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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

Esfera (7 page)

BOOK: Esfera
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—No existen esos tests —contestó Norman—. Al menos ninguno que sirva para algo.

Barnes volvió a suspirar.

—¿Y qué opina de Levine?

—Se marea en el mar.

—No hay movimiento alguno bajo el agua, así que eso no es problema. Pero ¿qué piensa de él como persona?

—Yo me preocuparía —repuso Norman.

—Tomaré debida nota de este comentario. ¿Y cuál es su opinión sobre Harry Adams? ¿Es arrogante?

—Sí; pero es probable que eso resulte conveniente. Estudios realizados demostraron que las personas que revelaban mayor eficacia para enfrentarse con las presiones eran de las que desagradaban a los demás, personas a las que se describía como arrogantes, seguras de sí mismas, irritantes.

—Puede que sea así—admitió Barnes—. Pero ¿qué pasó con el famoso trabajo de investigación de Adams? Hace unos años, él fue uno de los principales partidarios del SETI; y ahora, cuando encontramos algo, de pronto se vuelve muy negativo. ¿Recuerda usted ese trabajo de Adams?

Norman no lo recordaba y estaba a punto de decirlo, cuando entró un alférez.

—Capitán Barnes, aquí está el perfeccionamiento visual que usted quería.

—Bien —dijo Barnes, miró de soslayo una fotografía y la puso sobre el escritorio—. ¿Qué pasa con el clima?

—No hay cambios, señor. Los informes de satélite confirman que tenemos cuarenta y ocho más menos doce sobre nuestro emplazamiento.

—¡Diablos! —exclamó Barnes.

—¿Hay problemas? —preguntó Norman.

—El clima se nos está poniendo malo —dijo Barnes—. Es posible que tengamos que abandonar nuestro apoyo de superficie.

—¿Eso significa que usted cancelará la inmersión?

—No. Bajaremos mañana, como se planeó.

—¿Por qué Harry cree que lo que hay allá abajo no es una nave espacial? —preguntó Norman.

Barnes frunció el entrecejo y empujó unos papeles que tenía sobre la mesa.

—Voy a decirle algo: Harry es un teórico y las teorías son nada más que eso, teorías. Yo trato con hechos concretos, y el hecho es que allá abajo tenemos una maldita cosa muy antigua y muy extraña. Y quiero saber qué es.

—Pero si no es una nave espacial extra-terrestre, ¿qué es?

—Esperemos hasta llegar allá abajo, ¿le parece? —Barnes echó un vistazo a su reloj—. En estos momentos el segundo habitáculo ya debe de haber sido anclado en el lecho marino. Empezaremos a bajarlos a ustedes dentro de quince horas, y hasta entonces, tenemos mucho que hacer.

—No se mueva... así, doctor Johnson. —Norman estaba de pie, desnudo, y sintió que las dos puntas metálicas de un calibrador de compás le pinchaban la parte posterior de los brazos, justo por encima del codo—. Un poco más..., muy bien. Ahora se puede meter en el tanque.

El joven médico naval se hizo a un lado y Norman subió la escalerilla del tanque metálico, que estaba lleno de agua hasta el borde. Cuando Norman se sumergió, el agua se derramó por los costados del recipiente.

—¿Para qué es todo esto? —preguntó Norman.

—Lo siento, doctor Johnson, pero si usted quisiera sumergirse por completo...

—¿Qué...?

—Es nada más que un momento, señor...

Norman tomó aire, hundió la cabeza en el agua y volvió a emerger.

—Ya está bien. Puede salir —dijo el militar, y le tendió una toalla.

—¿Para qué es todo esto? —volvió a preguntar Norman, mientras bajaba por la escalerilla.

—Contenido adiposo total del cuerpo —dijo el militar—. Tenemos que conocerlo, para calcular sus estads sat.

—¿Mis estads sat?

—Sus estadísticas de saturación. —El médico hizo unas marcas en la planilla que tenía consigo—. ¡Dios mío! Usted se sale de la gráfica.

—¿A qué se debe eso?

—¿Hace mucho ejercicio, doctor Johnson?

—Algo.

Ahora Norman se estaba poniendo a la defensiva. Y la toalla era demasiado pequeña para envolverle la cintura. ¿Por qué la Armada usaba toallas tan raquíticas?

—¿Bebe?

—Un poco.

Norman ya estaba claramente a la defensiva: no había duda al respecto.

—¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que consumió una bebida alcohólica, señor?

—No sé. Hace dos o tres días. —Tenía problemas para retroceder en los recuerdos hasta San Diego; ¡le parecía tan lejano!—. ¿Por qué?

—Está bien, doctor Johnson. ¿Tiene problemas con las articulaciones, las caderas o las rodillas?

—No. ¿Por qué?

—¿Episodios de síncope, desmayos, pérdida fugaz de la visión?

—No...

—¿Podría sentarse allí, señor?

El militar señaló un banquillo que estaba al lado de un dispositivo electrónico adosado a la pared.

—A decir verdad, me gustaría que me dieran algunas respuestas —dijo Norman.

—Tan sólo mire muy fijo el punto verde, con los ojos completamente abiertos...

Norman sintió una breve ráfaga de aire en los ojos y parpadeó de forma instintiva. Con un chasquido, salió del dispositivo una tira impresa de papel. El militar la arrancó y le echó un vistazo.

—Muy bien, doctor Johnson. Si quisiera venir por aquí...

—Le agradecería que me diese alguna información —pidió Norman—. Me gustaría saber qué pasa.

—Entiendo, señor, pero tengo que acabar su examen a tiempo para su siguiente sesión de instrucciones, que tendrá lugar a las mil setecientas horas.

Norman estaba tendido boca arriba, y varios técnicos le clavaron agujas en ambos brazos y otras en la pierna y en la ingle. El imprevisto dolor le hizo gritar.

—Esto es lo peor de todo, señor —explicó el militar, mientras guardaba las jeringuillas en un recipiente con hielo—. Trate de mantener este algodón apretado contra el pinchazo, aquí...

Un broche le apretaba las fosas nasales, y tenía una boquilla de aire entre los dientes.

—Esto es para medir su CO2 dijo el militar—. Tan sólo espire. Así. Haga una profunda inspiración, ahora espire...

Norman espiró y miró el diafragma de goma que, al inflarse, hacía que una aguja subiera por una escala.

—Vuelva a intentarlo, señor. Estoy seguro de que puede hacerlo mejor.

Norman no pensaba lo mismo, pero de todos modos repitió la prueba.

Entró otro militar, que traía en la mano una hoja de papel cubierta de cifras.

—Aquí está su RS —dijo.

El primer militar frunció el entrecejo.

—¿Barnes ha visto esto?

—Sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Que estaba bien, que se continuara.

—Excelente. Él es el patrón. —Se volvió hacia Norman—. Intentemos con una sola inspiración grande, doctor Johnson, si le parece bien...

Las agujas metálicas de los calibradores de compás le tocaron el mentón y la frente, y una cinta le rodeó la cabeza. Ahora los calibradores tomaban medidas desde la oreja hasta el mentón.

—¿Para qué es esto? —preguntó Norman.

—Para proveerlo de un casco de inmersión, señor.

—¿No bastaría con ponérmelo para probarlo?

—Éste es el método que seguimos aquí, señor.

La cena consistió en macarrones con queso, que estaban quemados por abajo. Norman los apartó a un lado después de comer un poco.

El militar apareció en la puerta.

—Hora de la reunión informativa de las mil setecientas horas, señor.

—No voy a ir a ninguna parte —declaró Norman— hasta que me den algunas respuestas. ¿Qué demonios es todo esto que me están haciendo?

—Examen rutinario de satprof, señor. Las disposiciones de la Armada exigen que se haga antes de que un hombre descienda al fondo del mar.

—¿Y por qué estoy fuera de la gráfica?

—¿Cómo dice, señor?

—Usted comentó que yo estaba fuera de la gráfica.

—Ah, eso. Usted es un poco más pesado que lo que indican las tablas de la Armada, señor.

—¿Hay algún problema con mi peso?

—No creo que lo haya, señor.

—Y los otros exámenes, ¿qué mostraron?

—Señor, tiene usted muy buena salud, considerando su edad y su estilo de vida.

—¿Y qué hay respecto a la inmersión? —preguntó Norman, esperando, en parte, no estar en condiciones de hacerla.

—¿Respecto a ir allá abajo? Hablé con el capitán Barnes. No habrá problema alguno, señor. Ahora, si me hiciera el favor de venir por aquí a la sesión de instrucciones, señor...

Los demás miembros estaban sentados con indolencia; todos tenían una tacita para café, hecha de espuma de estireno. Norman se sintió contento de ver a los otros integrantes del equipo. Se dejó caer en una silla, al lado de Harry.

—¡Jesús! ¿Te hicieron el maldito examen médico?

—Sí —respondió el matemático—. Me lo hicieron ayer.

—Me pincharon la pierna con una aguja larga —explicó Norman.

—¿De veras? A mí no me hicieron eso.

—¿Y qué te pareció respirar con ese broche en la nariz?

—Tampoco me hicieron eso —dijo Harry—. Parece que recibiste una especie de tratamiento especial.

Norman estaba pensando lo mismo, y no le agradaron las conclusiones a las que llegó. Se sintió cansado de repente.

—Muy bien, tenemos muchas cosas que tratar y tan sólo tres horas para hacerlo —dijo un hombre enérgico que apagó las luces al tiempo que entraba en la sala. Norman ni siquiera había podido verlo bien, y ahora era una voz en la oscuridad—. Como saben, la ley de Dalton rige las presiones parciales de mezcla de gases o, tal como se representa aquí, en forma algebraica...

Apareció el primero de los gráficos:

PPa = Ptot X % VOLa

—Ahora pasemos revista a cómo se podría hacer el cálculo de la presión parcial, en valor absoluto expresado en atmósferas, que es el procedimiento que empleamos con más frecuencia...

Las palabras carecían de sentido para Norman. Trató de prestar atención, pero a medida que los gráficos seguían apareciendo y la voz zumbaba en forma monótona, sus párpados se volvían cada vez más pesados y terminó por quedarse dormido.

—... se les llevará abajo en el submarino y, una vez que estén en el módulo-hábitat, se les someterá a una presión de treinta y tres atmósferas. En ese momento haremos que cambien a una mezcla de gases, ya que, más allá de las dieciocho atmósferas, no es posible respirar la atmósfera de la Tierra...

Norman dejó de escuchar, pues lo único que lograban estos detalles técnicos era aterrorizarlo. Volvió a quedarse dormido; pero se despertaba de tanto en tanto.

—... pues el carácter tóxico del oxígeno sólo se hace presente cuando el PO2 va más allá de cero coma siete ATA durante períodos prolongados...

»La narcosis causada por el nitrógeno, en la que éste se comporta como anestésico, se produce en atmósferas compuestas por mezclas de gases, si, en el tenor de DSD, el valor de las presiones superiores llega más allá de uno coma cinco ATA...

»... en general, es preferible el circuito abierto de demanda, pero ustedes usarán un circuito semicerrado, con fluctuaciones de inspiración comprendidas entre seiscientos ocho y setecientos sesenta milímetros...

Norman volvió a dormirse.

Cuando terminó la sesión regresaron andando a sus camarotes.

—¿Me perdí algo? —preguntó Norman.

—En verdad, no. —Harry se encogió de hombros—. Tan sólo un montón de física.

Norman llegó a su diminuto cuarto gris y se metió en la litera. En la pared brillaba un reloj que marcaba: 23:00. Norman tardó un rato en entender que eso quería decir «11 p.m.»
12
«Dentro de nueve horas —pensó— comenzaré a descender.» Después, se durmió.

EN LO PROFUNDO
EL DESCENSO

A la luz de la mañana, el submarino
Charon V
cabeceaba en la superficie del mar, montado en la plataforma de un pontón. Era de color amarillo brillante y parecía un juguete infantil para bañera que se hubiera posado sobre una cubierta de bidones de petróleo.

Una lancha «Zodiac» de goma recogió a Norman; el psicólogo subió a la plataforma y estrechó la mano del timonel, el cual no podía tener más de dieciocho años; era más joven que Tim, el hijo de Norman.

—¿Listo para partir, señor? —preguntó el muchacho.

—Por supuesto —respondió.

Nunca se había sentido tan dispuesto.

Visto de cerca, el submarino no parecía un juguete: era increíblemente macizo y fuerte. Norman vio una sola portilla, de acrílico curvo, que se mantenía en su sitio mediante pernos grandes como sus puños. El psicólogo los tocó para percibir su resistencia.

El timonel sonrió.

—¿Quiere patear los neumáticos, señor?

—No; confío en usted.

—La escalerilla está por aquí, señor.

Norman subió los estrechos peldaños, llegó a la parte superior del submarino y vio que la pequeña escotilla circular se abría. Vaciló.

—Siéntese aquí, en el borde —le indicó el timonel—, y deje caer las piernas hacia adentro; después, siga la caída con todo el cuerpo. Puede ser que tenga que contraer un poco los hombros y meter para adentro su... Eso es, señor.

A través de la pequeña escotilla, Norman serpenteó hacia un interior tan bajo, que no se podía permanecer de pie. El submarino se hallaba atestado de diales y maquinaria. Ted ya estaba abajo, en la parte de atrás, encorvado, y sonriendo como un niño.

—¿No es fantástico?

Norman le envidiaba el fácil entusiasmo, porque él se sentía enclaustrado y un poco nervioso. Por encima de su cabeza, el timonel cerró la pesada escotilla, que retumbó como una campana, y se dejó caer para tomar los controles.

—¿Están bien?

Los científicos asintieron con la cabeza.

—Lamento lo del panorama —dijo el timonel, echándoles un vistazo por encima del hombro—. Lo que ustedes, caballeros, van a ver más que nada son mis cuartos traseros. Empecemos. ¿Les parece bien escuchar algo de Mozart? —Apretó el botón de un grabador de cinta y sonrió—. Tenemos treinta minutos de descenso hasta el fondo del mar y la música lo hace un poquito más fácil. Si no les gusta Mozart, les podemos ofrecer alguna otra cosa.

—Mozart está bien —aceptó Norman.

—Mozart es maravilloso —manifestó Ted—. Sublime.

—Muy bien, caballeros.

El submarino siseó. Hubo un parloteo en la radio; el timonel habló con suavidad por un micrófono. En la portilla apareció un buzo autónomo, que saludó con la mano; el timonel le correspondió con un movimiento de la suya.

Se produjo un sonido de chapoteo; después, el ruido profundo y prolongado de algo que rodaba, y comenzaron el descenso.

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