Llevó a través de la habitación las cajas ya llenas y las depositó al lado de la puerta, para que estuvieran más al alcance. Lewis tendría un camión, pero aunque sabía que lo necesitaría, podría tardar algún tiempo en llegar. Pero si tenía ya empacado lo más importante, podría salir y estar a la espera.
Permaneció indeciso mirando en torno a la estancia. Allá estaban todos los objetos sobre la mesa, y éstos debían ser llevados también, incluyendo la pequeña pirámide fulgurante de bolas, que Lucy había puesto en funcionamiento.
Vio que el Favorito se había arrastrado de nuevo en la mesa, y caído al suelo. Se detuvo y lo cogió, teniéndolo en las manos. Había desarrollado un botón o dos extras desde la última vez que lo había mirado, y era de tenue y delicado rosa, mientras que la última vez había sido azul cobalto.
Probablemente estaba equivocado en llamarle el Favorito. Podía no estar vivo. Pero si lo estaba, era una especie de vida que ni siquiera podía imaginarse. No era de metal ni de piedra, pero algo muy parecido a ambos. Una lima no causaba ninguna impresión en él, y una o dos veces había estado tentado de asestarle un martillazo, para ver qué efecto le produciría, aunque estaba dispuesto a apostar que no le habría causado ninguno en absoluto. Crecía lentamente y se movía, mas no había medio de saber cómo se movía. Pero dejándolo, al volver se habría movido… un poco, no demasiado. Cuando sabía que estaba siendo contemplado no quería moverse. Tanto como podía apreciar, no se alimentaba, y parecía no tener desgaste. Cambiaba de colores, pero sin época determinada y sin visible razón para el cambio.
Había una caja o dos fuera, en el soportal, y tenía que cogerlas y acabar el empaquetado de lo que iba a llevarse. Luego bajaría al sótano y sacaría los objetos que había etiquetado. Lanzó una ojeada hacia la ventana y se percató, con cierta sorpresa, de que tenía que darse prisa, pues el sol estaba poniéndose. Pronto oscurecería.
Recordó que había olvidado la comida, pero no tenía tiempo de ello. Tomaría algo, más tarde.
Se volvió para poner al Favorito sobre la mesa, y al hacerlo, percibió un débil sonido y se quedó helado donde estaba.
Era la tenue especie de risita ahogada de un materializador funcionando. No podía equivocarse sobre el particular. Había oído demasiado a menudo aquel sonido como para confundirse.
Y debía ser, lo sabía, el materializador oficial, pues nadie podía haber viajado sin haber enviado un mensaje.
Ulises, pensó. Ulises volviendo otra vez. O acaso algún otro miembro de la Central Galáctica. Pues de haber sido Ulises, habría enviado un mensaje.
Dio unos rápidos pasos adelante al rincón donde se hallaba el materializador, viendo que una oscura y menuda figura surgía del círculo del objetivo.
—¡Ulises! —exclamó Enoch, dándose cuenta al mismo tiempo de que no era Ulises.
Durante un instante tuvo la impresión de un sombrero de copa, de una corbata blanca y faldones de frac, de una donosa gallardía, y luego vio que la criatura era algo semejante a una rata que caminara erguida, con una piel lisa y parda cubriéndole el cuerpo, y una cara afilada de roedor. Durante un instante, al volver su cabeza a ella, captó el rojo destello de sus ojos. Luego se volvió de nuevo hacia el rincón y vio que la mano de aquel ser estaba alzada y sacaba de una pistolera que llevaba a la cintura algo que brillaba con fulgor metálico aún en la sombra.
Algo raro sucedía con aquel ser. Debía haberle saludado a él e ir a su encuentro. Pero en vez de ello le había lanzado aquella mirada de sus rojos ojos y vuelto al rincón.
El objeto metálico salió de la pistolera; sólo podía ser un arma, o cuando menos algo que pudiera considerarse como tal.
¿Y así era cómo querían cerrar la estación?, pensó Enoch. Un rápido disparo, sin una palabra, y el guardián de la estación muerto sobre el suelo. Por alguien que no fuese Ulises, pues no podía confiarse en éste para matar a un amigo de mucho tiempo.
El fusil yacía sobre el escritorio, y no había tiempo para cogerlo.
Pero la criatura ratuna se hallaba ahora volviéndose hacia la habitación. Su cara se dirigía aún hacia la esquina, y su mano se alzaba, con el arma brillando en ella.
Una alarma vibró en el cerebro de Enoch y agitó su brazo y lanzó el Favorito a la criatura del rincón, saliendo su alarido involuntariamente del fondo de sus pulmones.
Pues se dio cuenta de que la criatura aquella no intentaba matar al guardián sino destruir la estación. La única cosa que había como objetivo en el rincón era el complejo de control, el centro nervioso de la estación. Y de ser deshecho aquello, la estación habría fenecido. Para hacerla funcionar de nuevo, sería preciso el envío de un equipo de técnicos en una astronave desde la estación más próxima… viaje que requeriría un transcurso de muchos años.
Ante el alarido de Enoch, la extraña criatura dio una especie de sacudida para agazaparse, y el Favorito lanzado fue a dar contra su barriga, tirando al ratuno ser contra la pared.
Enoch se abalanzó con los brazos extendidos para asirle. El arma voló de la mano de su antagonista y trazó un molinete sobre el suelo. Luego, Enoch se encontró sobre el alienígena, y su olfato fue asaltado por el hedor de su cuerpo… una mareante oleada nauseabunda.
Rodeó con sus brazos a su adversario y lo levantó, no hallándolo tan pesado como pensó podía haber sido. Su poderoso agarrón lo arrancó de la esquina y lo echó rodando por el suelo.
Fue a chocar contra una silla, y luego, al igual que un cable de acero o como un resorte más bien, saltó hacia el arma.
Enoch dio dos grandes zancadas y lo agarró por el cuello, levantándole y zarandeándole tan salvajemente, que la recuperada arma voló de su mano y la bolsa que traía en una correa a través del hombro, repercutió en sus velludos ijares como un martillo pilón.
El hedor era denso, tan denso que hasta parecía casi vérsele, y Enoch se sintió sofocado por él al zarandear a aquella criatura. Y de pronto fue peor, mucho peor, como un fuego en la garganta y un martillo asestado en la cabeza. Era como un golpe físico asestado en el vientre y expandido al pecho. Enoch soltó su presa y se tambaleó hacia atrás, encorvado y haciendo bascas. Alzó sus manos a la cara e intentó ahuyentar el hedor, despejar sus fosas nasales y boca, borrarlo de sus ojos.
A través de una especie de bruma vio levantarse a la horrorosa criatura, la cual, apoderándose de su arma, corrió rápida a la puerta. Enoch no oyó la frase que dijo, pero la puerta se abrió, y el ratuno ser salió de un brinco. Y la puerta volvió a cerrarse de golpe.
Enoch atravesó tambaleándose la habitación y se apoyó en el escritorio. El hedor iba disminuyendo y su cabeza se despejaba. Apenas podía creer lo que había sucedido, pues en efecto resultaba increíble que una cosa así pudiese haber ocurrido. Aquella criatura había viajado sobre el materializador oficial, y nadie, salvó un miembro de la Central Galáctica, podía hacerlo por aquella ruta. Y tampoco miembro ninguno de la Central Galáctica, estaba convencido, habría actuado como lo había hecho aquel ser ratuno. Además, éste había sabido la frase que hacía funcionar la puerta. Y nadie, sino él mismo y la Central Galáctica debía conocerla.
Tendió la mano, cogió el fusil y lo empuñó firmemente. Todo estaba bien, pensó. Nada había sido dañado. Pero había un extraño sobre la Tierra y eso era algo que no podía ser permitido. La Tierra estaba vedada a los alienígenas. Como planeta que no había sido reconocido por la confraternidad galáctica, era territorio fuera de sus límites.
Permaneció con el fusil en mano sabiendo lo que había de hacer… echar atrás a aquel alienígena, expulsarlo de la Tierra.
Lo manifestó en voz alta y se abalanzó a la puerta, saliendo fuera y dando la vuelta a la esquina de la casa.
El alienígena corría a través del campo y casi había alcanzado el lindero del bosque.
Enoch corrió en su persecución, pero a medio camino el ser ratuno se sumió en el bosque y desapareció.
El bosque estaba empezando a ser invadido por la oscuridad. Los oblicuos rayos del sol poniente iluminaban el dosel superior del follaje, mas en su suelo habían empezado a condensarse las sombras.
Al meterse en la linde del bosque tuvo un vislumbre de la criatura, que bajando una pequeña barranca, se metía en el declive opuesto, corriendo a través de los helechos que le llegaban casi a la mitad del cuerpo.
Si se mantenía en aquella dirección, se dijo Enoch, se saldría con la suya, pues el declive opuesto de la barranca acababa en un grupo de rocas que estaba sobre un punto saliente rematado por un farallón, con cada lado entrante, de manera que la punta y su masa de cantos rodados se encontraba aislada, colgada sobre el espacio. Sería harto arduo el sacar al alienígena de las rocas si se refugiaba allí, pero cuando menos podría ser sitiado y no lograría salir. Sin embargo, pensó Enoch, no podía perder tiempo alguno, pues el sol se estaba poniendo y pronto estaría oscuro.
Enoch cortó ligeramente hacia el oeste para contornear la cabeza del pequeño barranco, no perdiendo de vista al alienígena en huida. La criatura seguía sobre el declive y Enoch, observando esto, aumentó su velocidad. Por el momento, tenía atrapado al alienígena. En su huida, había pasado el punto sin retorno. Ya no podía dar una vuelta y retirarse de allí. Pronto alcanzaría el borde del farallón, y allí no podría hacer otra cosa sino cobijarse en el grupo de cantos rodados.
Corriendo con todas sus fuerzas, Enoch atravesó la zona cubierta de helechos y salió al declive más pronunciado, a cosa de unos treinta metros debajo del grupo de cantos rodados. Allí no era tan espesa la cobertura. Había escasa maleza y árboles desperdigados. La blanda arcilla del piso del bosque daba paso a piedra triturada, que en el curso de los años había sido arrancada de los cantos rodados por el cierzo invernal, cayendo declive abajo. Allá estaban ahora las piedras cubiertas de espeso musgo, haciendo traicionero el andar.
Mientras corría, Enoch escudriñó con una ojeada los cantos rodados, pero no había en ellos muestra alguna del alienígena. De pronto, por el rabillo del ojo, vio movimiento y se abalanzó tras unas matas de avellanos, viendo a través de ellas al alienígena recortado contra el firmamento, con su cabeza moviéndose atrás y adelante para pasar rápidamente por el declive inferior, y el arma semialzada y dispuesta para ser usada al instante.
Enoch quedóse helado, con su mano tendida asiendo el rifle. Sintió un trallazo de dolor en los nudillos, viendo que los había desollado en la roca al dar una zambullida para ocultarse.
El alienígena desapareció de la vista tras los cantos rodados y Enoch puso lentamente el fusil en donde pudiera manipularlo, caso de que se le presentara ocasión de disparar.
¿Se atrevería sin embargo a disparar?, se preguntó. ¿Se atrevería a matar a un alienígena?
Este podía haberle matado a él, allá en la estación, cuando había quedado mareado por el espantoso hedor. Pero no lo había hecho; en vez de ello, había huido. ¿Fue debido acaso, volvió a preguntarse, a que la criatura aquella se había atemorizado tanto, que todo cuanto se le ocurrió pensar fue huir? ¿O tal vez, había sido tan renuente en matar a un guardián de la estación, como él lo era en matar a un alienígena?
Escudriñó las rocas sobre él; no había ningún movimiento, ni nada se veía. Debía subir aquel declive, y prestamente, se dijo, pues el tiempo obraría en favor del alienígena. La oscuridad no debía tardar ya más de treinta minutos y antes de que se tendiese había de zanjar la cuestión. Si el alienígena escapaba, había poca probabilidad de encontrarlo.
¿Y por qué —preguntóse otra vez, apartándose a un lado— preocuparse con complicaciones ajenas? ¿Pues no estaba dispuesto a informar a la Tierra que había pueblos alienígenas en la galaxia y entregar, sin autorización, tanto del saber y la ciencia de aquellos alienígenas como estuviera en su poder? ¿Por qué haber detenido a aquel alienígena el destrozo de la estación, asegurando su aislamiento por muchos años… pues eso habría sucedido, si con ello hubiera quedado él libre para hacer cuanto quisiera con todo cuanto había dentro de la estación? Habría sido en su beneficio el permitir que los sucesos siguieran su curso.
Pero no podía
—clamó Enoch para sus adentros—.
¿Es que no ves que no lo podía? ¿Es que no lo comprendes?
Un crujido en las matas a su izquierda le hizo volverse, con el fusil presto.
Y de pronto apareció Lucy Fisher, a no más de seis metros.
—¡Vete de ahí! —gritó a la muchacha, olvidando que ella no podía oírle.
En efecto, ella no pareció entender. Se movió a la izquierda y con rápido ademán de la mano apuntó hacia los cantos rodados.
—¡Vete! —gritó él de nuevo, con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Vete de ahí! —haciendo al mismo tiempo expresivos movimientos con sus manos para indicarle que debía marcharse, que aquél no era un lugar para ella.
La muchacha meneó su cabeza y se apartó corriendo agachada, moviéndose más a la izquierda y declive arriba.
Enoch se puso en pie abalanzándose tras ella, y al hacerlo, el aire tras él produjo un sonido como de frito y hubo como la aguda mordedura del ozono.
Instintivamente, golpeó el suelo, y allá abajo del declive vio medio metro cuadrado de terreno que hervía y humeaba, con su capa barrida por un tremendo calor, y tornados el propio suelo y la roca en masa borboteante.
Un láser, pensó Enoch. El arma del alienígena era un láser, conteniendo un terrorífico golpe en un exiguo haz luminoso.
Se contrajo y dio una breve carrera ladera arriba, arrojándose postrado tras un grupo de ensortijados abedules. El aire volvía a hacer el sonido de fritura y nuevamente hubo ráfagas de calor y el ozono. Sobre el declive opuesto, echaba vapor un trozo de terreno. Flotaba ceniza, que cayó en los brazos de Enoch. Lanzó una rápida ojeada arriba y vio que las copas de los abedules habían desaparecido, reducidas a ceniza por el láser. Tenues volutas de humo se elevaban perezosamente de los cercenados troncos.
Hiciérase lo que se pudiera, o dejara de hacerse, allá en la estación, el alienígena suponía faena. Sabía que estaba acorralado y empleaba artimañas.
Enoch se pegó contra el suelo y se inquietó por Lucy. Esperaba que estuviese a salvo. La muy boba debiera haberse quedado al margen. Este no era un lugar para ella. Ni lo había sido nunca en el bosque a aquella hora del día. Tendría de nuevo al viejo Hank buscándola, pensando que la habían raptado. Se preguntó qué diablos se le había metido en el cuerpo.