En las antípodas (37 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Parecía inofensiva: un borrón transparente en forma de cubo, de unos quince a veinte centímetros de altura, con tentáculos filamentosos de un metro de largo cayéndole por debajo. Como todas las medusas, no tiene mucho cerebro, pero su capacidad de matar es inconmensurable. Los tentáculos de una medusa cofre contienen una carga mortífera que liquidaría al equivalente a una habitación llena de gente, pero viven exclusivamente de camarones, animalitos que no necesitan ser sometidos con tanta violencia. Como siempre en el curioso mundo de la biología australiana, nadie sabe por qué esta medusa evolucionó con tan desmesurado grado de toxicidad.

Por todas partes había expuestos otros animales marinos peligrosos, de los que el Territorio del Norte tiene una impresionante abundancia: cinco tipos de pastinacas, dos de pulpo de anillos azules, treinta variedades de serpientes marinas, ocho tipos de cónidos y el habitual surtido de maliciosos peces piedra, peces escorpión, peces de fuego y muchos otros demasiado numerosos para enumerarlos y aún más deprimentes para entretenerse con ellos. Todos se pueden encontrar en aguas poco profundas de la costa, en aguas estancadas e incluso en las playas. No alcanzo a comprender que alguien se acerque a más de cien metros del mar en el norte de Australia. Las serpientes marinas son estremecedoras, y no porque sean agresivas, sino porque son inquisitivas. Si te metes en su territorio, salen a ver qué pasa y se refriegan contra ti como los gatos cuando desean que los acaricien. Son los animalitos de más buen carácter del mundo. Pero si se les cruzan los cables o se alarman, te pueden inyectar una carga de veneno que mataría a tres hombres adultos. Es terrorífico.

Mientras contemplábamos la exposición, un hombre, delgado y con una espesa barba al estilo darwiniano, nos dijo «buenos días» y nos preguntó cómo estábamos. Se identificó como el doctor Phil Alderslade, conservador de coelenterados.

—Medusas y corales —añadió inmediatamente, viendo nuestra expresión de ignorancia—. He visto que tomaban notas —añadió.

Le hablé de mi devoción por la medusa cofre y le pregunté si trabajaba con ellas.

—Oh, claro.

—Y ¿qué hace para que no le piquen?

—Tomamos precauciones. Llevamos trajes de neopreno y guantes de goma, y vamos con mucho cuidado cuando las tocamos porque incluso un diminuto pedazo de tentáculo que quede en el guante y roce por accidente la piel, secándote el sudor de la frente o apartando una mosca o algo sí, puede provocar una reacción muy desagradable, créanme.

—¿Le han picado alguna vez?

—Una. Se me cayó el guante y un tentáculo me tocó justo aquí —nos enseñó la parte interior de la muñeca. Se veía una cicatriz borrosa de un centímetro de largo—. Sólo me tocó, pero no vean cómo dolía.

—¿Qué tipo de dolor? —preguntamos los dos a la vez.

—Con lo único que puedo compararlo es con coger un cigarrillo encendido y apretarlo sobre la piel, unos treinta segundos, quizá. Es ese tipo de dolor. En mi profesión de vez en cuando te pica un bicho pero nunca había sentido algo así.

—¿Qué se sentiría con un metro de contacto? —me pregunté.

Meneó la cabeza ante la idea.

—Si intenta imaginarse el peor dolor posible, sería mucho más que eso. Se trata de un dolor de una magnitud que sobrepasa cualquier otro que se haya experimentado.

Hizo algo que no es habitual ver en los científicos: se estremeció.

Después sonrió alegremente bajo su extravagante pelosidad facial y se disculpó para volver con sus corales.

Salimos del museo y de la ciudad atravesando la soleada Darwin y sus pulcros barrios —casitas blancas con bonitos jardines—, y en el límite de la ciudad pasamos ante un rótulo que decía: «Alice Springs 1.479 km». Delante, por la solitaria Stuart Highway, nos esperaba una gran extensión de estepa sin accidentes geológicos hasta Alice Springs. Íbamos hacia la famosa e imponente «Never Never»
[*]
, una tierra de calor abrumador y un sol que te secaba los huesos.

La carretera —el Track, como la llaman todavía en alguna ocasión— estaba casi vacía pero era lisa y estaba bien conservada. Si preguntas a personas de Sydney o Melbourne si la carretera de Darwin a Alice Springs está asfaltada o no, la mayoría de ellas no tiene ni idea. La asfaltaron mucho antes que las demás carreteras del interior: durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el norte de Australia se convirtió en un puesto importante para la campaña del Pacífico. Actualmente circula por ella un pequeño pero cada vez mayor número de turistas, tráfico local y montones de
roadtrains
—camiones con varios remolques, que miden hasta cuarenta y cinco metros de largo— que transportan la mercancía entre los puntos más distantes de Australia. Encontrarse de cara con un
roadtrain
a toda velocidad en una carretera de dos carriles de la que desea ocupar todo el suyo y parte del tuyo es una experiencia energética: sientes un
bum
explosivo y pegas contra el aire que te desplaza, luego hay un inevitable tambaleo hacia el arcén, de frenética acción de los ejes como para perder los empastes dentales y vaciarte los bolsillos de monedas, te envuelve un manto de polvo rojo y arenoso, oyes una serie de crujidos metálicos y pedradas, y tú emites sonidos inarticulados involuntariamente conforme se aclara la polvareda y empiezas a ver algún canto rodado en lontananza; y de repente, una milagrosa vuelta a la tranquilidad y la normalidad cuando el coche recupera su carril de la carretera, como por voluntad propia, y sigue camino a Alice Springs.

La única época en que esta zona del mundo estuvo habitada fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se construyeron 60 campos de aterrizaje y 35 hospitales a lo largo del tramo de carretera entre Darwin y Daly Waters, y se instalaron cien mil soldados americanos en la zona. Los campamentos todavía están indicados como puntos históricos y paramos un par de veces para echar un vistazo. Cuando Alan Moorehead pasó por aquí para escribir
Rum Jungle
, una década después de la guerra, la mayor parte de construcciones seguía en pie. A veces encontraba aviones abandonados y cajas de munición desintegrándose tranquilamente en el desierto. A mí también me habría gustado encontrar algo, pero no había nada más que quietud, un calor opresivo y la sensación de estar en el límite de una nulidad infinita.

En cualquier dirección que alcanzara la mirada, la tierra estaba cubierta de
spinifex
, una hierba quebradiza que crece en racimos tan prietos como los de una verdura. Parecía un suelo capaz de soportar dos mil cabezas de ganado por hectárea. Pero el
spinifex
no sirve para nada, por lo visto es la única hierba no comestible de todo el mundo. También es mortal porque, al atravesarla, sus puntas afiladas empapadas de silicato se abren al roce y se infiltran en la piel, donde provocan llagas pequeñas pero horrorosas. Entre el
spinifex
había maleza de color trementina y montículos de termitas del tamaño de un hombre que se alzaban en el desierto como prehistóricos dólmenes. Y eso era todo.

Al cabo de unas tres horas cruzamos Katherine, una pequeña población polvorienta e inofensiva y el último pueblo digno de este nombre en 650 km. Más allá, el paisaje se veía claramente más pobre, y el tráfico disminuía de escaso a inexistente. Gran parte del camino, la carretera era simplemente una línea tensa que conectaba horizontes distantes: a cada lado de la carretera había una monumental estepa salpicada de
spinifex
, maleza baja, rocas lunares y poco más. El cielo te rodeaba por todas partes y era de un azul brillante.

Llevábamos unos noventa minutos conduciendo en un silencio inconsciente cuando finalmente Allan habló.

—¿Cómo estás de orina? —dijo.

—Tengo toda la que necesito, gracias. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que acabo de ver que nos estamos quedando sin gasolina.

—¿En serio? —me incliné para confirmar que Allan supiera interpretar el marcador de la gasolina, aunque no lo hiciera tan a menudo como era de desear.

—Es un momento curioso para fijarse, Allan —observé.

—Este trasto parece que se trague el combustible —contestó, quizá fuera de lugar—. ¿Dónde estamos? —preguntó al cabo de un rato de reflexión.

—Estamos en medio de la nada, Allan.

—Quiero decir en relación al siguiente pueblo.

Miré el mapa.

—En relación al siguiente pueblo, estamos —miré otra vez, para confirmarlo— en medio de la nada —tomé medidas con los dedos—. Parece que estemos a unos cuarenta kilómetros de una manchita en el mapa llamada Larrimah.

—¿Tienen estación de servicio?

—Espero que sí. ¿Crees que habrá suficiente para llegar allí?

—Espero encarecida y, si me permites, desesperadamente que sí.

Entramos resoplando en Larrimah con las últimas gotas de gasolina. Era un lugar de mala muerte, pero tenía estación de servicio. Mientras Allan repostaba, entré a comprar agua embotellada y cosas para picar para futuras emergencias. Juramos que a partir de entonces vigilaríamos los dos el indicador de la gasolina y no permitiríamos que bajara de la mitad del depósito. Faltaban todavía tramos más inhóspitos por recorrer.

Pero haber rozado el peligro nos levantó el ánimo, y estábamos de un humor triunfal cuando al caer la tarde llegamos a Daly Waters, nuestro destino del día. Daly Waters —a 600 km de Darwin y 917 de Alice Springs— estaba a unos tres kilómetros por un desvío sin asfaltar de la Stuart Highway, y en una pequeña fortaleza, lo que lo hacía parecer aún más remoto. Si quieres ver un lugar típico del interior, no puedes encontrar uno mejor. Consistía en unas pocas casas pequeñas, una tienda ruinosa y claramente cerrada hacía tiempo, dos bombas de gasolina sin relación evidente con ningún edificio y un rótulo que decía «Autoservicio del interior», y un pub improvisado con un tejado de uralita. Todo lo demás era calor y polvo.

Aparcamos frente al pub. Tenía carteles colgados por todas partes. Uno decía: «Est. 1893. Local público con el permiso más antiguo de Australia». Otro cartel decía: «Est. 1930. Pub más antiguo del Territorio del Norte». El calor cuando salimos del coche te dejaba tieso. La temperatura debía de ir por los 43 ºC. Un folleto turístico que había recogido en Darwin insinuaba, sin afirmarlo rotundamente, que el pub de Daly Waters ofrecía alojamiento. Lo esperaba fervientemente, porque estábamos a 370 km del siguiente pueblo, sólo con un incierto surtido de puestos de carretera en medio. De todos modos es peligroso conducir de noche por el
outback
. Al anochecer los canguros salen a pegar botes y se ponen delante de los vehículos que circulan, con gran pesar por parte de ambos. Los camiones se los quitan de encima con facilidad, pero a los coches pueden destrozarlos, y también a sus ocupantes.

Entramos en el tenebroso interior del pub, tenebroso porque en el exterior era todo dolorosamente brillante y habíamos estado fuera toda la tarde. Casi no veía nada.

—Hola —dije a una cara tras la barra que, por lo poco que veía, podía haber sido una raqueta de ping pong—. ¿Tienen habitaciones?

—Las mejores habitaciones de Daly Waters —respondió la raqueta—. Las únicas habitaciones de Daly Waters —a medida que la forma hablaba, se iba transformando ante mis ojos en un hombre de mediana edad, sudado, con gafas, y de aspecto ligeramente atormentado. Nos evaluó con una mirada recelosa—. ¿Quieren dos habitaciones? —dijo— ¿O van a dormir juntos?

—Dos —dije enseguida.

Esto pareció gustarle. Abrió un cajón y sacó dos llaves con etiquetas diferentes.

—Esta es individual —dijo, dejándome una llave en la palma de la mano— y ésta tiene una cama doble por si uno de los dos tuviera suerte esta noche.

Arqueó las cejas de una forma ligeramente obscena.

—¿Lo cree probable?

—Qué caramba, los milagros existen.

Las habitaciones estaban junto al pub en una construcción aneja, más o menos unas diez, dispuestas a cada lado de un pasillo. Insistí en que Allan se quedara con la doble argumentando que seguramente tendría más suerte que yo.

—¿Aquí?

Se rió socarronamente.

—Hay ocho millones de ovejas en el
outback
. No todas van a ser selectivas.

Fuimos a ver las habitaciones. Austera era la palabra que se te ocurría. La mía consistía en una vieja cama, un armario destartalado y una papelera de rafia. No había televisor ni teléfono, y la iluminación consistía en una bombilla amarilla desnuda pendiente del techo, pero en la solitaria ventana había un antiguo aparato de aire acondicionado que tembló y vibró violentamente cuando lo puse en marcha, pero parecía generar algo de aire. El baño estaba al fondo del pasillo y era más bien insalubre, con manchas de óxido en la pila y una ducha infecta.

Fui a ver a Allan, que estaba sentado en la cama sonriendo como un tonto.

—¡Pasa! —gritó—. Pasa. Te ofrecería algo del minibar, pero creo que no tengo. Coge una silla, ¡oh, no! No hay silla. Por favor, utiliza la papelera para lo que gustes.

—Es muy austero —admití.

—¿Austero? Es una celda asquerosa. Encendería la luz, pero se ha fundido.

—Seguro que nos darán otra bombilla.

—No, no, no. Creo que me gusta más a oscuras —apretó los labios—. ¿Es demasiado temprano para empezar a beber?

Miré el reloj. Sólo eran las cinco menos cuarto.

—Un poco. Hay una cosa que me gustaría ver.

—¿Una atracción? ¿En Daly Waters? ¿Qué puede ser? ¿Alguien repostando gasolina? ¿El polvo vespertino de las ovejas?

—Es un árbol.

—Un árbol. Pues claro que sí. Muéstrame el camino.

Cogimos el coche y condujimos unos tres kilómetros por una pista polvorienta y calurosa. En el borde de un gran árido claro junto a la carretera había un rótulo que anunciaba que estábamos en el buen camino para llegar al Stuart Tree, un monumento en memoria de John McDouall Stuart, quizá el más importante de los exploradores australianos. Stuart era un soldado escocés de las dimensiones de un peso gallo (no pasaba del metro y medio) que dirigió tres expediciones épicas por el
outback
y no pereció. La brillante luz del
outback
le afectó gravemente la visión, y al menos en dos de su viajes empezó a ver doble, no precisamente la mejor enfermedad para quien tiene que elegir ruta en una estepa sin mapa. («A ver, chicos, ¿a cuál de esa dos colinas gemelas os parece que tendríamos que dirigirnos? Yo iría hacia la que cae bajo el sol a mano izquierda.») Generalmente terminaba los viajes totalmente ciego. En su segunda expedición, también se quedó paralizado por el escorbuto, al cual parecía ser sensible. Su cuerpo se convirtió en «una masa de llagas que no se curaban». «La piel —anotó uno de sus ayudantes—, le colgaba del paladar, tenía la lengua hinchada y no podía ni hablar». Prácticamente insensible, lo llevaron en litera los últimos 600 km y cada día sus colegas lo levantaban esperando verlo muerto. Sin embargo, al cabo de un mes en la civilización estaba de nuevo en pie y dispuesto a salir hacia la castigadora estepa.

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