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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (31 page)

BOOK: Espacio revelación
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Siguieron sumergiéndose en las profundidades de la estructura amarantina, sintiendo la perezosa curvatura del túnel a medida que se adentraba en el cascarón interno. El pánico era un enemigo igual de terrible que la desorientación, pero nunca era fácil obligarse a uno mismo a mantener la calma.

—¿Cuánto tiempo crees que tendremos que quedarnos aquí?

—Un día —respondió Sylveste—. Nos iremos después que ellos. Para entonces ya habrán llegado refuerzos de Cuvier.

—¿Para quién trabajan?

Un poco más adelante, el túnel se bifurcaba en tres direcciones distintas. Mentalmente, Sylveste lanzó una moneda al aire y escogió el camino de la izquierda.

—Buena pregunta —dijo, en voz demasiado baja para que su mujer lo oyera.

¿Pero qué ocurriría si el incidente no había sido un acto aislado de terrorismo públicamente visible, sino que formaba parte de un golpe a escala colonial? ¿Y si Cuvier ya no estaba bajo el control del gobierno de Girardieau, sino en manos del Camino Verdadero? La muerte de Girardieau dejaba atrás una pesada maquinaria partidista, pero muchos de sus engranajes habían sido eliminados en la sala nupcial. En este momento de debilidad, una guerra relámpago bastaría para que los revolucionarios consiguieran prácticamente todo aquello que se propusieran. Puede que ya hubiera terminado, que los antiguos enemigos de Sylveste hubieran sido destronados y que unos rostros nuevos hubieran asumido el poder. En ese caso, esperar en el laberinto no serviría de nada. ¿El Camino Verdadero lo vería como a un enemigo o como algo infinitamente más ambiguo? ¿Quizá como al enemigo de un enemigo?

En realidad, Girardieau y él nunca habían sido enemigos.

Por fin llegaron a una amplia garganta en la que convergían una serie de túneles. Había espacio suficiente para sentarse y, como las corrientes de aire bombeadas llegaban hasta aquí, corría una agradable y aromática brisa. Con la visión infrarroja, Sylveste vio que Pascale se agachaba y palpaba cuidadosamente aquel suelo carente de fricción en busca de ratas, piedras afiladas o calaveras sonrientes.

—Aquí estaremos seguros —dijo, como si el mismo hecho de decirlo lo hiciera más probable—. Si viene alguien, podremos escoger una ruta de escape. Descansaremos un rato y luego ya veremos.

Ahora que la huida inmediata había acabado, Pascale volvería a pensar en su padre. Sylveste no deseaba que eso ocurriera, de momento.

—Estúpido Janequin —dijo, con la esperanza de desviar tangencialmente los pensamientos de su esposa—. Deben de haberlo chantajeado. ¿No suele ser eso lo que ocurre siempre?

—¿Qué? —preguntó Pascale, con esfuerzo—. ¿Qué es lo que ocurre siempre?

—Que los puros se hacen corruptos. —Hablaba tan bajo que su voz amenazaba con convertirse en un susurro. El gas utilizado en el ataque del auditorio no le había afectado a los pulmones, pero podía sentir sus efectos en la laringe—. Janequin lleva años trabajando en esos pájaros, desde que lo conocí en Mantell. Empezaron siendo inocentes esculturas vivas. Él solía decir que cualquier colonia que orbitara alrededor de una estrella llamada Pavonis tenía que tener algunos pavos reales. Supongo que alguien pensó en darles un mejor uso.

—Puede que todos fueran venenosos —comentó Pascale, prolongando la palabra final en un alargado serpenteo de eses sibilantes—. Los convirtieron en pequeñas bombas andantes.

—Dudo que hubiera muchos manipulados.

Puede que se debiera al aire pero, de repente, Syiveste se sentía muy cansado, necesitaba dormir. Sabía que por ahora estaban a salvo: si los asesinos los hubieran seguido (si hubieran descubierto que no se encontraban entre los muertos) ya habrían llegado a esta zona del cascarón.

—Nunca creí que tuviera verdaderos enemigos —dijo Pascale. Su frase parecía moverse libremente por el restringido espacio. Sylveste imaginaba su miedo: sin poder ver nada y teniendo que confiar en lo que él le decía, aquel oscuro lugar debía de ser exquisitamente aterrador—. Nunca pensé que alguien lo mataría por sus ideales. No creía que alguien fuera capaz de hacer algo así.

Junto con el resto de la tripulación, Khouri acabaría entrando en sueño frigorífico durante el tiempo que la nave tardara en llegar a Resurgam, pero antes tenía que pasar gran parte de sus horas de vigilia en la artillería, siendo sometida a infinitos simulacros.

Lentamente empezó a invadir sus sueños, hasta el punto en que «tedio» dejó de ser un término apropiado para referirse a la monotonía de los ejercicios que Volyova había concebido para ella. De todos modos, perderse en el entorno de la artillería era algo que empezaba a agradecer, puesto que le permitía olvidarse durante un rato de sus preocupaciones. En la artillería, el problema de Sylveste se convertía en un pequeño sarpullido nervioso, nada más. Seguía siendo consciente de que se encontraba en una situación imposible, pero ese hecho ya no le parecía crítico. La artillería lo era todo, y ésa era la razón por la que ya no tenía miedo. Después de las sesiones seguía siendo ella misma, así que empezó a pensar que la artillería no tenía ninguna importancia, que no suponía ninguna diferencia para el resultado de la misión.

Pero eso cambió cuando los perros regresaron a casa.

Eran los sabuesos de la Mademoiselle, los agentes cibernéticos que había dejado sueltos en la artillería durante una de las sesiones de Khouri. Los perros se habían abierto paso a arañazos por el sistema a través de la interfaz neuronal, explotando la única debilidad disculpable del sistema: Volyova lo había reforzado contra un ataque de software, pero era obvio que nunca había imaginado que el ataque procedería del cerebro de la persona que estaba conectada a la artillería. Cuando accedieron al núcleo de la artillera, los sabuesos ladraron para dar a conocer la noticia. No regresaron a su cabeza durante la sesión en la que quedaron en libertad, puesto que les llevaría varias horas olfatear cada rincón y cada grieta de la arquitectura bizantina de la artillería. Habían permanecido en el sistema durante más de un día, hasta que Volvoya había vuelto a conectar a Khouri.

Cuando los sabuesos regresaron, la Mademoiselle los descodificó y descubrió a la presa que habían localizado.

—Hay un polizón —dijo la Mademoiselle cuando ella y Khouri se quedaron a solas después de una sesión—. Hay algo escondido en el sistema de la artillería y estoy dispuesta a apostar que Volyova no sabe nada de eso.

En ese mismo momento, Khouri dejó de pensar en la sala de artillería con ecuanimidad.

—Continúa —dijo, sintiendo que la temperatura de su cuerpo bajaba en picado.

—Se trata de una entidad de datos. Ésa es la mejor forma que se me ocurre para describirla.

—¿Es algo que han encontrado los perros?

—Sí, pero… —De nuevo, la Mademoiselle pareció quedarse sin palabras. En esta ocasión, Khouri sospechó que no fingía: el implante estaba ocupándose de una situación que se encontraba a años luz de cualquier cosa que estuviera dentro de las expectativas de la Mademoiselle—. La verdad es que no lo vieron, ni siquiera en parte. Es demasiado sutil para eso, puesto que, de otro modo, los propios sistemas contra-intrusos de Volyova lo habrían detectado. Podría decirse que percibieron su ausencia allí donde acababa de estar, que percibieron la brisa que levantaba al moverse.

—¿Podrías hacerme un favor? —dijo Khouri—. ¿Podrías decirlo de un modo que no resultara tan aterrador?

—Lo siento —respondió la Mademoiselle—, pero no puedo negar que la presencia de esa cosa resulta inquietante.

—¿A ti te inquieta? ¿Entonces cómo crees que me siento yo? —Khouri sacudió la cabeza, asombrada ante la despreocupada crueldad de la realidad—. De acuerdo. ¿Qué crees que es? ¿Algún tipo de virus, como todos los demás que están devorando la nave?

—Parece demasiado desarrollado para ser algo así. Las defensas de Volyova han mantenido la nave operativa a pesar del resto de las entidades víricas; incluso han logrado mantener a raya a la Plaga de Fusión. Sin embargo, esto… —La Mademoiselle miró a Khouri con una convincente expresión de miedo—. Los perros estaban aterrados, Khouri. Tal y como los esquivó, ha demostrado ser mucho más astuto que cualquier cosa que haya visto en mi vida. Sin embargo, no los atacó… y eso me inquieta mucho más.

—¿Por qué?

—Porque sugiere que esa criatura está esperando a que llegue el momento oportuno.

Sylveste nunca supo cuánto habían dormido. Puede que sólo hubieran sido unos minutos, atestados de caóticos sueños febriles cargados de adrenalina, o quizá horas… o incluso un día entero. Era imposible saberlo. Sin embargo, no le cabía duda de que lo que les había hecho dormir no era cansancio natural. Cuando algo lo despertó, Sylveste se dio cuenta de que habían bombeado gas somnífero por el sistema del túnel. Ya no le sorprendía que el aire hubiera sido tan fresco y aromático.

Lo había despertado un sonido similar al que harían las ratas en el desván.

Dio unos golpecitos a Pascale, que recuperó la conciencia con un lastimero gemido, asimilando su entorno y su situación tras unos complicados segundos de negación de la realidad. Sylveste observó su rostro, donde una pálida neutralidad dio paso a una expresiva mezcla de dolor y miedo.

—Tenemos que ponernos en marcha —le dijo—. Nos están buscando… Han gaseado los túneles.

Los arañazos se acercaban por segundos. Pascale, que aún estaba en algún punto situado entre la vigilia y el sueño, logró abrir la boca.

—¿Por dónde? —preguntó, como si estuviera hablando con la boca llena de algodón.

—Por aquí —respondió Sylveste, indicándole la abertura en forma de válvula más próxima.

Pascale resbaló y cayó al suelo. Sylveste la ayudó a levantarse y, antes de continuar, la cogió de la mano. Ante ellos se extendía una oscuridad tan absoluta que sus ojos sólo le permitían ver unos metros del túnel. Se dio cuenta de que sólo estaba un poco menos ciego que su mujer.

Pero era mejor eso que nada.

—Espera, Dan —dijo Pascale—. ¡Hay luz a nuestras espaldas!

Y voces. Ahora podía oír sus mudos y apremiantes balbuceos. Y el matraqueo del metal estéril. Probablemente, estaban siendo rastreados por un despliegue de quimiosensores: detectores de feromonas que captaban el pánico humano que flotaba en el aire e imprimían la información que recibían en el centro sensorial de los cazadores.

—Más deprisa —lo apremió Pascale. Sylveste echó una rápido vistazo hacia atrás y la nueva luz sobrecargó momentáneamente sus ojos. Era un resplandor azulado y tembloroso que perfilaba el extremo más alejado del eje, como si alguien sostuviera una antorcha en lo alto. Intentó acelerar el paso, pero el túnel cada vez era más pronunciado y resbaladizo. Parecía que intentaban escalar una chimenea de hielo.

Resoplidos, metal arañando las paredes, órdenes ladradas.

La pendiente era demasiado empinada. Mantener el equilibrio e intentar no resbalar era una batalla constante.

—Ponte detrás de mí —dijo, girándose para mirar la luz azulada.

Pascale pasó junto a él como una exhalación.

—¿Y ahora qué?

La luz vaciló, perdió intensidad.

—No tenemos escapatoria —dijo Sylveste—. Nunca podremos dejarlos atrás, Pascale. Tenemos que dar media vuelta y enfrentarnos a ellos.

—Es un suicidio.

—Puede que no nos maten si ven nuestras caras.

Pensó para sus adentros que los cuatro mil años de civilización humana habían demostrado lo absurda que era aquella esperanza, pero era la única que tenían. Su mujer lo rodeó con los brazos y acercó su cabeza a la de él, mirando en la misma dirección. Respiraba con fuerza, aterrada. Sylveste estaba seguro de que su propia respiración sonaba de forma similar.

Era bastante probable que el enemigo pudiera oler su miedo, literalmente.

—Pascale —dijo Sylveste—. Tengo que contarte algo.

—¿Ahora?

—Sí, ahora —Ya no podía diferenciar su precipitada respiración de la de su mujer. Cada exhalación era un rápido y fuerte golpe contra su piel—. Por si no tengo la oportunidad de contárselo a nadie más. Se trata de algo que he mantenido en secreto durante largo tiempo.

—¿Te preocupa que podamos morir?

Evitó responder directamente a su pregunta, mientras intentaba averiguar cuántos segundos les quedaban. Quizá, no los suficientes para lo que tenía que contar.

—Mentí sobre lo que ocurrió en la Mortaja de Lascaille.

Pascale empezó a decir algo.

—No, espera —dijo Sylveste—. Escúchame. Tengo que contártelo.

La voz de su mujer era prácticamente inaudible.

—Cuéntamelo.

—Todo lo que dije que había pasado en el exterior era cierto. —Ahora, los ojos de Pascale estaban abiertos de par en par: dos agujeros ovales en el mapa térmico de su rostro—. Sólo que sucedió a la inversa. No fue la transformación de Carine Lefevre la que empezó a resquebrajarse cuanto estábamos cerca de la Mortaja.

—¿Qué intentas decirme?

—Que fue la mía. Fui yo quien estuvo a punto de conseguir que nos mataran a ambos. —Se interrumpió, esperando a que ella dijera algo o a que los cazadores aparecieran tras la luz azulada que seguía aproximándose lentamente. Al ver que no ocurría ninguna de las dos cosas, continuó, dejándose llevar por el impulso de la confesión—. La transformación que realizaron en mí los Malabaristas empezó a desvanecerse; los campos gravitacionales que rodeaban a la Mortaja nos empezaron a azotar. Carine iba a morir, a no ser que yo separara mi mitad del módulo de contacto.

Podía imaginar lo difícil que era hacer que esta información encajara en la plantilla que tenía en su mente; saber que la historia consensuada con la que se había criado era falsa. Lo que Sylveste estaba diciendo no era, ni podía ser, ni debería ser cierto. La verdad era muy simple: la transformación de Lefevre había empezado a decaer y, realizando un sacrifico supremo, la mujer había separado su mitad del módulo de contacto para que Sylveste tuviera la oportunidad de sobrevivir a su encuentro con lo desconocido. Ésta era la historia que ella conocía. Era imposible que hubiera ocurrido de otra forma.

Y ahora le decían que era mentira.

—Y eso es lo que debería haber hecho. Resulta muy fácil decirlo ahora, después de que todo haya acabado. Sin embargo, en aquel entonces fui incapaz. —Sylveste no sabía si lamentar o celebrar que Pascale no pudiera ver su expresión—. No pude activar el mecanismo de separación.

—¿Por qué no?

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