En pie allí, a los rayos ponientes de postrimerías del estío, le estremeció un aire frío que pareció estar soplando de alguna ignota dimensión de irrealidad, preguntándose por vez primera (por primera vez se había visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni completamente alienígena ni completamente humano, que dividía las lealtades, con viejos fantasmas para recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera, la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de ambas?
Había subido la loma sobre el manantial, sintiendo el optimista calor interno de una humanidad recuperada, miembro de la raza humana otra vez, unido en una conspiración pueril con un equipo humano. Pero, ¿podía calificarse como humano…? Y si lo hacía, o trataba de hacerlo, ¿qué era entonces de los cien años de fidelidad a la Central Galáctica? ¿Podía, aunque quisiera, calificarse como humano?
Atravesó lentamente la desportillada entrada, con los interrogantes aporreándole aún el cerebro, aquel gran e incesante flujo de preguntas, para las cuales no había respuesta. Mas eso era falso —pensó—. No es que no hubiera respuesta alguna, sino que las había demasiadas.
Quizá Mary y David y el resto de ellos vendrían de visita aquella noche, y podrían hablar sobre el particular… recordó de pronto.
Mas no, no vendrían, ni Mary, ni David, ni ninguno de los otros. Habían venido durante años a verle, pero no vendrían más, pues la magia se había deslustrado y la ilusión desvanecido, y él estaba solo.
Y siempre lo había estado, se dijo con amargo regusto en su cerebro. Todo había sido ilusión; nunca había sido real. Durante años se había embaucado a sí mismo de la manera más ávida y voluntaria, poblando con esas criaturas de su imaginación el pequeño rincón junto a la chimenea. Ayudado por una técnica extranjera, conducido por su soledad a la vista y sonido de la humanidad, los había convertido en seres que desafiaban cualquier sentido excepto el sólido del tacto.
Y desafiaba asimismo cualquier sentido de decoro.
Semi-criaturas, pensó. Pobres desgraciadas semi-criaturas, ni sombra ni mundo.
Demasiado humanas para sombras, demasiado vagas para la Tierra.
Mary, si tan sólo lo hubiera sabido… si yo lo hubiese sabido nunca habría comenzado. Me hubiese quedado con el aislamiento
.
Y ahora no podía enmendarlo. No había nada que sirviese.
¿Qué es lo que me pasa? —se preguntó.
¿Qué me ha sucedido?
¿Qué está ocurriendo?
Ni siquiera podía pensar ya más con rectitud. Se dijo que había de permanecer en el interior de la estación, a fin de escapar a la turba que podía estar asomando… y no podía quedarse dentro, pues Lewis volvería a traer el cadáver del hazer poco después del oscurecer.
Y si la turba se mostraba al mismo tiempo que apareciese Lewis trayendo de nuevo el cadáver, el infierno se desencadenaría.
Agobiado por el pensamiento, permaneció indeciso.
Si alertaba a Lewis del peligro, en tal caso podría no traer el cadáver. Y tenía que traerlo. Antes de que la noche pasara, el hazer debería estar seguro en la tumba.
Decidió que debía correr el albur.
La turba podía no aparecer. Y aunque lo hiciera, debía existir un medio para manejarla.
Tenía que pensar en algo, se dijo.
Sí, tenía que pensar algo.
La estación estaba tan silenciosa como lo estuvo cuando la dejó. No había habido mensaje alguno y el aparato estaba quedo, ni siquiera murmurándose a sí mismo, como lo hacía a veces.
Enoch dejó el fusil a través del escritorio, y puso el fajo de periódicos junto a él. Se quitó la cazadora y la colgó en el respaldo de la butaca.
Había aún los periódicos por leer, no sólo los de hoy, sino también los del día anterior, y proseguir el diario le llevaría bastante tiempo. Aun cuando escribiese apretadamente, requeriría varias páginas, y debía exponerlo lógica y cronológicamente, para que pareciese que los sucesos de ayer habían ocurrido ayer mismo, y no un día entero después. Debía incluir cada evento y cada faceta de cada acontecer, y sus propias reacciones ante ello, así como sus pensamientos al respecto. Pues así era como siempre lo hizo, y como también debía hacerlo ahora. Siempre había sido capaz de hacerlo de este modo, debido a que se había creado para sí un pequeño nicho especial, no de la Tierra, ni de la Galaxia, sino en esa vaga condición que se podría denominar existencia, y había laborado en el interior del encuadre de tal nicho especial, como un monje medieval en su celda. Había sido únicamente un observador que no se había contentado sólo con la observación, sino que había hecho un esfuerzo para ahondar en lo que había observado; pero no obstante aún básica y esencialmente un observador que no estaba implicado ni vital ni personalmente en lo que había acontecido en su derredor. La Tierra y la Galaxia se habían introducido ambas en él, y su nicho especial se había ido, y él estaba personalmente implicado. Había perdido su punto de vista objetivo y ya no podría más imponer aquel abordaje correcto y fríamente positivo que le había dado una sólida base sobre la cual establecer sus escritos.
Fue a la estantería y tomó el volumen en curso, hojeándolo para ver donde se había detenido. Estaba próximo al fin, quedando sólo pocas páginas en blanco, acaso no las suficientes para contener los sucesos que había de trasladar a ellas. Más que probablemente, pensó, llegaría al final del volumen antes de haber terminado, y tendría que empezar uno nuevo.
Quedóse con el diario en mano y mirando fijamente a la página donde acababa lo escrito anteayer. Sólo anteayer, y ya era antiguo lo escrito… hasta tenía un aspecto marchito. Lo mismo podía haber sido escrito aquello en cualquier otra época, pensó. Había sido lo último que estampó antes de que su mundo se desmoronara en torno a él.
¿Y para qué escribir más?, se preguntó. Ya estaba escrito cuanto importaba. La estación se cerraría y su propio planeta se perdería… Permaneciera aquí o no, o se fuera a otra estación, era igual; la Tierra se perdería ya.
Enojado cerró de golpe el libro y lo volvió a colocar en su sitio en el estante, yendo de nuevo al escritorio.
La Tierra estaba perdida, pensó, y él también, perdido y colérico y confuso. Colérico por el destino (si aquello fuese un destino) y por la estupidez. No sólo por la estupidez intelectual de la Tierra, sino por la estupidez intelectual de la Galaxia también, por las mezquinas querellas que podían detener la marcha de la hermandad de los pueblos que finalmente se habían difundido en este sector galáctico. En cuanto a la Tierra, y así en la Galaxia, el número y la complejidad de los artilugios, el pensamiento noble, la sapiencia y la erudición, podrían constituir una cultura, pero no una civilización. Para ser verdaderamente civilizado, debía haber algo mucho más sutil que el artilugio o el pensamiento.
Sintió en sí la tensión de estar haciendo algo… de merodear en torno a la estación como una bestia confinada, de correr afuera y gritar incoherentemente hasta que sus pulmones estuvieran vacíos, de romper y destrozar, dar salida como fuese a su rabia y desilusión.
Alargó una mano y asió el fusil que estaba sobre la mesa. Abrió un cajón donde guardaba las municiones, y tomó una caja, vaciando en su bolsillo los cartuchos que contenía, y tirándola luego.
Quedóse durante un momento con el fusil en mano, y lo yermo y frío de la silenciosa habitación fue para él como un mazazo, y volvió a poner el fusil sobre el escritorio.
¡Qué puerilidad —pensó—, el extraer el resentimiento y la cólera de una irrealidad! Sobre todo cuando no había un motivo real para el resentimiento o la cólera. Pues el molde y compás de los acontecimientos era tal que podía ser reconocido, y por ende aceptado. Era de una especie a la cual un ser humano debería hace tiempo hallarse acostumbrado.
Miró en torno a la estación; la quietud y el silencio expectante se hallaban flotando, como si la propia estructura estuviera marcando el momento para un acontecer a llegar en el fluir natural del tiempo.
Rió quedamente y volvió a empuñar el fusil.
Irrealidad o no, sería algo que ocuparía su mente, que le despejaría de momento aquel océano de problemas que remolineaban en su derredor.
Y necesitaba practicar al blanco. Hacía diez días o más que no había estado en el campo de tiro.
El sótano era inmenso. Se extendía más allá de las luces que había encendido, en un difuso fulgor, una serie de pasillos y habitaciones profundamente talladas en la roca que servía de base a la loma.
Allí estaban los macizos tanques llenos de las varias soluciones para los viajeros; allí las bombas y los generadores, que operaban con un principio distinto al humano de producción de energía eléctrica, y muy abajo del propio piso del sótano, aquellos grandes depósitos que contenían los ácidos y la materia gelatinosa que antes formara los cuerpos de aquellas criaturas que venían viajando a la estación, dejando tras sí, cuando se iban a otro lugar, los cuerpos ya inútiles de que debían estar dotadas.
Enoch pasó ante tanques y generadores, hasta llegar a una galería que se prolongaba en la oscuridad. Halló el conmutador, encendió las luces, y siguió por ella. Al otro lado habían estanterías metálicas, instaladas para acomodar en ellas la superabundancia de cachivaches, de artefactos, de toda clase de regalos que le habían traído los viajeros. Desde el suelo al techo se hallaban atestados los estantes con chatarra procedente de todos los rincones de la Galaxia. Sin embargo, pensó Enoch, no era realmente chatarra, pues muy poco de ello había que lo fuera. Todo era servible y tenía algún propósito, bien fuese práctico o estético, aunque tal propósito debía ser aprendido. Y a pesar quizá de que no en todos los casos fuese aplicable a los humanos.
Las estanterías tenían al extremo una sección en la que los artículos estaban ordenados más sistemáticamente y con mayor cuidado, cada cual etiquetado y numerado, correspondiendo a un catálogo y ciertos datos. De estos artículos sí que sabía para que servían, y en ciertos casos algo de los principios implicados. Había algunos bastante inocuos, otros de gran valor potencial, y otros además que, por el momento, no tenían conexión alguna con el sistema humano de vida… y finalmente, aquellos etiquetados que hacían estremecer con sólo pensar en ellos.
Descendió la galería, resonando sus pasos al hollar aquel lugar de extraños fantasmas.
Finalmente, la galería se ensanchaba en una estancia ovalada, cuyas paredes estaban forradas de una sustancia gris que engancharía a una bala e impediría su rebote.
Enoch fue a un panel encajado en el interior de un profundo hueco en la pared, y conectando con el pulgar un interruptor, volvió rápidamente al centro de la estancia.
Lentamente, ésta comenzó a oscurecerse, luego pareció resplandecer súbitamente, y ya no se encontró en ella, sino en otro sitio, un lugar que no había visto nunca.
Se hallaba en una pequeña colina, y frente a él el terreno descendía a un tardo río bordeado por una franja pantanosa. Entre el comienzo del pantano y el pie de la colina se extendía un mar de hierba basta y alta. No hacía nada de viento, pero la hierba ondulaba, por lo que supo que aquel movimiento de la hierba estaba causado por cuerpos moviéndose entre ella, forrajeándola. Le provino de allí un salvaje gruñido, como si mil cerdos hambrientos estuvieran luchando por trozos escogidos en cien artesas de bazofia. Y de alguna parte más lejana, quizá del río, llegó un profundo y monótono bramido, que sonaba ronco y cansado.
Enoch sintió erizársele el pelo, y aprestó el fusil. Era desconcertante. Sentía y conocía el peligro, y sin embargo hasta ahora no lo había. No obstante, el propio aire del paraje en que se encontraba —fuera el que fuese—, parecía hormiguear con él.
Giró en redondo y vio que cerca de él, bosques espesos y oscuros descendían la hilera de cerros ribereños, deteniéndose en el mar de hierba que rodeaba la colina en que él se encontraba. Más allá de las otras, atalayaba el pardo púrpura de una ringlera de elevadas montañas que parecían desvanecerse en el firmamento, pero sin muestra alguna de nieve en sus cimas.
Dos figuras salieron trotando del cercano bosque, deteniéndose en su linde. Se agazaparon y le hicieron visajes, con sus colas enroscadas en sus patas. Podían haber sido lobos o perros, pero no eran ni unos ni otros. No eran de ninguna especie que antes viera u oyera. Sus pieles relucían al débil rayo del sol, como si estuviesen engrasadas, pero se remataban en sus cuellos, estando cabezas y caras desprovistas de ella. Como viejos depravados en una mascarada, con sus cuerpos recubiertos en envolturas de lobos. Pero el disfraz estaba frustrado por las colgantes lenguas que rebosaban de sus bocas, brillante escarlata contra el blanco de hueso de sus caras.
El bosque estaba en calma. Sólo había en él las sombrías bestias, apoyadas en sus ancas, y gesticulándole con extraños rostros desdentados.
El bosque era oscuro y enmarañado, y el follaje, de un verde tan intenso que casi parecía negro. Todas las hojas tenían un resplandor, como si hubiesen estado pulidas con un lustre especial.
Enoch volvió a girar en redondo, para mirar de nuevo al río, y vio agazapados al borde de la hierba una hilera de monstruos semejantes a sapos, de unos dos metros de longitud y de uno de altura, con cuerpos de color de la tripa de un pescado muerto, y provistos de un ojo, o lo que parecía ser un ojo, que cubría una gran parte de la superficie sobre el hocico. Los ojos eran estriados y destellaban a la tenue luz del sol, como los de un gato al acecho heridos por un haz luminoso.
El ronco bramido seguía proviniendo del río, y en su intermedio había un débil y tenue zumbido, un colérico y malicioso zumbido, como el de un mosquito aprestándose al ataque, aunque era de tono más agudo.
Enoch alzó la cabeza para mirar al cielo, y lejos en sus profundidades avistó una hilera de puntos o motas, pero a tanta altura, que no supo determinar qué clase de objetos eran.
Bajó de nuevo la cabeza para mirar a la serie de monstruos semejantes a sapos, pero con el rabillo del ojo percibió un movimiento, y dirigió otra vez la vista al bosque.