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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

Esfera (6 page)

BOOK: Esfera
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Vieron un robot sumergible al que hacían descender, mediante una grúa, por el costado de un barco. El robot consistía en una serie de tubos horizontales, con cámaras y luces alojadas en el centro.

—Antes del veinticuatro de junio, la Armada había emplazado el transporte de VOD Neptune IV, y el Vehículo Operado a Distancia Scorpion, que ustedes ven aquí; se hizo descender para que fotografiara el ala. La imagen que devolvió mostraba, con claridad, algún tipo de plano de control. Aquí está.

En el grupo se oyeron murmullos: la imagen en colores, iluminada con crudeza, mostraba un fondo coralino plano, del que sobresalía una afilada aleta gris, de bordes agudos y apariencia aeronáutica y, sin duda alguna, artificial.

—Ustedes notarán que, en esta región, el fondo del mar consiste en masas achaparradas de coral muerto. El ala, o la aleta, desaparece dentro del coral, lo que sugiere que el resto de la nave podría estar sepultado debajo de ese coral. Se practicó una exploración del fondo con SLS
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de resolución ultraalta para determinar cuál era la forma de lo que había debajo del coral. La siguiente.

Apareció otra imagen sonárica en colores, compuesta por puntos finos en vez de líneas.

—Como pueden ver, la aleta parece estar unida a un objeto cilíndrico sepultado debajo del coral. El objeto tiene un diámetro de cincuenta y siete metros y se extiende en una longitud de ochocientos veintiséis metros con veinte centímetros, hacia el oeste, antes de ahusarse y rematar en una punta.

Hubo más murmullos en el grupo de espectadores.

—Así es —continuó Barnes—: ese objeto cilíndrico tiene media milla marina de largo. Su forma es semejante a la de un cohete o una nave espacial, y por cierto que se le parece; pero, desde el principio, tuvimos el cuidado de referirnos a este objeto como «la anomalía».

Norman echó un vistazo a Ted, quien sonreía mientras miraba la pantalla. Pero al lado de Ted, en la oscuridad, Harry Adams frunció el entrecejo y se empujó las gafas hacia el puente de la nariz.

Después, la luz del proyector se apagó y la sala quedó sumida en la oscuridad. Se oyeron protestas y Norman escuchó que Barnes decía:

—¡Maldita sea, otra vez, no!

Alguien se apresuró para llegar a la puerta y entonces hubo un rectángulo de luz.

Beth se inclinó hacia Norman y dijo:

—Aquí se les corta la corriente todo el tiempo. Reconfortante, ¿eh?

Instantes después, volvió la luz, y Barnes prosiguió:

—El veinticinco de junio, un vehículo SCARAB, que se controla a distancia, cortó un trozo de aleta de cola y lo trajo a la superficie. Se analizó y se descubrió que era de una aleación de titanio, dentro de un panal de resina epóxica. La tecnología necesaria para efectuar la adhesión de esos materiales metálico-plásticos es, hasta este momento, desconocida en la Tierra. Los expertos confirmaron que la aleta no pudo tener su origen en este planeta..., si bien dentro de diez o veinte años es probable que sepamos cómo fabricarla.

Harry Adams gruñó, se inclinó hacia adelante e hizo una anotación en su libreta.

—Mientras tanto —siguió explicando Barnes— se utilizaron otras naves robots para colocar cargas sísmicas en el lecho marino; los análisis sísmicos demostraron que la anomalía sepultada era de metal, que era hueca y que tenía una estructura interna compleja. Después de dos semanas de estudio intensivo llegamos a la conclusión de que la anomalía era alguna clase de nave espacial. La verificación final llegó el veintisiete de junio, por parte de los geólogos: las muestras testigo que habían extraído del fondo marino indicaban que el lecho oceánico había sido mucho menos profundo en el pasado, quizá de no más de veinticuatro o veintisiete metros de profundidad. Esto explicaría la presencia del coral, que cubría la nave con un espesor promedio de nueve metros. Los geólogos afirmaron que, por consiguiente, la nave había estado en nuestro planeta durante trescientos años, como mínimo, y tal vez desde mucho antes: quinientos y hasta cinco mil años.

»Aunque a regañadientes, la Armada llegó a la conclusión de que, en verdad, habíamos encontrado una nave espacial procedente de otra civilización. La decisión del Presidente, dada a conocer ante una asamblea especial del Consejo Nacional de Seguridad, fue que se debía abrir la nave espacial. De modo que, a partir del veintinueve de junio, se convocó a los miembros del equipo FDV. El día primero de julio, el habitáculo submarino DH-7 fue bajado hasta su emplazamiento previsto, cerca del sitio en el que estaba la nave espacial. El DH-7 albergaba nueve buzos de la Armada, quienes trabajaron en un ambiente saturado con gas exótico. Esos buzos procedieron a efectuar tareas preliminares de perforación... Y creo que lo dicho les pone al tanto de las novedades —concluyó Barnes—. ¿Preguntas?

—¿Se ha llegado a conocer la estructura interna de la nave espacial? —inquirió Ted.

—Por el momento, no. La nave parece estar construida de tal manera que las ondas de choque se transmiten alrededor de la coraza exterior, que es tremendamente fuerte y está bien diseñada, lo cual impide que las cargas sísmicas brinden una imagen clara del interior de la nave.

—¿Y si se emplean en este caso técnicas pasivas para ver lo que hay dentro?

—Lo hemos intentado —respondió Barnes—. Análisis gravimétrico, negativo. Termografía, negativa. Trazado de correspondencias de resistividad, negativo. Magnetómetros protónicos de precisión, negativos.

—¿Dispositivos de escucha?

—Desde el día uno tuvimos hidrófonos en el fondo del mar, pero no se registran sonidos procedentes de la nave..., por lo menos hasta ahora.

—¿Y qué sucedería con otros procedimientos de inspección a distancia?

—La mayoría de ellos entrañan el empleo de radiaciones, y no nos atrevemos a irradiar la nave en estos momentos.

Harry dijo:

—Capitán Barnes, observo que la aleta no parece haber experimentado daños, y que el casco da la impresión de ser un cilindro perfecto. ¿Cree usted que este objeto se estrelló en el océano?

—Sí —respondió Barnes, quien daba la impresión de estar inquieto.

—¿Así que este objeto soportó un impacto contra el agua, a elevada velocidad, y no sufrió ni un raspón ni una abolladura?

—Bueno, es de una extraordinaria fortaleza.

Harry asintió con la cabeza.

—Ya lo creo que tiene que serlo...

—¿Qué están haciendo, exactamente, los buzos que ahora se encuentran allí abajo? —preguntó Beth.

—Buscan la «puerta de calle» —sonrió Barnes—. Por el momento tuvimos que volver a los procedimientos arqueológicos clásicos: estamos cavando zanjas exploratorias en el coral, en busca de algún tipo de entrada o escotilla. Confiamos en hallarla dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. Una vez que la hayamos descubierto, entraremos. ¿Alguna otra pregunta?

—Sí —dijo Ted—. ¿Cuál fue la reacción de los rusos ante este descubrimiento?

—No se lo hemos dicho a los rusos —respondió Barnes.

—¿No se lo han dicho?

—No, no lo hicimos.

—Pero éste es un acontecimiento increíble, un hecho sin precedentes en la historia de la Humanidad. No sólo en la historia de Norteamérica. No cabe duda de que deberíamos compartirlo con todas las naciones del mundo. Esta es la clase de descubrimiento que podría unir a la totalidad de la especie humana.

—Tendría usted que hablar con el Presidente dijo Barnes—. Desconozco las razones que hay detrás de ella, pero ésa fue la decisión que él tomó. ¿Alguna otra pregunta?

Nadie dijo nada; pero todos los miembros del equipo intercambiaron miradas.

—Entonces, supongo que eso es todo —concluyó Barnes.

Las luces se encendieron y se oyó el ruido de las sillas cuando los asistentes se pusieron de pie y se desperezaron. En ese momento, Harry Adams dijo:

—Capitán Barnes, debo manifestarle que me siento muy ofendido por esta reunión informativa.

Barnes quedó sorprendido.

—¿Qué quiere decir, Harry?

Los demás se detuvieron y miraron a Adams, que permanecía sentado en su silla, con una expresión de irritación:

—¿Fue decisión suya revelarnos la noticia con delicadeza?

—¿Qué noticia?

—La noticia relativa a la puerta.

Barnes rió con nerviosismo.

—Harry, les acabo de decir que los buzos están cavando zanjas exploratorias en busca de la puerta...

—Yo diría que desde hace tres días, es decir, desde que empezaron a traernos en avión, ustedes ya tienen idea de dónde está la puerta. Es más: yo diría que en estos momentos ya lo saben con exactitud. ¿Me equivoco?

Barnes no dijo una palabra; sólo mantuvo en el rostro una sonrisa congelada.

«¡Por Dios! —pensó Norman, mirando a Barnes—, Harry tiene razón.» Se sabía que Harry poseía un cerebro tremendamente lógico, de una capacidad deductiva sorprendente y fría; pero Norman nunca lo había visto en acción.

—Sí —dijo al fin Barnes—, tiene razón.

—¿Conocen la situación de la puerta?

—La conocemos, sí.

Hubo un momento de silencio y entonces Ted exclamó:

—¡Pero esto es fantástico! ¡Es de lo más fantástico! ¿Cuándo descenderemos para entrar en la nave espacial?

—Mañana —dijo Barnes, sin quitar la vista de Harry, el cual, a su vez, lo miraba con fijeza—. Los minisubmarinos los bajarán de dos en dos, mañana por la mañana.

—¡Esto es emocionante! —se entusiasmó Ted—. ¡Fantástico! ¡Increíble!

—Así que —dijo Barnes, todavía observando a Harry— todos ustedes deberían tratar de dormir... si es que pueden.

—«Sueño inocente, sueño que entreteje la desmadejada seda de la cautela» —recitó Ted, el cual no dejaba de moverse en su silla, presa de gran excitación.

—Durante lo que resta del día vendrán oficiales técnicos y de suministros, para medirlos y equiparles a ustedes. Si hubiera otras preguntas —dijo Barnes— pueden verme en mi oficina.

Salió de la habitación y la reunión se disolvió. Cuando los demás salieron en fila, Norman se quedó atrás, con Harry Adams, que no se había movido de su asiento y observaba al técnico, mientras éste enrollaba la pantalla portátil.

—Lo que acabamos de ver fue todo una representación —dijo Norman.

—¿Sí? No veo por qué.

—Dedujiste que Barnes nos estaba ocultando lo de la puerta.

—Y hay mucho más que no nos confiesa —dijo Adams con tono frío—. No nos revela ninguna cosa importante.

—¿Por ejemplo?

—El hecho —manifestó Harry, poniéndose por fin de pie— de que el capitán Barnes sabe muy bien por qué el Presidente decidió mantener esto en secreto.

—¿Lo sabe?

—El Presidente no tenía alternativa, dadas las circunstancias.

—¿Qué circunstancias?

—Él sabe que el objeto que está ahí abajo no es una nave espacial extra-terrestre.

—Entonces, ¿qué es?

—Creo que está bastante claro.

—Para mí, no —confesó Norman.

Adams sonrió por primera vez. Fue una sonrisa leve, despojada de buen humor.

—No lo creerías si te lo dijera —contestó.

Y salió de la sala.

EXÁMENES

Arthur Levine, el biólogo marino, era el único miembro de la expedición a quien Norman Johnson no había conocido antes. «Ésta es una de las cosas para las que no habíamos hecho planes», pensó Norman. Él supuso que cualquier contacto que se produjera con una forma desconocida de vida tendría lugar en tierra; no había tomado en cuenta la posibilidad más obvia: que si una nave espacial descendiera al azar en algún lugar del planeta, lo más probable era que lo hiciese en el agua, ya que cubre el setenta por ciento del globo. Al echar una mirada retrospectiva, resultaba evidente que el equipo FDV necesitaría un biólogo marino.

Norman se preguntó qué más resultaría obvio al echar una mirada retrospectiva.

Encontró a Levine inclinado sobre la barandilla de babor. El biólogo provenía del Instituto Oceanográfico de Woods Hole, en Massachusetts.

La mano de Levine estaba húmeda cuando Norman se la estrechó. El biólogo parecía hallarse incomodísimo y, al fin, admitió que se encontraba mareado.

—¿Mareado en el océano? ¿Un biólogo marino? —preguntó Norman.

—Yo trabajo en el laboratorio —repuso Levine—. En casa. En tierra firme. Donde las cosas no están moviéndose todo el tiempo. ¿Por qué se sonríe?

—Lo siento —manifestó Norman.

—¿Considera gracioso que un biólogo marino se maree en el mar?

—Me parece incongruente.

—Muchos de nosotros nos mareamos —informó Levine, y contempló el mar con fijeza—. Mire ahí —prosiguió—, miles de kilómetros de superficie lisa. Nada.

—Es el océano.

—Me da escalofríos —dijo Levine.

—¿Qué piensa usted? —preguntó Barnes, ya de nuevo en su oficina.

—¿Sobre qué?

—Sobre el equipo, ¡Cristo!

—Es el mismo equipo que elegí, pero seis años después. Básicamente es un buen grupo, formado por gente muy capaz, desde luego.

—Quiero saber quién se va a desquiciar.

—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó Norman.

Contempló a Barnes y vio la delgada línea de sudor que el marino tenía sobre el labio superior: el comandante mismo estaba sometido a muchas presiones.

—¿A trescientos metros de profundidad? —planteó Barnes—. ¿Viviendo y trabajando en un pequeño habitáculo? Tenga presente que no voy a entrar con buzos militares, que fueron entrenados y que saben conservar el control de sí mismos. ¡Por Dios, voy a llevar a unos cuantos científicos! Y necesito que todos tengan una historia clínica limpia. Quiero estar seguro de que nadie se volverá loco.

—Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, capitán, pero los psicólogos no pueden predecir eso con mucha exactitud. Me refiero a quién puede sufrir trastornos.

—¿Aun cuando eso se deba al miedo?

—Por el motivo que fuere.

Barnes frunció el entrecejo.

—Creía que el miedo era su especialidad.

—La ansiedad es uno de los aspectos que me interesa investigar y, en función de los perfiles de personalidad, le puedo revelar quién es propenso a padecer una ansiedad aguda, en una situación de gran tensión emocional. Pero no puedo predecir quién, sometido a esa tensión, va a experimentar un colapso mental y quién no lo hará.

—Entonces ¿para qué sirve usted? —dijo Barnes con irritación, y lanzó un suspiro—. Lo lamento. ¿Quiere, al menos, entrevistarlos o someterlos a algunos tests?

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