—Diez años atrás —dijo Harry— dejaron de hacer habitáculos porque la gente seguía muriendo en ellos.
Barnes frunció el entrecejo.
—Eso fue un accidente.
—Hubo dos accidentes —le recordó Harry—, con un total de cuatro personas muertas.
—Eran circunstancias especiales —objetó Barnes— que no tuvieron que ver ni con la tecnología ni con el personal de la Armada.
—Maravilloso —dijo Harry—. ¿Cuánto tiempo dijo que vamos a permanecer aquí abajo?
—Como máximo, setenta y dos horas.
—¿Está seguro de eso?
—Es el reglamento de la Armada.
—¿Por qué? —preguntó Norman perplejo.
Barnes agitó la cabeza.
—Nunca —dijo—, nunca pregunte las razones de las reglamentaciones de la Armada.
El intercomunicador hizo un ruido seco, y Tina Chan dijo:
—Capitán Barnes, tenemos una señal de los buzos. Ahora están montando la esclusa de aire. Faltan pocos minutos para la apertura.
El ambiente de la sala cambió de inmediato: la excitación era palpable. Ted se frotó las manos y dijo:
—Supongo que se han dado cuenta de que, aun sin abrir la nave espacial, ya hemos realizado un descubrimiento de suma, de trascendente importancia.
—¿Sí? ¿Y cuál es? —preguntó Norman.
—Hemos mandado al diablo la hipótesis del suceso único —dijo Ted, echando una rápida mirada a Beth.
—¿La hipótesis del suceso único? —preguntó Barnes.
—Se refiere al hecho de que los físicos y químicos tienen tendencia a creer en la existencia de vida inteligente extra-terrestre —dijo Beth—, en tanto que los biólogos no. Muchos biólogos opinan que el desarrollo de vida inteligente en la Tierra precisó de tantas etapas peculiares que eso representa un suceso único en el universo, suceso que no puede haberse reproducido jamás en otra parte.
—¿La inteligencia no surgiría una y otra vez? —inquirió Barnes.
—Pues, apenas si surgió en la Tierra —dijo Beth—. La Tierra tiene cuatro mil quinientos millones de años de antigüedad, y la vida unicelular apareció hace tres mil novecientos millones de años, es decir, apareció casi de inmediato hablando en términos geológicos. Pero la vida siguió siendo unicelular durante los tres mil millones de años siguientes. Después, en el período cámbrico, alrededor de seiscientos millones de años atrás se produjo una explosión de complejas formas de vida. Al cabo de cien millones de años el océano estaba lleno de peces; luego se pobló la tierra firme; a continuación, el aire. Pero, en realidad, no se sabe por qué tuvo lugar la explosión. Y, puesto que dicha explosión no se produjo durante tres mil millones de años, lo más probable es que, en otro planeta, nunca llegue a producirse. Y aun después del cámbrico, la cadena de acontecimientos que condujo hasta el hombre parece ser tan especial, tan incierta, que los biólogos creen que hubiera sido posible que no se produjera jamás. Tan sólo tomemos en cuenta el hecho de que si los dinosaurios no hubiesen sido eliminados, hace sesenta y cinco millones de años, por un cometa o por lo que fuere, entonces los reptiles podrían seguir siendo la forma dominante en la Tierra, y los mamíferos nunca habrían tenido la oportunidad de asumir el control. Sin mamíferos no hay primates, sin primates no hay simios, y sin simios no hay hombre... En la evolución se dan muchos factores aleatorios, existe mucho de suerte. Ésa es la razón por la que los biólogos creen que la vida inteligente podría ser un suceso único en el Universo, un suceso que sólo se dio aquí.
—Excepto que ahora —intervino Ted— sabemos que no es un suceso único, porque ahí afuera hay una enorme nave espacial.
—Personalmente, no podría sentirme más satisfecha —declaró Beth, y se mordió el labio.
—No pareces estar satisfecha —observó Norman.
—Te diré: no puedo evitar sentirme nerviosa. Hace diez años, Bill Jackson, en Stanford, dictó una serie de seminarios sobre vida extra-terrestre. Esto ocurrió inmediatamente después de haber obtenido el premio Nobel de Química. Jackson nos había dividido en dos grupos: uno diseñó la forma de vida extra-terrestre y resolvió todo de manera científica. El otro grupo trató de determinar la forma de vida y comunicarse con ella. Jackson dirigía todos los trabajos y, como científico riguroso que era, no permitía que nadie se dejara llevar por el entusiasmo. En una ocasión le presentamos el boceto del ser que proponíamos, y Jackson nos dijo con mucha dureza: «Muy bien. Pero, ¿dónde está el ano?» Ésa fue su crítica, aunque lo cierto es que muchos animales de la Tierra carecen de ano, pues existen toda clase de mecanismos excretores que no precisan de un orificio especial. Jackson Supuso que el ano era necesario, sin embargo no lo es. Y ahora... —Beth se encogió de hombros—, ¿quién sabe qué habremos de encontrar?
—Lo sabremos, y bien pronto —dijo Ted.
El intercomunicador volvió a sonar:
—Capitán Barnes, los buzos tienen la esclusa de aire montada en su sitio. Ahora, el robot está listo para penetrar en la nave espacial.
—¿Qué robot? —preguntó Ted.
—No creo en absoluto que eso sea lo adecuado dijo Ted en tono airado—. Bajamos hasta aquí a fin de que fueran seres humanos quienes entraran en esa nave extra-terrestre, y opino que deberíamos hacer aquello para lo que hemos venido: llevar a cabo una entrada con seres humanos.
—De ninguna manera —respondió Barnes—. No podemos correr ese riesgo.
—Tiene que pensar en esto —arguyó Ted— como si fuera un sitio de excavaciones arqueológicas. Es más grandioso que Chichén Itzá, más grandioso que Troya, más grandioso que la tumba de Tutankamón. No cabe duda alguna de que es el campo arqueológico más importante de la historia de la especie humana. ¿Y usted pretende que sea un maldito robot quien abra esa nave? ¿Dónde está su sentido de destino humano?
—¿Y dónde está su sentido de autoconservación? —preguntó Barnes a su vez.
—Expreso mi profundo desacuerdo, capitán Barnes.
—Queda debidamente registrado —repuso el capitán, y se dio la vuelta para no mirarlo—. Ahora, prosigamos con esto. Tina, dénos la información televisada.
Ted farfullaba, pero se quedó callado cuando dos grandes monitores, situados frente a ellos, se encendieron de repente. En la pantalla de la izquierda vieron la compleja estructura tubular metálica del robot, que dejaba expuestos motores y engranajes. Estaba colocado ante la nave espacial, cuya pared era de metal gris y convexa.
En esa pared había una puerta, que se parecía mucho a la portezuela de un avión de pasajeros. La segunda pantalla brindaba una vista más próxima. Esta imagen provenía de una cámara de vídeo montada en el robot mismo.
—Es bastante similar a la puerta de un avión —comentó Ted.
Norman le echó una rápida mirada a Harry, que sonreía en forma enigmática. Después, miró a Barnes, que no parecía estar sorprendido; Norman se dio cuenta de que Barnes ya sabía lo de la puerta.
—Me pregunto cómo se explica tal paralelismo en el diseño de la puerta —dijo Ted—. La probabilidad de que eso haya ocurrido por casualidad es astronómicamente pequeña. ¡Caramba! ¡Esa puerta es del tamaño y de la forma perfectos para un ser humano!
—Es cierto —reconoció Harry.
—Es increíble —observó Ted—. Absolutamente increíble.
Harry sonrió, pero no dijo nada.
La cámara televisiva del robot se desplazó a izquierda y a derecha, recorriendo el casco de la astronave. Se detuvo sobre la imagen de un panel rectangular, montado a la izquierda de la puerta.
—¿Pueden abrir ese panel?
—Estamos trabajando en ello, señor.
Con un zumbido constante, la garra del robot se extendió hacia el panel. Pero la zarpa era desmañada: arañaba el metal, en el que dejaba una serie de rasguños centelleantes; no obstante, el panel permanecía cerrado.
—Ridículo dijo Ted—. Es como mirar a un bebé.
La garra prosiguió arañando el panel.
—Eso deberíamos hacerlo nosotros mismos —insistió Ted.
—Usar succión —pidió Barnes.
Otro brazo se extendió, éste provisto con una ventosa de goma.
—Ah, el amigo del fontanero —dijo Ted con desdén.
Mientras observaban, la ventosa se adhirió a la superficie y se aplastó contra ella. Después, con un «clic», se abrió la tapa del panel.
—¡Por fin!
—No puedo ver...
Aunque la vista del interior del panel era borrosa, pues estaba desenfocada, se podía distinguir lo que parecía ser una serie de protuberancias metálicas redondas de color rojo, amarillo y azul, sobre las cuales había intrincados símbolos en blanco y negro.
—Miren: rojo, azul y amarillo. Ésta es una revelación importantísima —dijo Ted.
—¿Por qué? —preguntó Norman.
—Porque sugiere que los extra-terrestres tienen el mismo equipo sensorial que nosotros. En lo visual, pueden percibir el universo de la misma manera, con los mismos colores, utilizando la misma parte del espectro electromagnético. Eso ayudará, de modo incalculable, a establecer contacto con ellos. Y todas esas marcas en blanco y negro... ¡Tiene que ser parte de su escritura! ¡Imaginaos, escritura de seres de otro planeta! —sonrió con entusiasmo—. ¡Éste es un gran momento! Me siento un verdadero privilegiado por estar aquí.
—Foco —pidió Barnes.
—Estamos enfocando ahora, señor.
La imagen se volvió aún más borrosa.
—No, para el otro lado.
—Sí, señor. Nos hallamos enfocando.
La imagen cambió lentamente y se resolvió en un enfoque nítido.
Ahora se veía que, en realidad, las protuberancias que habían visto borrosas eran tres botones de color amarillo, rojo y azul, cada uno de los cuales tenía dos centímetros y medio de diámetro y presentaba bordes moldeados o fresados. También vieron con toda claridad que los símbolos que estaban sobre los botones eran una serie de rótulos nítidamente estarcidos.
De izquierda a derecha, los rótulos rezaban «EMERGENCIA LISTA», «EMERGENCIA BLOQUEADA» y «EMERGENCIA ABIERTA».
En inglés.
Se produjo un instante de silencio, debido al estupor. Y entonces, con mucha suavidad, Harry Adams se echó a reír.
—Eso es inglés dijo Ted, sin apartar los ojos de la pantalla—. Inglés escrito.
—Sí —corroboró Harry—. Ya lo creo que lo es.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Ted—. ¿Se trata de una broma?
—No —dijo Harry, que se hallaba tranquilo y casi ajeno a la cuestión. —¿Cómo es posible que esta astronave tenga trescientos años de antigüedad y lleve instrucciones en inglés moderno?
—Piensa un poco —le aconsejó Harry.
Ted frunció el entrecejo.
—Quizá esta nave espacial extra-terrestre está, de alguna manera, presentándose ante nosotros de un modo que haga que nos sintamos cómodos.
—Piensa un poco más —dijo Harry.
Se produjo un breve silencio.
—Bueno, si es una astronave extra-terrestre...
—No es una astronave extra-terrestre —dijo Harry. Se produjo otro silencio. Después, Ted planteó:
—Bueno, ¿por qué no nos dices, de una buena vez, lo que es, ya que estás tan seguro de ti mismo?
—Muy bien —admitió Harry—. Es una nave espacial norteamericana.
—¿Una nave espacial norteamericana? ¿De ochocientos metros de largo? ¿Fabricada con tecnología que no poseemos? ¿Y estuvo sepultada durante trescientos años?
—Por supuesto —dijo Harry—. Fue obvio desde el comienzo. ¿Estoy en lo cierto, capitán Barnes?
—Lo habíamos tomado en cuenta —reconoció Barnes—. El Presidente lo había tomado en cuenta.
—Y ésa es la razón por la que los rusos no fueron informados...
—Exactamente.
Ted se sentía frustradísimo. Cerró los puños, como si quisiera golpear a alguien y miró a cada integrante del grupo.
—Pero ¿cómo lo supiste?
—La primera pista —dijo Harry— provino del estado de la nave en sí: no muestra daño alguno; su aspecto es el que tenía originariamente. Y, sin embargo, cualquier nave espacial que se estrelle en el agua tiene que experimentar daños. Aun a velocidades bajas de entrada, a unos tres mil doscientos kilómetros por hora, digamos, la superficie del agua es tan dura como el hormigón. No importa cuan fuerte sea esta nave, cabría esperar un cierto grado de destrucción a causa del impacto contra el agua. No obstante, la nave está indemne.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que no descendió en el agua.
—No entiendo. Tuvo que haber volado hasta aquí...
—No voló hasta aquí. Llegó aquí.
—¿Desde dónde?
—Desde el futuro —dijo Harry—. Esta es alguna especie de astronave terrestre que se fabricó, en realidad que se fabricará, en el futuro, y que viajó hacia atrás en el tiempo y apareció bajo nuestro océano hace varios centenares de años.
—¿Por qué iba a hacer eso la gente del futuro? —gimió Ted. Resultaba evidente que se sentía desilusionado porque lo había privado de su nave espacial, de su gran momento histórico. Se derrumbó sobre una silla y clavó la mirada en la pantalla de los monitores.
—No sé por qué la gente del futuro puede hacer eso contestó Harry—. No estamos allá aún. Quizá fue un accidente, tal vez no tuvieron esa intención.
—Sigamos adelante y ábranla —decidió Barnes.
—Abriendo, señor.
La mano del robot se desplazó hacia adelante, en dirección al botón «abierta», y apretó varias veces. Se produjo un sonido como de campanas al entrechocar los metales, pero nada ocurrió.
—¿Qué es lo que anda mal? —preguntó Barnes.
—Señor, no logramos hacer presión sobre el botón; el brazo extensor es demasiado grande y no cabe dentro del panel.
—Está bien.
—¿Intento con la sonda?
—Intente con la sonda.
La garra retrocedió y una delgada sonda de aguja se extendió hacia el botón. La sonda se deslizó hacia adelante, ajustó su posición con delicadeza, tocó el botón, apretó... y resbaló.
—Intentando de nuevo, señor.
Otra vez la sonda apretó el botón; y volvió a resbalar.
—Señor, la superficie es demasiado resbaladiza.
—Sigan tratando de conseguirlo.
—¿Saben? —dijo Ted, pensativo—, ésta sigue siendo una situación notable. En realidad es más notable que el contacto con seres de Otro planeta. Yo ya estaba casi seguro de que la vida extra-terrestre existe en el universo, pero... ¡el viaje por el tiempo! Con franqueza, en mi condición de astrofísico, tenía mis dudas. Por todo lo que sabemos es imposible, lo contradicen las leyes de la física. Y, sin embargo, ahora tenemos la prueba de que viajar por el tiempo es posible... ¡y que nuestra propia especie lo hará en el futuro! —Ted estaba sonriente con los ojos muy abiertos y feliz otra vez. «Hay que admirarlo», pensó Norman. ¡Era tan maravillosamente indomable!