sido rápido.
[haz estrecho, M16.4, tra. @n4.28.858.8893]
º º UGC
Zona gris
ª ª VGS
Error honesto
ºº
Ya. Estoy de camino.
ªª
Ni un segundo antes de tiempo.
ºº
Había cosas que hacer.
ªª
¿Más cerebros animales en los que hurgar?
ºº
Historias que desenterrar. Verdades que descubrir.
ªª
Si me hubieran preguntado, habría respondido que uno de los últimos lugares en los que cabría encontrar un itinerario de la búsqueda de la verdad sería el interior de la mente de unos meros animales.
ºº
Cuando los meros animales de los que hablas han llevado a cabo una de las más exhaustivas expurgaciones de una parte significativa de su propia especie y de todas las referencias documentales a este acto de genocidio, las alternativas que le quedan a uno son sorprendentemente escasas.
ªª
Estoy convencido de que nadie negaría que tu diligencia te honra.
ºº
Vaya, gracias. Debe de ser por eso que las demás naves me llaman «
Follacarne
».
ªª
Sin duda.
Bien. Permíteme que te desee lo mejor en lo que quiera que nuestros amigos quieran de ti.
ºº
Gracias.
Mi objetivo es complacer...
ªª
**
Dejó un rastro de armas y restos licuados de fichas de casino. Los dos micro rifles pesados cayeron sobre la esterilla de absorción nada más cruzar la esclusa y la capa los siguió al instante. Las armas relucieron bajo la tenue luz que se reflejaba en los resplandecientes paneles de madera. Las fichas de mercurio que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, expuestas a la temperatura del ambiente humano del interior del módulo, se fundieron inmediatamente. Cuando se produjo el cambio, él lo sintió y, estupefacto, se detuvo y se miró los bolsillos. Se encogió de hombros y a continuación dio la vuelta a los bolsillos y dejó caer el mercurio sobre la esterilla. Bostezó y siguió caminando. Era raro que el módulo no lo hubiera saludado.
Las pistolas cayeron en las alfombras del suelo y se quedaron allí, envueltas en una película de gotitas de escarcha. Colgó la corta chaqueta en una escultura de la pared. Volvió a bostezar. No quedaba mucho para el amanecer del hábitat. Era tarde para meterse en la cama. Se bajó la caña de las botas y, con sendos movimientos de las piernas, las arrojó por el pasillo que conducía a la piscina.
Estaba quitándose los pantalones cuando entró en la zona principal del módulo, inclinado, arrastrando los pies, apoyándose en la pared y maldiciendo la ropa mientras trataba de desvestirse sin caer al suelo.
Había alguien allí. Se detuvo y miró.
Parecía que su tío favorito estaba sentado en uno de los mejores asientos del salón.
Genar-Hofoen enderezó la espalda, se balanceó y lo miró fijamente entre numerosos pestañeos.
–¿Tío Tishlin? –dijo, observando la aparición con mirada entornada.
La figura –alta, de blanca melena y con una sonrisa despreocupada en el rostro severo y anguloso– se puso en pie y se ajustó la chaqueta, larga y formal.
–Solo una versión simulada, Byr –tronó la voz. El holograma echó la cabeza atrás y le clavó una mirada moderada e inquisitiva–. Están empeñados en que hagas este trabajo, chico.
Genar-Hofoen se rascó la cabeza y murmuró algo al traje. Este empezó a desprenderse de su cuerpo.
–¿Podrías decirme
al menos tú
de qué demonios se trata, tío? –preguntó mientras salía del traje y aspiraba profundamente el aire del módulo, no porque tuviera mejor olor sino para molestar al traje. El traje se condensó en una bola del tamaño de una cabeza y, sin decir nada, se alejó flotando para limpiarse.
El holograma del tío de Genar-Hofoen respiró lentamente y cruzó los brazos de un modo que este había visto muchas veces en los primeros años de su juventud.
–Para decirlo de forma sencilla, Byr –dijo la imagen–, quieren que robes el alma de una muerta.
Genar-Hofoen se quedó allí, todavía desnudo, todavía balanceándose, todavía parpadeando.
–Oh –dijo al cabo de un rato.
¡Hop!... y aquí estamos, despertando. Un rápido examen de los alrededores, nada inmediatamente amenazante, se diría... Hmm. Flotando en el espacio. Curioso. No hay nadie cerca. Qué raro. Tengo la visión un poco degradada. Oh-oh, ésa es una mala señal. Y tampoco me siento del todo bien. Falta algo... El reloj marcha un poco lento, como si fuera un pedazo de basura electrónica... Realicemos una verificación completa del sistema.
... ¡Oh, demonios!
El dron flotaba por la oscuridad del espacio interestelar. Estaba realmente solo. Profunda, incluso espantosamente solo. Recorrió los desechos que habían sido sus sistemas de potencias, sentidos y armas, horrorizado por el erial que estaba descubriendo en su interior. Se sentía raro. Sabía quién era: era Sisela Ytheleus 1/2, un dron militar de tipo D4, de la Nave Exploradora «
La paz trae plenitud»,
un navío del Clan de los Observadores de Estrellas, miembro de la Quinta Flota del Elenco Zetético, pero sus recuerdos en tiempo real solo empezaban en el momento en que había despertado allí, a un cillón de kilómetros de cualquier parte, abandonado en mitad de la nada con el interior hecho unos zorros. ¡Qué
asco!
¿Quién le había hecho aquello? ¿Qué le había
pasado?
¿Dónde estaban sus recuerdos? ¿Dónde había quedado su estado mental?
En realidad, sospechaba que lo sabía. Estaba funcionando en el nivel intermedio de sus cinco modos cerebrales escalonados: el electrónico.
Debajo de él se extendía un complejo atomomecánico y debajo de este, un cerebro bioquímico. En teoría, las conexiones con los dos debían de estar abiertas. En la práctica, las dos eran sospechosas. La mente atomomecánica no respondía correctamente a las señales que estaba enviándole para evaluar su estado y el cerebro bioquímico había quedado reducido a una masa. O el dron había estado realizando maniobras violentas últimamente o alguien se lo había licuado. Sintió ganas de arrojar toda la unidad biomecánica al espacio pero sabía que la sopa celular en la que se había convertido su sustrato mental de reserva podía terminar sirviéndole para algo.
Por encima, donde el cerebro
hubiera debido
encontrarse, había un par de conductores enormemente anchos conectados al núcleo fotónico y más allá de este se encontraba el verdadero núcleo de la IA. Los dos estaban completamente bloqueados y, metafóricamente, enyesados con señales de advertencia. Junto al núcleo fotónico, el equivalente a una solitaria luz de advertencia indicaba que allí dentro había actividad de algún tipo. En cuanto al núcleo de la IA, estaba muerto, vacío o sencillamente había decidido permanecer en silencio.
El dron llevó a cabo otro examen de sistemas.
Parecía
estar al mando de todo, al menos de todo lo que quedaba. Se preguntó si la degradación de los sistemas sensoriales y armamentísticos sería real. Puede que fuera una ilusión. Puede que en realidad esas unidades estuvieran en perfecto funcionamiento y bajo el control de uno de los componentes superiores de la mente o de los dos. Se adentró más en la programación de las unidades. No, no parecía posible.
A menos que la situación entera fuera una simulación. Eso sí era posible. Una prueba: ¿Qué harías si te encontraras de repente flotando en el espacio interestelar, con casi todos los sistemas gravemente averiados, reducido a un estado mental de nivel tres, sin posibilidad de recibir ayuda y sin poder recordar cómo llegaste hasta allí o qué te pasó?
Sonaba
a problema de simulación, un problema realmente horrible, un escenario atroz maquinado por la Junta de Instrucción y Selección de Drones.
Bueno, no había forma de saberlo y tenía que actuar como si todo fuera real.
Siguió examinando el interior de su estado mental.
Ah ha.
Había una par de subnúcleos cerrados e intactos en su mente electrónica, sellados y marcados como potencial –aunque no probablemente– peligrosos. Había una advertencia similar adherida a las matrices de las rutinas de control de auto-reparación. El dron las dejó como estaban por el momento. Comprobaría todo lo que pudiera antes de empezar a abrir paquetes que podían contener sorpresas desagradables.
¿Dónde demonio
estaba?
Examinó las estrellas. En un destello, una matriz de figuras apareció en su consciencia. Definitivamente, en mitad de la nada. La mayoría de la gente conocía aquella región como el Remolino Foliar Superior. A cuarenta y cinco mil años luz del centro galáctico. La estrella más cercana –a catorce meses luz estándar de distancia– se llamaba Esperi, una vieja gigante roja que había engullido hacía tiempo su séquito de planetas interiores y cuyo insustancial orbe de gases proyectaba ahora una luz apagada sobre un par de lejanos planetas helados y una remota nube de núcleos de cometas. No había vida por ninguna parte. Solo era otro aburrido sistema muerto idéntico a otros cien millones de sistemas.
La región era una de las menos visitadas y más inhabitadas de la galaxia. El enclave más próximo de una civilización importante era el sistema Sagraeth, a cuarenta años luz de distancia, que albergaba una civilización lagartoide de nivel tres abordada por primera vez por la Cultura hacía una década. Las tasas de influencia/interés ascendían a: Creheesil 15%, Afrenta 10%, Cultura 5% (el mínimo típico, equivalente para la Cultura a una radiación de fondo en términos de influencia/interés), y un conjunto de investigaciones y visitas pasajeras de otras veinte civilizaciones que en su conjunto conformaban otro 2%. Por lo demás, el lugar no interesaba a nadie: una región del espacio olvidada y desatendida en sus dos terceras partes. El Elenco no la había investigado directamente hasta entonces, aunque como de costumbre había enviado algunas sondas al espacio profundo para llevar a cabo los exámenes de rutina, que no habían revelado nada especial. El lugar no le decía nada.