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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (8 page)

BOOK: Espacio revelación
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Se había producido lo que el líder de los Mendicantes decidió llamar un «error administrativo». Había tenido lugar en la órbita de Borde del Firmamento, cuando la unidad criogénica recibió el impacto de un misil. Khouri y Fazil se encontraban entre los pocos afortunados que no murieron en la explosión, pero el ataque había eliminado todos los registros del centro. Los locales habían hecho todo lo posible por identificar a los congelados, pero habían cometido algunos errores. En el caso de Khouri, la habían confundido con una observadora Demarquista que había viajado hasta Borde del Firmamento para estudiar la guerra y que estaba lista para regresar a su hogar de Yellowstone cuando quedó atrapada en el ataque de misiles. La habían operado rápidamente y, acto seguido, la habían montado a bordo de una nave espacial programada para partir de inmediato. Por desgracia, no habían cometido el mismo error con Fazil. Mientras Khouri dormía, sobrevolando los años luz que la separaban de Epsilon Eridani, Fazil había ido envejeciendo, un año por cada trescientos sesenta y cinco días que durara el trayecto. Los Mendicantes le explicaron que aunque no habían tardado demasiado en darse cuenta de su error, cuando lo hicieron ya era demasiado tarde: no habría más naves que siguieran esa ruta en varias décadas. Por otra parte, aunque Khouri hubiera regresado de inmediato a Borde del Firmamento (algo que también era imposible, debido a los destinos estipulados de todas las naves que estaban estacionadas en la órbita de Yellowstone), no podría haberse reunido con Fazil hasta cuarenta años después… y como Fazil no habría sabido que Khouri estaba regresando a casa, nada le habría impedido que reconstruyera su vida, que se volviera a casar, que tuviera hijos e incluso nietos antes de que ella lograra regresar, convertida en un fantasma de una parte de su vida que, para entonces, él ya habría olvidado. Además, también era posible que hubiera muerto cuando volvió al campo de batalla.

Khouri no había sido consciente de la lentitud a la que viajaba la luz hasta el momento en que los Mendicantes del Hielo le explicaron la situación. En el universo no había nada que se desplazara a mayor rapidez, pero para ella era una velocidad glacial comparada con la que se necesitaría para mantener vivo su amor. En aquel instante de lucidez comprendió que la estructura subyacente del universo, sus leyes físicas, habían conspirado para llevarla hasta este momento de horror y de pérdida. Habría sido infinitamente más sencillo si hubiera sabido que Fazil estaba muerto. Sin embargo, ahí estaba ese terrible abismo de separación, tanto en tiempo como en espacio. Entonces, su cólera se había convertido en algo doloroso, algo que necesitaba liberarse o acabaría matándola desde el interior.

Más tarde, aquel mismo día, cuando un hombre le ofreció trabajo como asesina a sueldo, le resultó sorprendentemente sencillo aceptarlo.

El hombre se llamaba Tanner Mirabel y, al igual que ella, era un antiguo soldado de Borde del Firmamento. También era una especie de cazatalentos que buscaba nuevos asesinos potenciales. En cuanto fue descongelada, sus exploradores de red le habían revelado la destreza militar de Khouri. Mirabel le proporcionó un contacto: un tal Ng, un hermético prominente. Ng no tardó en hacerle una entrevista y someterla a una batería de pruebas psicométricas. Al parecer, los asesinos eran las personas más cuerdas y analíticas del planeta. Tenían que saber con exactitud cuándo una muerte era legal y cuándo cruzaba la línea, a veces borrosa, del asesinato.

Superó todas esas pruebas con facilidad.

En ocasiones, los contratantes especificaban extraños modos de ejecución, en un intento de asegurarse de que no iban a morir, pues se consideraban lo bastante astutos e imaginativos para eludir al asesino durante semanas o incluso meses. Por esta razón, Khouri tuvo que aprender a utilizar todo tipo de armas. Y resultó ser una habilidad que nunca había sospechado poseer.

Pero nunca había visto nada similar al arma que le había dejado el ratoncito Pérez.

Sólo había tardado un minuto en descubrir cómo encajaban las diferentes partes. Montada, era como un rifle de francotirador con un cañón perforado ridículamente grande. El cargador contenía una serie de balas que parecían dardos: alfanjes negros. Cerca de la punta de cada bala había un diminuto símbolo de riesgo biológico. Lo que más le extrañaba era aquella calavera de muerte holográfica: nunca había utilizado toxinas contra una víctima.

¿Y qué tenía que ver en todo esto el Monumento?

—Case —dijo Khouri—. Hay una cosa más…

Justo en ese momento, el vehículo descendió hacia la calle y los conductores de
rickshaw
empezaron a pedalear con furia para evitar que cayera sobre ellos. La tarifa se iluminó, abrasando sus retinas. Khouri pasó el dedo meñique por la ranura de crédito, cargándo la factura a una cuenta segura de la Canopia que carecía de vínculos rastreables con el Punto Omega. Esto era muy importante, pues cualquier víctima bien relacionada podría rastrear con facilidad los movimientos de su asesino mediante las ondas que dejaban en los zarrapastrosos sistemas financieros del planeta. Debían ser precavidos.

Khouri bajó de un salto del vehículo. Aquí abajo, como siempre, caía una fina lluvia que los locales llamaban «lluvia interior». Durante unos instantes sintió con fuerza el olor del Mantillo: una mezcla de aguas residuales y sudor, especias cocinadas, ozono y humo. El ruido era igual de ineludible. El sonido constante de los
rickshaw
y el tintineo de sus timbres y cláxones creaba una atmósfera de ruido, condimentada con los berridos de los vendedores y los animales enjaulados, las canciones de los cantantes y los gritos de los hologramas en idiomas tan diversos como el norte moderno y el canasiano.

Se puso un sombrero de fieltro de ala ancha y levantó el cuello de su abrigo tres cuartos. El teleférico abandonó el suelo, sujetándose a un cable colgante, y pronto desapareció entre las marrones profundidades del cielo entoldado.

—Bueno, Case —dijo Khouri—. Ha llegado el momento de que empiece tu función.

Oyó su respuesta en el interior de su mente.

—Confía en mí. En esta ocasión, el trabajo me da muy buenas vibraciones.

Ilia Volyova consideraba que el consejo del Capitán era excelente. De hecho, matar a Nagorny era su única opción viable. Y Nagorny le había facilitado en gran medida la tarea al intentar matarla a ella primero, ignorando cualquier consideración moral.

Todo eso había sucedido algunos meses atrás y, desde entonces, se había esforzado todo lo posible en retrasar el trabajo al que ahora se enfrentaba. Sin embargo, la nave no tardaría en llegar a la órbita de Yellowstone y sus compañeros despertarían del sueño frigorífico. Cuando eso ocurriera, sus opciones se verían seriamente limitadas por la necesidad de mantener la mentira de que Nagorny había muerto mientras dormía, debido a alguna avería en su arqueta de sueño reparador.

Tenía que prepararse para llevar a cabo la tarea. Se sentó en silencio en su laboratorio y deseó tener la fuerza necesaria para hacer lo que tenía que hacer. Teniendo en cuenta los estándares del
Nostalgia por el Infinito
, los aposentos de Volyova no eran grandes. Si hubiera querido, podría haberse asignado una mansión repleta de habitaciones… ¿pero de qué le habría servido? Sus horas de vigilia transcurrían entre sistemas armamentísticos y, cuando dormía, soñaba con sistemas armamentísticos. Si disponía de tiempo, se permitía algún lujo (consideraba que «disfrutar» era una palabra demasiado fuerte) y tenía espacio suficiente para sus necesidades. En el dormitorio había una cama y algunos muebles de diseño funcional, aunque la nave podría haberle proporcionado cualquier estilo imaginable. También disponía de un pequeño anexo en el que se incluía un laboratorio: el único lugar en el que no había escatimado en detalles. Aquí era donde desarrollaba posibles curas para el Capitán, modos de ataque demasiado especulativos para compartirlos con el resto de la tripulación, por miedo a que aumentaran sus esperanzas.

También era el lugar en el que había guardado la cabeza de Nagorny desde que lo mató.

Estaba congelada, enterrada en un casco espacial de antiguo diseño que había entrado en modo de preservación criogénica de emergencia en el mismo instante en que había detectado que su ocupante no vivía. Volyova había oído decir que existían cascos provistos de irises afilados situados en la nuca, que separaban rápida y limpiamente la cabeza del resto del cuerpo en circunstancias extremas. Ésta no había sido una de ellas.

Pero había muerto de una manera interesante.

Volyova había despertado al Capitán y le había explicado lo ocurrido: que el Oficial de Artillería había perdido la cordura, al parecer, debido a sus experimentos. También le había hablado de los problemas que había tenido para conectarlo a los sistemas de artillería mediante los implantes que había puesto en su cabeza. Incluso había mencionado el hecho de que Nagorny había estado algo inquieto debido a unas pesadillas recurrentes, antes de llegar al punto en que el recluta la había atacado y había desaparecido en las profundidades de la nave. Volyova se alegraba de que el Capitán no hubiera indagado en el tema de las pesadillas, puesto que no se sentía cómoda hablando de ellas… y mucho menos analizando su contenido.

Pero a medida que pasaba el tiempo, le resultaba más difícil ignorar el tema. El problema radicaba en que, por muy inquietantes que fueran, no eran pesadillas normales y corrientes. Según la información que había podido recabar, las pesadillas de Nagorny habían sido sumamente repetitivas y detalladas. Solían estar relacionadas con una entidad llamada Ladrón de Sol que, al parecer, era el torturador privado de Nagorny. Aunque no sabía cómo se había manifestado dicha entidad en el Oficial de Artillería, era obvio que había despertado en él una sobrecogedora sensación de maldad. Los bocetos que había encontrado en cierta ocasión en su camarote eran una prueba de ello: febriles dibujos que mostraban espeluznantes criaturas similares a los pájaros, pero esqueléticas y con las cuencas vacías. Si eso era un atisbo de la locura de Nagorny, no le hacía falta ver más. ¿Qué relación tenían aquellos fantasmas con las sesiones de artillería? ¿Qué fallo desconocido de su interfaz neuronal estaba vertiendo corriente en la zona del cerebro que desencadenaba aquellos terrores? En retrospectiva, era obvio que Volyova le había exigido demasiado… pero se había limitado a seguir las órdenes de Sajaki para conseguir que el arsenal estuviera a punto.

Nagorny había explotado y se había escondido en algún rincón que la nave no podía rastrear. Volyova, decidida a seguir el consejo del Capitán y acabar con él, había desplegado redes de sensores por todos los pasillos posibles y escuchado a sus ratas en busca de cualquier información sobre el paradero de Nagorny. Tras varios días de búsqueda infructuosa, había empezado a pensar que todos sus esfuerzos serían inútiles, que Nagorny seguiría escondido cuando la nave llegara al sistema de Yellowstone y el resto de la tripulación despertara…

Pero Nagorny había cometido dos errores, llevado por su locura. El primer error había sido aparecer en su camarote y dejarle un mensaje escrito con la sangre de sus venas en la pared. El mensaje era muy simple. De hecho, Volyova podría haber imaginado de antemano qué palabras decidiría dejarle Nagorny:

LADRÓN DE SOL.

Más adelante, rozando el límite de lo racional, le había robado el casco espacial, dejando el resto del traje. El robo había obligado a Volyova a regresar a su camarote y, a pesar de que había tomado precauciones, Nagorny había conseguido tenderle una emboscada. Tras arrebatarle la pistola, la había obligado a avanzar por un largo y curvado pasillo, hasta el hueco del ascensor más próximo. Volyova había intentado resistirse, pero la fuerza de Nagorny era la de un psicópata y las manos con las que la sujetaba parecían de hierro. De todos modos, suponía que se le presentaría alguna oportunidad de escapar cuando llegara el ascensor y Nagorny la llevara allí donde tenía pensado llevarla.

Pero Nagorny nunca había tenido intenciones de esperar el ascensor. Con el arma que le había arrebatado forzó la puerta, dejando a la luz las reverberantes profundidades del hueco. Entonces, sin más dilación ni una palabra de despedida, la empujó hacia el agujero.

Fue un terrible error.

El hueco del ascensor recorría la nave de arriba abajo, de modo que Volyova caería durante kilómetros antes de estrellarse contra el fondo. Durante unos instantes aterradores asumió que eso sería exactamente lo que ocurriría, que caería hasta que el suelo detuviera la caída… y que el hecho de que tardara unos segundos o unos minutos en llegar al final carecía por completo de importancia. Las paredes del hueco eran verticales y no había fricción; sería imposible encontrar un punto de apoyo o detener la caída de ninguna forma.

Iba a morir.

Entonces, con una serenidad que más tarde la sorprendió, una parte de su mente analizó el problema de nuevo. Se vio a sí misma, pero no cayendo por el hueco del ascensor, sino inmóvil, flotando plácidamente entre las estrellas. No era ella quien se movía, sino la nave, que se precipitaba hacia arriba a su alrededor. No era ella quien estaba acelerando, sino la nave… y lo hacía debido a su propulsión.

Y eso era algo que su brazalete podía controlar.

Volyova no tenía tiempo para pensar en los detalles. En su mente se había formado… o mejor dicho, explotado, una idea, y sabía que o la ponía en práctica de inmediato o aceptaba su destino. Podía detener su caída (su caída aparente) invirtiendo la propulsión de la nave durante el tiempo que tardara en conseguir el efecto deseado. La propulsión nominal era de 1 g, y ésa era la razón por la que Nagorny había considerado que la nave era una especie de edificio muy alto. Ya debía de llevar unos diez segundos cayendo y su mente seguía pensando. ¿Qué debía hacer? ¿Invertir la propulsión de la nave durante diez segundos a 1 g? No… demasiado moderado. Seguramente llegaría al suelo antes de poder detener la caída. Sería mejor aumentarla a 10 g durante un segundo. Sabía que los motores podían hacerlo. La maniobra no causaría ningún daño al resto de los tripulantes, pues los protegían sus nichos de sueño frigorífico… y Volyova sólo vería que las paredes que pasaban a toda velocidad junto a ella se detenían de golpe.

Sin embargo, Nagorny lo tendría bastante peor.

No había sido fácil. El aire prácticamente había sofocado su voz mientras gritaba las instrucciones apropiadas por el brazalete y, durante unos momentos agónicos, había tenido la certeza de que la nave no la había oído.

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