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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (35 page)

BOOK: Espacio revelación
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Nada bueno, supuso.

—Aparte de la biotecnología —dijo él—, ¿qué más os dio Remilliod? Ya sabes que soy curioso.

Sluka parecía dispuesta a complacerlo.

—Me sorprende que no me hayas preguntado por Cuvier —dijo—. O por tu mujer.

—Falkender me ha dicho que Pascale está a salvo.

—Y es cierto. Puede que permita que te reúnas con ella en algún momento, pero ahora quiero que me prestes atención. No hemos conseguido el control de la capital. El resto de Resurgam es nuestro, pero la gente de Girardieau sigue controlando Cuvier.

—¿La ciudad está intacta?

—No. Nosotros… —miró a Falkender por encima de su hombro—. ¿Puedes ir a buscar a Delaunay? Y dile que traiga uno de los regalos de Remilliod.

Falkender abandonó la sala, dejándolos a solas.

—Tengo entendido que Nils y tú alcanzasteis cierto acuerdo —dijo Sluka—. Sin embargo, los rumores que han llegado a mis oídos son tan contradictorios que no tienen ningún sentido. ¿Te importaría verter un poco de luz sobre ese asunto?

—Sea lo que sea lo que hayas oído, nunca hubo nada formal —respondió Sylveste.

—Por lo que sé, te enviaron a su hija para que te retratara de forma poco favorecedora.

—Tenía su lógica —respondió Sylveste, con cautela—. El hecho de que la biografía fuera escrita por un miembro de la familia que me tenía prisionero le proporcionaría cierto prestigio. Y Pascale era joven, pero no tanto como para que no aprovechara esa oportunidad. No habría perdedores; era prácticamente imposible que fracasara… y para ser justo, debo decir que realizó un trabajo excelente.

Sylveste hizo una mueca para sus adentros, recordando lo cerca que había estado Pascale de revelar la verdad sobre la simulación de nivel alfa de Calvin. Estaba convencido de que conocía perfectamente los hechos, pero había preferido no incluirlos en la biografía. Por supuesto, ahora sabía muchas más cosas. Sabía lo sucedido en las proximidades de la Mortaja de Lascaille y que la muerte de Carine Lefevre no había sido tal y como él había explicado a su regreso a Yellowstone. Pero no había vuelto a hablar con ella desde entonces…

—Y respecto a Girardieau —continuó—, tuvo la satisfacción de ver a su hija implicada en un proyecto genuinamente importante… que, por cierto, me permitió estar más cerca del mundo. Yo era la mariposa más preciada de su colección, pero hasta la biografía le resultó imposible exhibirme con orgullo.

—He experimentado la biografía —dijo Sluka—. Y no estoy completamente segura de que Girardieau haya conseguido lo que quería.

—A pesar de todo, mantuvo su promesa —sus ojos vacilaron y, durante unos instantes, su interlocutora pareció ser un agujero en forma de mujer tallado en la habitación, un agujero que se extendía hacia el infinito.

Cuando aquel extraño momento pasó, Sylveste siguió hablando.

—Yo quería acceder a Cerberus/Hades. Creo que, hacia el final, Nils estaba dispuesto a permitírmelo, siempre y cuando la colonia dispusiera de los medios necesarios.

—¿Crees que hay algo allí?

—Si estuvieras familiarizada con mis ideas, tú misma responderías a esa pregunta.

—Me resultan intrigantes… como cualquier construcción ilusoria.

Mientras hablaba, la puerta se abrió y entró un hombre custodiado por Falkender. El recién llegado (Sylveste suponía que era Delaunay) era robusto como un buldog, llevaba una barba de varios días y sobre su cabeza descansaba una boina púrpura. Unos cardenales rojos rodeaban sus ojos y de su cuello colgaban unas gafas para protegerse del polvo. Tenía el pecho envuelto en una red y sus pies desaparecían bajo unos zapatos de esquimal de color ocre.

—Muéstrale el objeto a nuestro invitado —dijo Sluka.

Delaunay llevaba en la mano un cilindro negro que parecía muy pesado, provisto de una gruesa asa.

—Cógelo —ordenó Sluka a Sylveste.

Al hacerlo, advirtió que era tan pesado como esperaba. El asa estaba unida a la parte superior del cilindro y en la inferior había un botón de color verde. Sylveste depositó el cilindro sobre la mesa; pesaba demasiado para sujetarlo demasiado rato.

—Ábrelo —dijo Sluka.

Apretó el botón (era lo más obvio que podía hacer) y el cilindro se abrió por la mitad como una muñeca rusa. La parte superior se alzaba sobre cuatro soportes metálicos que rodeaban a otro cilindro ligeramente más pequeño que había permanecido escondido hasta ahora. Entonces, el cilindro interno también se abrió por la mitad, revelando una nueva capa, y el proceso se repitió unas seis o siete veces más.

En el centro se alzaba una estrecha columna de plata provista de una diminuta ventana en uno de los lados. La ventana mostraba una cavidad iluminada en la que descansaba lo que parecía un alfiler de cabeza bulbosa.

—Asumo que sabes qué es —dijo Sluka.

—Puedo adivinar que no ha sido fabricado aquí —respondió Sylveste—. Y sé que nada similar vino con nosotros desde Yellowstone. Eso sólo nos deja con nuestro excelente benefactor Remilliod. ¿Él te lo vendió?

—Este y nueve más —dijo—. Ahora ocho, pues utilizamos el décimo contra Cuvier.

—¿Es un arma?

—La gente de Remilliod lo llama polvo abrasador —explicó—. Antimateria. La cabeza contiene 0,2 gramos de antilitio, cantidad más que suficiente para nuestros propósitos.

—Se me había olvidado que pudiera existir un arma así: tan pequeña y tan poderosa.

—Es comprensible. La tecnología ha estado prohibida durante tanto tiempo que casi nadie recuerda cómo se fabrican.

—¿Qué potencia tiene?

—Unos dos kilotones. Lo suficiente para hacer un agujero en Cuvier.

Sylveste asintió, asimilando las implicaciones de lo que acababa de decir Sluka. Intentó imaginar qué debieron de sentir aquellos que habían muerto o habían quedado ciegos cuando el Camino Verdadero había utilizado esta arma contra la capital. El ligero diferencial de presión entre las cúpulas y el aire del exterior debía de haber provocado terribles vientos que habrían peinado los ordenados espacios municipales. Imaginó los árboles y las plantas del vivero siendo desenraizados y desmenuzados, y las aves y otros animales siendo arrastrados por el huracán. Las personas que sobrevivieron al ataque inicial (no tenía ni idea de cuántas podrían haber sido) tendrían que haber buscado rápidamente un refugio subterráneo, antes de que el asfixiante aire del exterior reemplazara el de la cúpula. Era cierto que el aire era más respirable ahora que hacía veinte años, pero se requería cierto talento para poder hacerlo, aunque sólo fuera durante unos minutos. La mayoría de los habitantes de la capital habían permanecido en ella… y suponía que no habían tenido demasiadas oportunidades de sobrevivir.

—¿Por qué? —preguntó.

—Fue un… —se interrumpió—. Iba a llamarlo error, pero en la guerra nunca hay errores, sólo acontecimientos más o menos afortunados. Ninguno de nosotros tenía intenciones de utilizar las cabezas de alfiler. Estábamos seguros de que los hombres de Girardieau nos entregarían la ciudad en cuanto supieran que poseíamos el arma, pero las cosas no fueron así. Girardieau conocía la existencia de las cabezas de alfiler, pero no había transmitido esta información a sus subordinados, así que nadie creyó que las tuviéramos en nuestro poder.

No era necesario que le contara el resto: era bastante obvio. Frustrados porque no les tomaban en serio, los secuaces habían decidido utilizar su arma. Sin embargo, Sluka le había dejado claro desde el principio que no habían logrado hacerse con el control de la capital, que los hombres de Girardieau la seguían gobernando. Los imaginó controlándolo todo desde búnkeres subterráneos, mientras las tormentas de polvo de la superficie arañaban la cuadrícula de las cúpulas en ruinas.

—Así que ya ves —dijo la mujer—. Nadie debe infravalorarnos, y mucho menos si mantiene algún vínculo persistente con el gobierno de Girardieau.

—¿Qué piensas hacer con las demás?

—Utilizarlas como método de infiltración. Si eliminas el envoltorio, la cabeza de alfiler es tan pequeña que puede implantarse en un diente. Nadie lograría encontrarla sin el más detallado de los escáneres médicos.

—¿Eso es lo que planeas? —preguntó—. ¿Buscarás ocho voluntarios, les implantarás quirúrgicamente estos artefactos y harás que se infiltren en la capital? Creo que en esta ocasión te creerán.

—La verdad es que ni siquiera necesitamos voluntarios —dijo Sluka—. Puede que sean preferibles, pero no necesarios.

—Gillian, creo que me gustabas más hace quince años —comentó Sylveste, haciendo caso omiso de su buen juicio.

—Puedes llevarlo de vuelta a su celda —dijo la mujer a Falkender—. Empieza a aburrirme.

Sylveste advirtió que el cirujano le tiraba de la manga.

—¿Puedo dedicar más tiempo a sus ojos, Gillian? Podría hacer algo más… por supuesto, a expensas de una mayor incomodidad.

—Haz lo que quieras —respondió ella—. Pero no te sientas obligado. Ahora que lo tengo, debo confesarte que estoy un poco decepcionada. Creo que también me gustaba más en el pasado, antes de que Girardieau lo convirtiera en un mártir —se encogió de hombros—. Es demasiado valioso para que nos deshagamos de él, pero ante la ausencia de algo mejor, puede que lo congele hasta que le encuentre alguna utilidad. Puede que eso no ocurra hasta dentro de un año o de cinco. Lo que intento decirte es que sería una lástima invertir demasiado tiempo en algo de lo que pronto nos aburriremos, doctor Falkender.

—La cirugía tiene sus propias recompensas —dijo el hombre.

—Ya puedo ver bastante bien —comentó Sylveste.

—Oh, no —respondió Falkender—. Puedo hacer mucho más por usted, doctor Sylveste. Muchísimo más. Apenas he empezado.

Volyova se encontraba con el Capitán Brannigan cuando una rata conserje le informó de que ya habían recibido los informes de los guijarros. Estaba recogiendo muestras frescas de la periferia del Capitán, animada por el éxito reciente que estaba teniendo una de sus cepas de retrovirus contra la plaga. Había adaptado el virus a partir de uno de los cibervirus militares que habían atacado la nave, lo había modificado para que fuera compatible con la plaga y, para su sorpresa, parecía estar funcionando… al menos en las pequeñas muestras en las que lo había probado. Le molestaba tanto tener que desviar su atención hacia algo que había puesto en marcha nueve meses antes y de lo que prácticamente se había olvidado que, durante unos instantes, se negó a creer que realmente hubiera transcurrido tanto tiempo.

De todas formas, también le apetecía saber qué habían descubierto los guijarros, de modo que se dirigió al ascensor para acceder a la parte superior de la nave. Nueve meses, sí. Parecía imposible… pero eso era lo que sucedía cuando estabas absorto en tu trabajo. Racionalmente sabía que había transcurrido todo ese tiempo, pero esa información no había accedido a la zona de su mente que aceptaba este tipo de cosas y se ocupaba de ellas. Sin embargo, las señales estaban ahí desde hacía tiempo. Ahora, la nave apenas avanzaba a una cuarta parte de la velocidad de la luz. En unos cien días entrarían en la órbita de Resurgam y, antes de que llegaran, era necesario que tuvieran preparada una estrategia. Ahí era dónde entraban los guijarros.

En el puente se estaban congregando imágenes del espacio de Resurgam y sus proximidades, en diversas bandas electromagnéticas y de partículas exóticas. Era la primera imagen reciente de un posible enemigo. Volyova permitió que la información más importante se adentrara en las profundidades de su conciencia, para poder recordarla con facilidad instintiva durante una crisis. Los guijarros habían azotado el conjunto de Resurgam para obtener datos del lado diurno y el nocturno. Además, la nube de piedras se había expandido en la línea de vuelo para que la primera unidad accediera al sistema quince horas antes que la última y poder observar el conjunto de la superficie de Resurgam tanto a oscuras como iluminada por el sol. Los guijarros del lado diurno daban la espalda a Delta Pavonis para buscar fugas de neutrinos y generadores de antimateria, mientras que los guijarros del lado nocturno buscaban señales térmicas de centros de población y complejos orbitales. Otros sensores analizaban la atmósfera, medían los niveles de oxígeno, ozono y nitrógeno y calculaban la manipulación del bioma nativo llevada a cabo por los colonos.

Aunque los colonizadores llevaban más de medio siglo en este lugar, resultaba sorprendente que se las hubieran arreglado para vivir con tan poco. La órbita carecía de estructuras grandes y no había naves que viajaran por el sistema. Había algunos satélites de comunicaciones alrededor del planeta, pero dada la falta de industrialización a gran escala de la superficie, era poco probable que pudieran ser reparados o reemplazados si sufrían algún daño. No les supondría ningún problema deshabilitarlos o confundirlos, si eso formaba parte de la estrategia que aún no habían planeado.

De todos modos, los colonos no habían estado completamente ociosos. La atmósfera mostraba señales de haber sido modificada y los niveles de oxígeno eran superiores a los que Volyova esperaba. Los sensores infrarrojos revelaban tomas geotérmicas alineadas a lo largo de lo que, sin duda alguna, eran áreas de subducción continental. Las fugas de neutrinos de las zonas polares sugerían la existencia de fábricas de oxígeno: plantas de fusión que resquebrajaban las moléculas de aguahielo para extraer el oxígeno y el hidrógeno. El oxígeno se vertía en la atmósfera (o era bombeado a comunidades protegidas por cúpulas) mientras que el hidrógeno regresaba a los fusores. Volyova identificó más de cincuenta comunidades, en su mayoría diminutas y todas ellas más pequeñas que el asentamiento principal. Suponía que habría otras bases de menor tamaño, como estaciones y haciendas familiares, pero los guijarros las habían pasado por alto.

El planeta carecía de defensas orbitales y, casi con certeza, de capacidad para volar por el espacio. Además, la mayoría de sus habitantes se apiñaban en una única comunidad. Por lo tanto, convencer a los resurgamitas para que entregaran a Sylveste debería de ser sencillo… al menos, desde un punto de vista relativo.

Sin embargo, había algo más.

El sistema de Resurgam era un amplio binario. Delta Pavonis era la estrella que permitía la vida, pero tenía una gemela muerta. Su oscura compañera era una estrella de neutrones que se encontraba a unas diez horas luz de Pavonis, distancia más que suficiente para que hubiera órbitas planetarias estables alrededor de ambos astros. De hecho, la estrella de neutrones había reivindicado un planeta propio. Hacía tiempo que Volvoya sabía de la existencia de ese planeta, gracias a la información de los guijarros, aunque lo único que aparecía en las bases de datos de la nave era una línea de observaciones y una serie de cifras concisas. Esos mundos solían carecer de atmósfera, eran químicamente insípidos, biológicamente inertes y también estériles, debido al viento originado por la estrella de neutrones cuando era un púlsar. Volyova consideraba que esos planetas eran poco más que masas de chatarra estelar y, más o menos, igual de interesantes.

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