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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (27 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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Junto a él, Winslowe informó:

—Ya vienen. Puedo oírles en el camino.

Tenía razón.

Procedente del camino se escuchó el sonido de pasos avanzando sobre el polvo, sin prisas, sin ninguna necesidad de apresurarse, como el avance insultante y deliberadamente lento de un monstruo tan seguro de su presa que no necesita precipitarse.

Enoch se hizo a un lado y medio elevó el rifle, dirigiéndolo hacia el grupo que surgió de la oscuridad.

Detrás de él, Ulises habló con suavidad.

—Quizá fuera mucho más adecuado llevarle a la tumba acompañado por toda la gloria y desplegado resplandor de nuestro restaurado Talismán.

—Ella no puede oírte —dijo Enoch—. Debes recordar que es sorda. Tendrás que enseñarla.

Pero en el momento en que él trataba de hacerse comprender, surgió un relámpago cegador.

Con un grito contenido, Enoch se medio giró apartando la vista del pequeño grupo detenido junto al camión, y la bolsa que había contenido el Talismán se encontraba a los pies de Lucy y ella sostenía el glorioso resplandor en alto, orgullosamente, de modo que su luz se extendía por todo el patio y por la casa antigua, desparramándose incluso por el campo contiguo.

Se produjo un momento de quietud. Como si todo el mundo hubiera contenido la respiración y permaneciera atento y lleno de respeto, en espera de un sonido que no llegó, que no llegaría nunca, pero que siempre sería esperado.

Y con la quietud llegó una sensación permanente de paz que pareció calar hasta las fibras más profundas del ser. No era nada sintético; no era como si alguien hubiera invocado la paz y se hubiese permitido entonces la existencia de la paz, por tolerancia. Se trataba más bien de una paz presente y actual, la paz del espíritu que se apodera de uno con la calma de una puesta de sol después de un día largo y caluroso, o del tembloroso y fantasmagórico centelleo de un amanecer primaveral. La siente uno dentro de sí mismo y a su alrededor y se tiene la sensación de que no sólo está aquí, sino de que la paz se extiende en todas direcciones, alcanzando a los puntos más alejados de la infinitud, y que posee una profundidad tal que le permitirá durar hasta que se produzca la boqueada final de toda la eternidad.

Lentamente, recordando, Enoch se volvió hacia el campo y los hombres estaban allí, al borde del halo de luz arrojado por el Talismán, formando un grupo gris y arremolinado, como una jauría de lobos burlados detenidos en la débil periferia del resplandor producido por la hoguera del campamento.

Y mientras él observaba, el grupo retrocedió, fundiéndose en la oscuridad del camino polvoriento.

Excepto uno de ellos, que se volvió y echó a correr colina abajo en la oscuridad hacia el bosque, aullando enloquecido por el terror como un perro asustado.

—Allá va Hank —dijo Winslowe—. Ese que corre colina abajo es Hank.

—Siento mucho que le hayamos asustado —dijo Enoch seriamente—. Nadie debería temer a esto.

—Es de él mismo de quien está asustado —dijo el cartero—. Vive con el terror en él.

Y eso era cierto, pensó Enoch. Así era como ocurría con el Hombre; siempre había sido así. Había llevado el terror consigo mismo. Y aquello ante lo que siempre se había sentido aterrorizado era él mismo.

XXXIV

La tumba fue rellenada y cubierta y los cinco personajes que asistían permanecieron ante ella unos momentos más, escuchando al inquieto viento que se agitaba en el manzanal bañado por la luna, mientras que a lo lejos, en las oquedades sobre el valle ribereño, los chotacabras seguían su chachareo a través de la argentada noche.

Enoch intentó leer a la luz de la luna las líneas grabadas sobre la tosca lápida, pero no había bastante luminosidad. Sin embargo no había necesidad de leerlo, pues lo tenía bien presente en su mente:

Aquí yace uno de una distante estrella, pero este suelo no le es ajeno, pues en la muerte pertenece al Universo
.

Cuando escribiste eso, le había dicho la noche pasada el diplomático hazer, lo hiciste como uno de nosotros. Y él no lo había dicho así, pero el vegano había estado equivocado. Pues ello no era un sentimiento vegano sólo, sino que era humano también.

Las palabras estaban grabadas desmañadamente y había un error o dos en su ortografía, pues el idioma hazer no era fácil de dominar. La piedra era más blanda que el mármol o el granito empleados generalmente en las lápidas funerarias, y la inscripción no subsistiría. En pocos años, la acción del sol, la lluvia y las heladas empañaría los caracteres, y pocos años después de que se hubiesen borrado enteramente, no quedaba más que la aspereza de la piedra para mostrar que habían estado escritas algunas palabras en ella. Pero no importaba, pensó Enoch, pues las palabras estaban grabadas en algo más que en la misma piedra.

Miró a través de la tumba a Lucy. El Talismán estaba de nuevo en su bolso, y su resplandor era más suave. Lo mantenía aún fuertemente sujeto contra ella, y su rostro estaba todavía exaltado y ausente… como si no viviera ya en el mundo presente, sino entrado en otro lugar, en otra dimensión lejana, donde moraba sola y olvidada de todo el pasado.

—¿Crees tú —preguntó Ulises— que ella querrá venir con nosotros? ¿Crees que podremos convencerla? ¿Querrá la Tierra…?

—La Tierra —respondió Enoch— no tiene nada que decir. Nosotros los terrestres somos gentes libres. Es a ella a quien toca decidir.

—¿Crees que querrá venir? —volvió a preguntar Ulises.

—Me parece así —respondió Enoch—. Pienso que acaso éste ha sido el momento que ha buscado en toda su vida. Me pregunto si podría no haberlo sentido, aún sin el Talismán.

Pues ella había estado siempre en contacto con algo fuera del alcance humano. Tenía algo en ella que no poseía ningún otro ser humano. Uno lo percibía, más no podía expresarlo, pues no había nombre alguno para ello. Y ella había andado a tientas, intentando emplearlo, no sabiendo cómo hacerlo, extirpando con ensalmos las verrugas y curando pobres mariposas heridas y realizando Dios sabe qué otros actos que permanecían ocultos.

—¿Y su padre? —dijo Ulises—. ¿Aquel individuo ululante que corrió escapando de nosotros?

—Yo trataré con él —dijo Lewis—. Tendré una conversación. Lo conozco muy bien.

—¿Quieres llevarla contigo a la Central Galáctica? —preguntó Enoch.

—Si ella lo desea —respondió Ulises— debe comunicarse en seguida a la Central.

—¿Y desde allí por toda la Galaxia?

—Sí —respondió Ulises—. La necesitamos con urgencia.

—Me pregunto si la podríamos prestar por uno o dos días.

—¿Prestarla?

—Sí —dijo Enoch—. Pues también nosotros la necesitamos. Con el mayor apremio que cabe.

—Desde luego —dijo Ulises—. Pero yo no…

—Lewis —dijo Enoch—, ¿crees tú que nuestro Gobierno —el secretario de Estado quizá— podría ser persuadido para la designación de Lucy Fisher como miembro de nuestra delegación en la conferencia de paz?

Lewis tartamudeó algo, se detuvo, y luego comenzó de nuevo:

—Creo que posiblemente podría ser arreglado eso.

—¿Puedes imaginarte —preguntó Enoch— el impacto de esta muchacha y el Talismán en la mesa de conferencias?

—Creo que sí —dijo Lewis—. Pero indudablemente, el secretario desearía hablar contigo antes de adoptar su decisión.

Enoch se volvió a medias hacia Ulises, pero no necesitó expresar su pregunta.

—Házmelo saber de todos modos —dijo Ulises a Lewis— y tomaré parte en la entrevista. Y puedes decir también al buen secretario que no sería una mala idea comenzar la formación de una comisión mundial.

—¿Una comisión mundial?

—Para disponer uno de nosotros para conveniencia de la Tierra. No podemos aceptar un custodio de otro planeta exterior, ¿no es así? —dijo Ulises.

XXXV

A la luz de la luna brillaba pálidamente el bloque de cantos rodados, como el esqueleto de alguna bestia prehistórica. Pues allí, cerca del borde de la escarpa que atalayaba el río, clareaban los corpulentos árboles y la punta rocosa se abría al firmamento.

Enoch, junto a uno de los macizos cantos rodados, lanzó una mirada abajo a la acurrucada figura que yacía entre las rocas. ¡Pobre y andrajoso perillán —pensó—, muerto tan lejos de su hogar, y en cuanto a él mismo concernía, para el logro de tan pequeño fin!

Aunque acaso ni pobre ni andrajoso, pues en aquel cerebro, ahora destrozado hasta resultar irreconocible, debió haber habido a buen seguro un plan de grandeza… la clase de plan que los cerebros de un terrestre Alejandro, o Jerjes, o Napoleón, debieron haber albergado, un sueño de algún gran poder, cínicamente concebido, para ser obtenido y mantenido a cualquier precio, siendo tan grandiosas sus dimensiones que apartaban a un lado y desdeñaban todas las consideraciones morales.

Intentó momentáneamente imaginarse cuál pudiera ser el plan, pero sabía, al poner a prueba su imaginación, cuán necio sería el intentarlo, pues existirían factores, estaba seguro, que no sabría reconocer, y consideraciones que pudieran hallarse más allá de su entendimiento.

Pero fuese como fuese, algo había fallado, pues en el propio plan la Tierra no había tenido otro papel que el de un escondite que podía utilizarse en caso de trastorno. Aquella criatura que allí yacía, pues, era una parte de la desesperación, un último cartucho fallado.

Y, pensó Enoch, era irónico que la clave del fracaso estuviera en el hecho de que la criatura, en su huida, hubiese llevado el Talismán al patio de una sensitiva, y en un planeta también en el que nadie habría pensado en buscar una sensitiva. Pues, volviendo a pensar en ello, cabía poca duda de que Lucy había sentido el Talismán y había sido atraída a él lo mismo que un imán atraería a un trozo de acero. Ella no había sabido nada más, acaso, sino que el Talismán había estado allí, y que era algo que debía poseer, que era algo que ella había esperado en toda su soledad, sin saber lo que era, ni mantener una esperanza de encontrarlo. Como un chiquillo que ve, de repente, una reluciente fruslería en un árbol navideño y le parece la cosa más grande de la Tierra y que debe ser suya.

Aquella criatura allí tendida, pensó Enoch, debió haber sido capaz y llena de recursos. Pues ambas condiciones debieron haberse requerido para robar el Talismán y huir con él, para mantenerlo oculto durante años, para haber penetrado en los secretos y archivos de la Central Galáctica. ¿Habría sido ello posible, se preguntó, de haber estado el Talismán en funcionamiento efectivo? ¿Habrían sido posibles con un Talismán energético la laxitud moral y el impulso de ambición suficientes para motivar la hazaña?

Mas ya todo había acabado. El Talismán había sido recuperado y se había hallado un nuevo custodio… una muchacha sordomuda de la Tierra, el más humilde de los seres humanos. Y así habría paz en la Tierra, y con el tiempo, la Tierra se uniría a la confraternidad de la Galaxia.

No había problemas ya, pensó. No habían de tomarse decisiones de ninguna clase. Lucy las había tomado todas de las manos de todos.

La estación subsistiría, y por su parte podía desempacar las cajas y volver a poner los diarios en sus estantes. Y podía volver de nuevo a la estación e instalarse en ella y proseguir su trabajo.

—Lo siento —dijo a la forma acurrucada que yacía entre los cantos rodados—. Lamento que haya sido mía la mano que tuvo que hacerte eso.

Dio la vuelta y se encaminó a donde el risco descendía a pico al río que fluía a sus pies. Alzó el fusil y lo mantuvo inmóvil por un momento; de pronto lo arrojó y contempló su caída, girando como una peonza, rielando la luna en su cañón; y vio su chapoteo al chocar con el agua. Y oyó de más lejos el presumido y satisfecho gorgoteo del agua al paso ante el risco, dirigiéndose a los más distantes extremos de la Tierra.

Habría paz en la Tierra, pensó; no habría guerra. Con Lucy en la mesa de conferencias no podía haber pensamiento alguno de guerra. Aunque alguien corriese aullando de miedo de sí mismo, un miedo de culpabilidad tan grande que superase la gloria y el consuelo del Talismán, aun en ese caso no habría guerra.

Pero había aún mucho camino por recorrer, era una senda muy larga y solitaria antes de que el fulgor de la paz auténtica se implantase viviente en los corazones humanos.

Mientras nadie corriese aullando, apresado de salvaje miedo (o de cualquier clase de miedo), habría paz real. Hasta que el último de los hombres no arrojase su arma (cualquier clase de arma), la tribu humana no podría estar en paz. Y un fusil, se dijo Enoch, era la menor de las armas de la Tierra, lo más insignificante de la inhumanidad del hombre para el hombre, no más que un símbolo de todas las otras armas más mortíferas.

Permaneció al borde del risco, mirando a través del río y del umbroso valle. Sentía las manos singularmente vacías sin el rifle, mas le parecía que en alguna parte de camino había pasado a otro campo, a otro terreno del tiempo, como si una época o día hubiesen desaparecido y hubiese él llegado a un paraje reluciente e impoluto, no maculado por pasados errores.

El río rodaba ondulante a sus pies, indiferente a todo.

Nada le importaba. Acogía al colmillo del mastodonte, al cráneo del maquerodo, al esqueleto de un hombre, al árbol muerto, a la roca y al fusil, y todo lo engullía y lo cubría de limo o arena y seguía su curso gorgoteante sobre todo ello, ocultándolos a la vista.

Hace un millón de años, no había habido un río allí, y en otro millón de años podría no haberlo tampoco… pero dentro de ese millón de años habría, si no el Hombre, cuando menos algo de interés. Y ése era el secreto del Universo, se dijo Enoch, algo que seguía fluyendo.

Se volvió lentamente del borde del risco y gateó a través de los cantos rodados, para subir luego la loma. Oyó el tenue remolineo de la vida pequeña en las hojas caídas, y en una ocasión el soñoliento fisgar de un pájaro despertado. Y en todo el bosque se hallaba tendida la paz y el consuelo de aquella refulgente luz… no tan intensa, no tan profunda y brillante y tan maravillosa como cuando estuviera realmente presente allí, pero aún quedaba un soplo, un hálito de ella.

Llegó al linde del bosque, subió la ladera, y tuvo enfrente suyo a la cuadrada estación sobre la cima. Y le pareció que ya no era tan sólo una estación, sino también su hogar. Hacía muchos años, había sido su hogar y nada más, convirtiéndose luego en una estación de tránsito a la Galaxia. Pero ahora, aun cuando seguía siendo estación, volvía a ser de nuevo hogar.

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