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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (4 page)

BOOK: Espacio revelación
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Volyova se encontraba a más de un kilómetro del punto en el que había montado, pero la presión atmosférica de la nave permanecía constante, puesto que el soporte vital era uno de los pocos sistemas que seguía funcionando correctamente. Cierto instinto residual le decía que le tendrían que estar estallando los oídos por la rapidez del descenso.

—Los niveles de atrio —anunció el ascensor, utilizando un registro redundante del diseño anterior de la nave—. Para su disfrute y sus necesidades de ocio.

—Qué gracioso.

—¿Disculpe?

—Creo que tu definición de ocio es bastante extraña, a no ser que tu idea de relajarte sea encerrarte en una cámara de vacío y realizar un régimen de terapias de antirradiación para purgar los intestinos… y la verdad es que no creo que eso sea demasiado placentero.

—¿Disculpe?

—Olvídalo —respondió, con un suspiro.

Durante el siguiente kilómetro dejó atrás áreas poco presurizadas. Al sentir que su peso disminuía, Volyova supo que estaba pasando junto a los motores, situados al otro lado del casco sobre elegantes perchas. Bostezando, absorbían cantidades minúsculas de hidrógeno interestelar y sometían su cosecha a una física desconocida. Nadie, ni siquiera Volyova, fingía saber cómo funcionaban los motores Combinados. Lo único que importaba era que funcionaban… y que emitían un cálido resplandor constante de radiación de partículas exóticas y que, aunque en su mayoría eran eliminadas por las defensas del casco de la nave, algunas podían conseguir acceder. Por esta razón, el ascensor aceleró momentáneamente mientras cruzaba los motores y, sólo cuando dejó atrás el peligro, recuperó una velocidad normal de descenso.

Ya había recorrido la dos terceras partes del trayecto. Conocía esta parte de la nave mucho mejor que cualquier otro miembro de la tripulación. Sajaki, Hegazi y los demás no solían venir hasta aquí a no ser que tuvieran una excelente razón para hacerlo. ¿Pero quién podía culparles? Cuanto más descendían, más cerca estaban del Capitán… pero sólo a ella no le aterraba la simple idea de su proximidad.

De hecho, en vez de temer esta sección de la nave, la había convertido en un imperio. Podría haberse apeado en el nivel 612, haber navegado hasta la habitación-araña y haberla conducido hasta el exterior del casco, donde podía escuchar a los fantasmas que hechizaban los espacios que había entre las estrellas. Tentador… siempre lo era. Pero tenía trabajo que hacer, una tarea concreta, y los fantasmas seguirían allí en otro momento. Mientras cruzaba el nivel 500, donde se encontraba la artillería, pensó en todos los problemas que representaba y tuvo que resistirse al impulso de detenerse para efectuar nuevas investigaciones. Instantes después, la artillería desapareció y empezó a deslizarse por la sala caché, una de las muchas cámaras no presurizadas que había en el interior de la nave.

La sala era gigantesca: debía de medir medio kilómetro de un lado a otro, pero como ahora estaba a oscuras, Volyova tenía que imaginarse las cuarenta cosas que contenía. Nunca le resultaba difícil. Aunque había varias preguntas no respondidas relativas a las funciones y los orígenes de aquellos objetos, Volyova conocía perfectamente sus formas y sus posiciones relativas, como si fuera el dormitorio de una persona ciega, donde los enseres están minuciosamente ordenados. Aun dentro del ascensor, sentía que si extendía los brazos podría acariciar el cascarón metálico del objeto más cercano, sólo para asegurarse de que seguía estando allí. Desde que se había unido al Triunvirato había intentando aprender todo lo posible, pero no podía decir que se sintiera cómoda con ninguno de esos objetos. Se acercaba a ellos con el nerviosismo de una persona que se acaba de enamorar, consciente de que sus conocimientos eran superficiales y que lo que había allí podía romper en pedazos todas sus ilusiones.

Nunca le apenaba abandonar la sala caché.

En el nivel 450 pasó por otra armadura que separaba el área de maquinaria de la cola cónica de la nave, que se extendía otro kilómetro por debajo. El ascensor volvió a acelerar al pasar por la zona radiactiva y, acto seguido, inició una prolongada desaceleración que acabaría deteniéndolo por completo. Estaba pasando por la segunda serie de cubiertas de almacenaje criogénico: doscientos cincuenta niveles con capacidad para ciento veinte mil durmientes, aunque en estos momentos sólo había uno… si realmente se podía definir así el estado en el que se encontraba el Capitán. El ascensor siguió frenando hasta que por fin se detuvo a la mitad de las plantas criogénicas y anunció afablemente que había llegado a su destino.

—Nivel de sueño criogénico para pasajeros —dijo el ascensor—. Para sus necesidades de sueño frigorífico en vuelo. Gracias por utilizar este servicio.

La puerta se abrió y Volyova cruzó el umbral, contemplando las iluminadas paredes convergentes del eje que quedaban enmarcadas por la abertura. Prácticamente había recorrido la nave de un extremo a otro (o de arriba abajo, pues resultaba difícil no pensar en ella como un edificio increíblemente alto), pero el eje aún parecía precipitarse hacia unas profundidades infinitas. Era un vehículo tan grande, tan estúpidamente grande, que incluso sus extremidades excedían los límites de la mente.

—Sí, sí. Ahora, ten la amabilidad de desaparecer.

—¿Disculpe?

—Que te vayas.

El ascensor no tenía ninguna razón para moverse pues, como Volyova era la única persona despierta que había en la nave, sólo ella podía utilizarlo.

Del eje espinal al lugar en donde se encontraba el Capitán había un largo paseo. No podía seguir el camino más directo porque había secciones enteras de la nave inaccesibles, infestadas de virus que estaban provocando averías generalizadas. Algunas áreas estaban inundadas de líquido refrigerante, mientras que otras estaban infestadas de ratas conserje. En algunas patrullaban anclas flotantes defensivas que habían enloquecido y, por lo tanto, era mejor evitarlas (a no ser que Volyova tuviera ganas de hacer un poco de deporte), otras estaban llenas de gases tóxicos, de vacío o de una radiación demasiado intensa, y se decía que algunas estaban encantadas.

Volyova no creía que hubiera lugares encantados (a pesar de que ella tenía sus propios fantasmas, a los que accedía a través de la habitación-araña), pero todos los demás peligros se los tomaba muy en serio. Había secciones de la nave en las que nunca entraba a no ser que estuviera armada, pero conocía el entorno del Capitán lo bastante bien como para no tener que tomar excesivas precauciones. Hacía frío, así que se ajustó el cuello de la chaqueta y tiró del borde de su gorro hacia abajo, haciendo que la tela de encaje crujiera contra su cabeza rasurada. Encendió otro cigarrillo y le dio fuertes bocanadas para acabar con el vacío de su mente y reemplazarlo por un gélido estado de alerta militar. Le gustaba estar sola. Deseaba compañía humana, pero no con ansia… y en absoluto si eso significaba que tenía que ocuparse de la situación de Nagorny. Quizá, cuando llegaran al sistema de Yellowstone, buscaría un nuevo Oficial de Artillería.

¿Cómo era posible que hubiera llegado este pensamiento a su cabeza?

En estos momentos, quien le preocupaba era el Capitán, no Nagorny. Ya podía verlo… o al menos, a la extensión externa de aquello en lo que se había convertido. Volyova intentó tranquilizarse. Era necesario conservar la calma. Examinarlo le hacía sentirse indispuesta. Era peor para ella que para los demás, pues la repulsión que sentía era más intensa. Era una mujer
brezgati
, aprensiva.

El milagro era que la unidad de sueño frigorífico que contenía a Brannigan todavía funcionara. Volyova sabía que era un modelo muy antiguo, muy sólido. Seguía intentando mantener en equilibrio las células de su cuerpo, a pesar de que su resquebrajado armazón mostraba grandes grietas paleolíticas, de las que brotaba una vegetación metálica y fibrosa. La vegetación procedía del interior del frigorífico, como una invasión fúngica. Si quedaba algo de Brannigan, se encontraba en su corazón.

Cerca del frigorífico hacía tanto frío que Volyova empezó a tiritar. Pero tenía trabajo que hacer. Cogió un rascador de su chaqueta para recoger fragmentos de vegetación y analizarlos. Cuando regresara a su laboratorio, los atacaría con diversas armas víricas, con la esperanza de encontrar una que incidiera en el brote. Por experiencia, sabía que sería inútil, pues la capacidad que tenía aquella vegetación para corromper las herramientas moleculares que utilizaba para investigarla era sorprendente. El tiempo no apremiaba porque el frigorífico mantenía a Brannigan unas milésimas de Kelvin por encima del cero absoluto, y ese frío parecía ser un obstáculo para su propagación. Por el lado negativo, Volyova sabía que ningún ser humano sometido a un frío tan extremo había logrado sobrevivir a la reanimación, pero eso parecía bastante irrelevante en el caso del Capitán.

Habló por su brazalete, en voz baja.

—Abre mi registro de actividades sobre el Capitán y añade esta entrada.

El brazalete gorjeó para indicar que estaba listo.

—Tercer chequeo del Capitán Brannigan desde mi reanimación. La propagación de… —Vaciló, siendo consciente de que una frase errónea enojaría al Triunviro Hegazi, aunque la verdad es que no le preocupaba demasiado. ¿Debería atreverse a llamarla Plaga de Fusión, ahora que los habitantes de Yellowstone le habían dado ese nombre? Quizá era imprudente—… de la enfermedad no parece haber variado desde la última entrada. Apenas se ha extendido unos milímetros. Aunque parezca un milagro, las funciones criogénicas siguen funcionando, aunque considero que la unidad fallará en cualquier momento del futuro…

Pensó para sus adentros que, cuando la unidad fallara, si no se apresuraban en transferir al Capitán a un nuevo frigorífico (cómo lo harían era una cuestión que prefería no plantearse todavía), el hombre sería un problema menos del que tendrían que preocuparse. Y suponía que los problemas del Capitán también llegarían a su fin.

Acercó los labios al brazalete.

—Cierra el registro de actividades. —Deseando con todas sus fuerzas haber reservado un cigarrillo para este momento, añadió—: Calienta en cincuenta milikelvins el núcleo del cerebro del Capitán.

La experiencia le había enseñado que ésta era la temperatura mínima necesaria: por debajo, su cerebro permanecería cerrado en un equilibrio glacial; por encima, la plaga se extendería con demasiada rapidez.

—¿Capitán? ¿Puede oírme? —dijo—. Soy Ilia.

Sylveste se apeó de la oruga y regresó a la cuadrícula. Durante su encuentro con Calvin el viento se había intensificado de forma apreciable; ahora le picaba en las mejillas, como la rasposa caricia de una bruja.

—Espero que la conversación haya sido beneficiosa —comentó Pascale, quitándose la mascarilla para hacerse oír entre el viento. Estaba al tanto de la existencia de Calvin, aunque nunca había hablado con él—. ¿Has decidido recurrir al sentido común?

—Ve a buscar a Sluka.

Por lo general, Pascale se habría negado a obedecer una orden de este tipo, pero se limitó a aceptar su malhumor y se dirigió hacia la otra oruga, de la que salió momentos después acompañada por Sluka y otros trabajadores.

—¿Debo asumir que está dispuesto a escucharnos? —preguntó Sluka, deteniéndose delante de él. El viento azotaba un mechón de cabello contra sus gafas de seguridad. En una mano llevaba la mascarilla, que acercaba constantemente a la nariz para respirar, y tenía la otra apoyada en la cadera—. Si es así, creo que no tardará en darse cuenta de que podemos ser razonables. A todos nos importa su reputación, de modo que nadie hablará de este asunto cuando estemos de nuevo en Mantell. Diremos que dio la orden de retirada en cuanto recibió el comunicado. El merito será suyo.

—¿Y usted cree que, a largo plazo, eso importará?

—¿Por qué diablos es tan importante un obelisco? —espetó Sluka—. Es más, ¿por qué diablos son tan importantes los amarantinos?

—Ya veo que nunca ha tenido una visión global de este asunto.

Discretamente, pero no tanto como para que Sylveste no lo advirtiera, Pascale había empezado a grabar la conversación: estaba a un lado, con la cámara desmontable de su compad en la mano.

—Hay quien dice que nunca han existido —respondió Sluka—. Que usted infló la importancia de los amarantinos para que los arqueólogos siguieran trabajando.

—Y usted es de las que comparte esa opinión, ¿verdad, Sluka? Bueno, la verdad es que nunca ha sido uno de los nuestros.

—¿A qué se refiere?

—A que si Girardieau hubiera querido sembrar la discordia entre nosotros, usted habría sido la candidata ideal.

Sluka se volvió hacia sus compañeros.

—¿Lo habéis oído? El pobre ya ha sucumbido a las teorías conspiratorias. Ahora podemos hacernos una idea de lo que ha vivido el resto de la colonia durante años. —Volvió a centrar su atención en Sylveste—. No merece la pena hablar con usted. Nos iremos en cuanto hayamos recogido el equipo… o antes, si la tormenta arrecia. Puede venir con nosotros si lo desea. —Acercó la mascarilla a la nariz para coger aire y el color regresó a sus mejillas—. O puede quedarse aquí y poner su vida en peligro. Es usted quien decide.

Sylveste observó al grupo que permanecía detrás de Sluka.

—Adelante. Váyanse. No permitan que nada tan trivial como la lealtad se entrometa en su camino… a no ser que alguno de ustedes tenga las agallas necesarias para quedarse aquí y acabar el trabajo que vino a hacer. —Los miró de uno en uno, a los ojos, pero todos desviaron torpemente la mirada. Ni siquiera sabía cómo se llamaban. Los reconocía, pero estaba seguro de que ninguno de ellos había llegado en la nave desde Yellowstone; que ninguno de ellos había conocido nada más que Resurgam, con su puñado de asentamientos humanos diseminados como rubíes por una desolación total. Para ellos, Sylveste debía de ser monstruosamente atávico.

—Señor —dijo uno de ellos… posiblemente el mismo que le había avisado de la tormenta—. Señor, por supuesto que lo respetamos, pero también tenemos que pensar en nosotros. ¿No puede entenderlo? Sea lo que sea lo que hay aquí enterrado, no merece que arriesguemos nuestras vidas.

—Ahí es donde se equivoca —respondió Sylveste—. Merece que asumamos más riesgos de los que ustedes pueden imaginar. ¿No lo entienden? El Acontecimiento no fue algo que les ocurrió a los amarantinos, sino que fueron ellos quienes lo provocaron. Ellos hicieron que ocurriera.

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