Dajeil asintió.
–Ahí arriba es época de migración. Pronto llegará la estación de procreación. –Observó cómo destrozaban y engullían una de sus presas dos de los depredadores de cuerpo de misil–. Más bocas que alimentar –dijo en voz baja mientras apartaba la mirada.
Se encogió de hombros. Reconocía a algunos de los depredadores, ejemplares a los que les había puesto nombre, aunque las criaturas que a ella le interesaban realmente eran unos animales mucho más grandes y lentos –a los que por regla general no molestaban los depredadores– que parecían una versión mayor y bulbosa de la desgraciada bandada que estaba siendo cazada.
En varias ocasiones, Dajeil había discutido los detalles de las diferentes ecologías que contenían los hábitats de la nave con Amorphia, quien parecía a un tiempo cortésmente educado y francamente ajeno a la cuestión, a pesar de que los conocimientos de la nave sobre los ecosistemas eran, en la práctica, totales. Las criaturas le pertenecían, al fin y al cabo, fuesen pasajeros o mascotas.
Igual que ella misma
, pensaba Dajeil a veces.
La mirada de Amorphia seguía clavada en las pantallas que mostraban la carnicería que estaba teniendo lugar en el cielo más allá del cielo.
–Es precioso, ¿verdad? –dijo el avatar, y volvió a beber de su copa. Se volvió hacia Dajeil, que parecía sorprendida–. En cierto modo –se apresuró a añadir.
Dajeil asintió con lentitud.
–A su manera sí, por supuesto. –Se inclinó hacia el avatar y dejó su copa sobre la mesa de hueso tallado–. ¿Por qué has venido hoy, Amorphia? –preguntó.
La pregunta pareció sorprender al representante de la nave. Le faltó poco, pensó Dajeil, para derramar su bebida.
–Para ver cómo te encontrabas –dijo el avatar con rapidez.
Dajeil suspiró.
–Bueno –dijo–. Ya hemos dejado claro que me encuentro bien y...
–¿Y el niño? –preguntó Amorphia mirando el vientre de la mujer.
Dajeil apoyó las manos en su abdomen.
–Está... como siempre –dijo en voz baja–. Está sano.
–Bien –dijo Amorphia. Se abrazó el torso con las manos y cruzó las piernas. Volvió a mirar los hologramas.
Dajeil estaba perdiendo la paciencia.
–Amorphia, hablando como la nave: ¿Qué ocurre?
El avatar miró a la mujer con una extraña, perdida, salvaje expresión en los ojos y por un momento Dajeil temió que algo hubiera ido mal, que la nave hubiera sufrido alguna herida o división terrible, que se hubiera vuelto loca (a fin de cuentas, sus iguales decían de ella que, en el mejor de los casos, estaba ya medio loca) y hubiera dejado a Amorphia solo para que se encargara de todo con sus propios e inadecuados recursos. Entonces, la criatura de negro atuendo se desenmarañó, se puso en pie, caminó hasta una ventana que daba al mar y apartó las cortinas para contemplar la vista. Se llevó las manos a los brazos y apretó.
–Parece que todo está a punto de cambiar, Dajeil –dijo el avatar con voz vacía y dirigiéndose en apariencia a la ventana. Giró la cabeza hacia ella por un momento. Cruzó las manos a la espalda–. Puede que el mar tenga que volverse como la piedra, o el acero. Y también el cielo. Y puede que tú y yo tengamos que separarnos. –Se volvió hacia ella y entonces se le acercó y tomó asiento al otro extremo del sofá, donde su enjuta figura apenas dejó huella en los cojines. La miró a los ojos.
–¿Volverse como la piedra? –dijo Dajeil, preocupada todavía por la salud mental del avatar, o de la nave que lo controlaba, o de ambos–. ¿Qué quieres decir?
–Tenemos... esto es, la nave... –dijo Amorphia poniéndose una mano en el pecho–... finalmente tenemos... algo que hacer.
–¿Algo que hacer? –dijo Dajeil–. ¿El qué?
–Algo que requiere que este mundo nuestro cambie –dijo el avatar–. Algo que requiere que... como mínimo... tengamos que almacenar a nuestros huéspedes animados con todo lo demás... Bueno, salvo puede que a ti... Y luego, tal vez, que partamos dejando a nuestros huéspedes,
a todos
nuestros huéspedes, en hábitats apropiados.
–¿Incluida yo?
–Incluida tú, Dajeil.
–Ya veo –asintió. Abandonar la torre. Abandonar la nave. Vaya, pensó, qué final más repentino para mi protegido aislamiento–. ¿Mientras tú... –preguntó al avatar– te marchas a hacer...? ¿El qué?
–Algo –le dijo Amorphia, sin el menor asomo de ironía.
Dajeil esbozó una fina sonrisa.
–De lo que no vas a hablarme.
–De lo que no puedo hablarte.
–Porque...
–Porque yo mismo no lo sé todavía –dijo Amorphia.
–Ah. –Dajeil pensó un momento y entonces se levantó y se acercó a una de las pantallas holográficas, donde una cámara dron estaba siguiendo un banco de rayas triangulares, moteadas y de alas púrpuras, por el lecho de una zona superficial del océano. También conocía aquel banco. Había presenciado la vida y la muerte de tres generaciones de las enormes y amables criaturas. Las había observado y había nadado con ellas y, en una ocasión, había ayudado a una de ellas a parir.
Las enormes alas púrpuras se sacudían a cámara lenta y sus puntas levantaban intermitentemente pequeñas volutas de arena dorada.
–Será todo un cambio, sí –dijo Dajeil.
–En efecto –dijo el avatar. Hizo una pausa–. Y podría traducirse en un cambio de tus circunstancias.
Dajeil se volvió para mirar a la criatura, que la observaba desde el sofá con los ojos muy abiertos y sin pestañear.
–¿Un cambio? –dijo Dajeil, y su voz reveló la agitación que sentía. Volvió a acariciarse el vientre y entonces parpadeó y bajó la mirada a su mano, como si también ella se hubiera convertido en una traidora.
–No estoy seguro –le confesó Amorphia–. Pero es posible.
Dajeil se arrancó la banda del pelo y sacudió la cabeza. Liberado, su largo y negro cabello le cubrió la mitad del rostro mientras ella recorría la habitación de un lado a otro.
–Ya veo –dijo. Levantó la mirada hacia la cúpula, sobre la que estaba cayendo una ligera llovizna. Se apoyó en la pared de las pantallas holográficas y clavó la mirada en el avatar–. ¿Cuándo ocurrirá todo eso?
–Unos pocos cambios, intrascendentes pero capaces de ahorrarnos mucho tiempo en el futuro si los llevamos a cabo ahora, están produciéndose ya –dijo–. El resto, lo principal... ocurrirá más tarde. Dentro de un día o dos, o puede que una semana o dos... Si estás de acuerdo.
Dajeil reflexionó un momento, mientras un abanico de expresiones recorría su rostro, y entonces sonrió.
–¿Quieres decir que me estás pidiendo permiso para hacerlo?
–Algo así –musitó el representante de la nave mientras bajaba la mirada y jugueteaba con las uñas de sus dedos.
Dajeil le permitió hacerlo durante un rato y entonces dijo:
–Nave, me has cuidado, me has mimado... –hizo un esfuerzo para sonreírle a la criatura ataviada de negro, a pesar de que ésta seguía concentrada en sus uñas– y me has entretenido todo este tiempo y nunca podré expresar mi gratitud o empezar siquiera a pagarte mi deuda, pero no puedo tomar las decisiones por ti. Debes hacer lo que creas conveniente.
La criatura levantó la mirada al instante.
–Entonces empezaré a clasificar la fauna ahora mismo –dijo–. De ese modo tardaremos menos en reuniría cuando llegue el momento. Después de eso, pasarán unos pocos días antes de que podamos dar comienzo al proceso de transformación. A partir de ese punto... –Se encogió de hombros. Era el gesto más humano que había visto al avatar en toda su vida– pueden pasar veinte o treinta días antes de que... se alcance una resolución de algún tipo. Aunque también es difícil de precisar.
Dajeil cruzó los brazos sobre la hinchazón de su preñez, perpetuada por ella misma a lo largo de cuarenta años. Asintió con lentitud.
–Bien, gracias por decírmelo. –Esbozó una sonrisa falsa y de repente fue incapaz de seguir conteniendo sus emociones, miró entre lágrimas y rizos negros a la criatura de alargados miembros que había en su sofá y le dijo:– Bueno... ¿no tendrías que estar haciendo alguna cosa?
* * *
Desde lo alto de la torre batida por la lluvia, la mujer observaba al avatar mientras éste rehacía sus pasos por la estrecha vereda que recorría el prado salpicado de árboles hasta llegar al pie del acantilado de dos kilómetros, envuelto en un desigual cúmulo de derrubios. La fina y oscura figura –granulosa a causa del aumento y extendida sobre la mitad de su campo de visión– sorteó un último bloque de grandes dimensiones al pie del acantilado y a continuación desapareció. Dajeil permitió que los músculos de sus ojos se relajaran. Al mismo tiempo, en su cerebro, una serie de rutinas casi instintivas volvieron a desactivarse. Su visión volvió a la normalidad.
Levantó la mirada hacia el encapotado cielo. Una bandada de las criaturas parecidas a cometas, oscuras formas rectangulares inmóviles delante de un fondo gris, flotaba bajo las nubes que se extendían sobre la torre, como si estuvieran montando guardia para protegerla.
Trató de imaginar lo que sentirían, lo que sabrían. Existían maneras de acceder directamente a sus mentes, métodos que virtualmente nunca se utilizaban con humanos y cuyo uso con animales era objeto de censura en proporción directa a la inteligencia de las criaturas. Pero existían, y la nave le permitiría usarlas si se lo pedía. También existían métodos que permitían a la nave simular, aunque de una forma que distaba mucho de ser perfecta, lo que las criaturas debían de estar experimentando y ella había hecho uso a menudo de esas técnicas para conseguir que un equivalente humano del proceso de imitación fuera transferido a su mente, y fue este proceso al que recurrió ahora, aunque en vano, como enseguida descubrió; estaba demasiado agitada, demasiado distraída por las cosas que Amorphia le había dicho, como para poder concentrarse.
Así que en su lugar, utilizando el mismo y aguzado ojo de la mente, trató de imaginarse la nave como un todo, recordando las ocasiones en las que había visto la embarcación desde una de sus máquinas de control remoto o alguno de los módulos que la sobrevolaban, tratando de imaginar los cambios para los que estaría ya preparándose. Supuso que serían imperceptibles desde la distancia necesaria para percibir la nave en su totalidad.
Miró a su alrededor y contempló el gran acantilado, las nubes y el mar, la oscuridad del cielo. Su mirada recorrió el oleaje, la marisma y los bajíos que se extendían bajo los derrubios y el acantilado. Se frotó el vientre sin pensar, como llevaba haciendo casi cuarenta años y reflexionó sobre la marginalidad de las cosas y sobre la rapidez con la que sobrevienen los cambios, hasta en algo que había parecido destinado a continuar como si existiera a perpetuidad.
Pero claro, como demasiado bien sabía ella, cuando más cariño nos inspira la idea de que algo durará para siempre, más efímero resulta ser.
De repente fue muy consciente del lugar que ocupaba allí, de su posición. Se vio a sí misma y a la torre, tanto dentro como fuera de la nave. En el exterior del casco principal –inequívoco, finito, de límites rectos y mensurables con exactitud en kilómetros– pero dentro del enorme envoltorio de agua, aire y gas que abarcaban las múltiples capas de sus campos (Algunas veces imaginaba los campos de fuerza como los miriñaques, la ropa interior, las faldas, los volantes y los cordones de un antiguo vestido de gala). Un bloque de potencia y sustancia flotando en una gigantesca cucharada de mar, con la mayor parte de su inmensa mole expuesta al aire y a las nubes que formaban su capa intermedia y abovedada por un entorno estanco de feroz temperatura, colosal presión y aplastante gravedad que simulaba las condiciones atmosféricas de un gigante gaseoso. Una estancia, una caverna, un cascarón vacío de cien kilómetros de longitud recorriendo el espacio a gran velocidad con la nave como vasto y allanado corazón. Un corazón –un mundo delimitado dentro de este mundo– en el que, impulsada por la determinación de no volver a ver la infinita catacumba de los silenciosos muertos vivientes, no había puesto el pie en los últimos treinta y nueve de aquellos cuarenta idénticos años.
Todo iba a cambiar, pensó Dajeil Gelian. Todo iba a cambiar, y el mar y el cielo se volverían como la piedra, o el acero...
El ave negra, Gravious, se posó junto a su mano en el parapeto de piedra de la torre.
–¿Qué ocurre? –graznó–. Está pasando algo. Lo noto. ¿Qué es, pues? ¿Qué está ocurriendo?
–Oh, pregúntale a la nave –le dijo.
–Ya he preguntado. Lo único que dice es que se avecinan cambios, cosa que ya sé. –El ave sacudió la cabeza una vez, como si quisiera quitarse algo desagradable del pico–. No me gustan los cambios –dijo. Giró la cabeza y clavó las dos cuentas de sus ojos en la mujer–. ¿Y qué clase de cambios, pues? ¿Eh? ¿Qué cabe esperar? ¿Qué hemos de aguardar, eh? ¿Te lo ha dicho?
Ella sacudió la cabeza.
–No –dijo sin mirar al pájaro–. No, en realidad no.
–Ah. –El ave siguió mirándola un momento y a continuación volvió a girar la cabeza hacia las marismas salinas. Agitó las plumas y se irguió sobre las finas patas negras–. Bueno –dijo–. Se acerca el invierno. Eso nunca se demora. Mejor prepararse. –Echó a volar–. Qué útil es la grasa... –le oyó musitar. Desplegó las alas y se alejó volando en una trayectoria intrincada.
Dajeil Gelian volvió a levantar la mirada hacia las nubes y el cielo que se extendía tras ellas. Todo iba a cambiar, y el mar y el cielo se volverían como la piedra, o el acero... Sacudió la cabeza de nuevo y se preguntó qué clase de circunstancia podía haber obligado a tomar medidas tan extremas a la gran nave que había sido su hogar, su refugio, durante tanto tiempo.
Daba igual; al cabo de cuatro décadas en aquel estado de exilio interno que se había impuesto a sí misma, siguiendo un curso caprichoso por el desierto de la Ulterior de la civilización y ejerciendo a los ojos de todos como depósito de espíritus adormecidos y animales muy grandes, parecía que el Vehículo General de Sistemas
Servicio durmiente
estaba empezando de nuevo a pensar y a comportarse un poco como una nave de la Cultura.
(UGC
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, archivo de señal secuencia #n428857/119)
[pasa-a-haz-estrecho, M16.4, recibido @ n4.28.857.3644]
º º VGS
Error honesto
ª ª UGC
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