En las antípodas (17 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Había observado estas cosas con placer en mis visitas a Australia, así que ya os imaginaréis la ansiedad con que aparqué mi coche en la zona de visita de Parliament Hill a la mañana siguiente y crucé los ornamentados céspedes para echar un rápido vistazo antes de marcharme a Adelaida.

Parliament House es una edificación nueva que sustituyó a la vieja y más modesta Parliament House en 1988. Es un edificio llamativo y horrible, coronado con una ridícula erección que hace que parezca un árbol de Navidad. Al entrar, me paré junto a un estanque ornamental para echar un vistazo a la erección del tejado.

—La estructura de aluminio más grande del hemisferio sur —declaró, con evidente orgullo, un hombre con una cámara colgada al cuello que me vio examinándola.

—¿Hay muchas estructuras de aluminio compitiendo por el puesto? —pregunté sin poder contenerme.

El hombre se quedó confundido.

—Bueno, no sé —dijo—. Pero si las hay son más pequeñas.

No había pretendido ofenderlo.

—Bueno, sí, es… impresionante —concedí.

—Sí —dijo—. Esa es la palabra. Impresionante.

—¿Cuánto aluminio lleva? —pregunté.

—Oh, no tengo idea. Pero mucho, se lo aseguro.

—Suficiente para envolver un montón de bocadillos —sugerí ingeniosamente.

Me miró como si yo fuera peligrosamente imbécil.

—No sabría decirle —dijo y, después de dudar un momento, se fue.

Como era domingo por la mañana, no esperaba que el Parlamento estuviera abierto a los visitantes, pero me equivoqué. Tuve que pasar por una inspección de seguridad y me retiraron una pequeña navaja de bolsillo; al cabo de veinte minutos estaba cortando un bollo en la cafetería con algo más letal. El conjunto del Parlamento es así: superficialmente serio y pendiente de la seguridad, con el boato de una importante nación, pero al mismo tiempo bastante relajado, como si supieran que ningún terrorista internacional va a saltarse los parapetos y que los visitantes no son más que gente como tú y yo, que quiere ver dónde se deciden las cosas y después tomarse una taza de té y alguna sabrosa golosina en la cafetería.

Dentro era bastante más bonito de lo que hacía pensar el soso exterior, con madera del país cubriendo suelos y paredes. Lo mejor de todo es que no te llevaban en grupo, sino que te dejaban explorar a tu aire. No he estado en el Capitolio de Estados Unidos, pero me atrevería a decir que no te permiten deambular donde el corazón te lleva. Me sentía como si pudiera ir a cualquier lugar; de haber sabido cuál era la puerta podría haber entrado en el despacho del primer ministro y dejado una nota en el papel secante o quizá dejar el dibujo de los salmones para alegrarle el día. Un par de veces probé las manillas de las puertas. Estaban siempre cerradas, pero no se disparó ninguna alarma ni el personal de seguridad atravesó las ventanas para inmovilizarme con redes y llevarme a la sala de interrogatorios. En las zonas donde había agentes de seguridad, todos eran amables y estaban encantados de responder a tus preguntas. Me quedé impresionado.

El Parlamento australiano está dividido en dos cámaras, la Cámara de los Representantes y el Senado (es interesante, y más bien lamentable, que utilicen el término británico para denominar la institución y el término americano para las cámaras) y ambas estaban abiertas para verlas desde las galerías de visita. Las dos eran bastante pequeñas, pero más elegantes de lo que esperaba. En la televisión, el verde de la Cámara de los Representantes adquiere un aspecto bilioso, como si los miembros debatieran dentro del páncreas de alguien, pero en vivo resulta más refinado y comedido. El Senado, que nunca había visto en televisión (creo que porque los senadores no hacen nada, pero lo comprobaré en mi John Gunther y ya os lo contaré), era de un tono ocre más suave.

En un gran vestíbulo de la planta superior había una galería que contenía retratos al óleo de todos los primeros ministros, y los observé con interés. Había leído bastante sobre ellos, como podéis imaginar, y fue un auténtico placer —algo así como he-oído-hablar-mucho-de-usted— ver finalmente sus caras. Allí tenía al amable Ben Chifley, el primer ministro laborista después de la guerra y un hombre del pueblo hasta el punto de que en Canberra vivía en el modesto Hotel Kurrajong, lo que costaba al contribuyente sólo seis chelines por día, y se le veía cada día yendo en camisón al bañó comunitario para afeitarse y lavarse con los demás huéspedes. Después estaba el majestuoso y leonino Robert Menzies, que fue primer ministro durante veinte años pero se consideraba «británico hasta la médula» y soñaba con retirarse a una casita de la campiña inglesa, feliz de volver la espalda a su tierra nativa para siempre. Y el pobre Harold Holt, cuyo desgraciado fin en el mar en 1967 le granjeó mi eterna devoción.

Es un grupo bastante pequeño. Desde 1901 Australia sólo ha tenido 24 primeros ministros, pero me sobresalté al darme cuenta de cuántos no sabía nada. De los 24, conté 14 de los que no sabía absolutamente nada, incluidos ocho —exactamente un tercio— que no sabía ni que hubieran existido. Entre éstos había uno con un festivo nombre, sir Earle Christmas Grafton Page, que fue, para ser justos, primer ministro durante menos de un mes en 1939; pero también William MacMahon, que lo fue casi dos años a principios de los años setenta y de cuya existencia no tenía hasta entonces ni la menor sospecha.

Me habría sentido peor si no fuera porque el día anterior había leído un artículo en el periódico informando de un estudio del gobierno que decía que los propios australianos ignoraban quiénes eran estos hombres tanto como yo; que en Australia había más gente que podía identificar y discutir los éxitos de George Washington que hacer lo mismo con su propio primer jefe de estado electo, sir Edmund Barton.

Y con este sobrio pensamiento en la cabeza, dejé la capital del país y me marché a la lejana Adelaida.

Hay 1.300 km desde el este de Canberra hasta Adelaida, la mayor parte de ellos por una carretera solitaria y medio olvidada llamada Sturt Highway. Recibió su nombre del capitán Charles Sturt, que exploró la región en una serie de expediciones entre 1828 y 1845. Además de registrar el lánguido curso del río Murray y sus afluentes, la principal distinción de Sturt fue ser el primero de aquellos precoces exploradores que demostró cierta competencia. Por ejemplo, sabía atar sus caballos por la noche. Esto puede parecerle un requisito obvio a todo aquel que se encuentre en un desierto de centenares de kilómetros, y no obstante fue un gesto poco utilizado. John Oxley, el cabecilla de una expedición anterior, no ató bien sus caballos por la noche y al despertarse encontró que se habían marchado. Él y sus hombres tardaron cinco días a pie en recuperarlos. Poco después, los caballos volvieron a escaparse. No obstante, a Oxley se le recuerda con una carretera al norte de Nueva Gales del Sur. Los australianos son muy generosos en este aspecto.

La Sturt Highway empieza cerca de Wagga Wagga, a 160 km de Canberra, y cruza un país de ovejas amplio, llano y de un marrón polvoriento conocido como la Riverina, una zona de llanuras cortada por los agitados meandros del río Murrumbidgee. Es la demostración perfecta en tres dimensiones de la rapidez con que puedes encontrarte en medio de la nada en Australia. Ya estás en un bonito mundo de prados verdes y pálidas colinas, con pueblecitos situados a distancias confortablemente seguras, como solo en un vacío despojado de distintivos: un disco de tierra marrón bajo la cúpula de un cielo azul, y algún que otro eucalipto ocasional entre ambos. Las agrupaciones por las que pasé no eran pueblos, apenas un par de casas y una estación de servicio, a veces un pub, y finalmente nada. Entre Narrandera, el último puesto avanzado de la civilización, y Balranald, el siguiente, hay 320 km de carretera sin pueblos ni caseríos por ninguna parte. Cada hora aproximadamente pasaba por un solitario albergue de carretera —una estación de servicio con una cafetería de esas que en el gracioso lenguaje de Australia se conocen por «comer y vomitar»— y de vez en cuando se cruzaba una pista llena de baches que se dirigía hacia una distante y recóndita cabaña de ovejas. Nada más.

Como para poner de relieve el aislamiento, todas las emisoras de radio de la zona empezaron a abandonarme. Una tras otra su señal flaqueó, y aquellas seductoras voces tan características de las ondas australianas —Vic Damone, Mel Torme, Frank Sinatra en el punto más despreocupado de su etapa du-bi-du— se desvanecieron, como si alguna fuerza de gravedad las hubiera devuelto al agujero del que se habían escapado. Finalmente, el dial de la radio ofrecía sólo un siseo gatuno ininterrumpido debido a la energía estática, exceptuando un pequeño tramo silencioso del extremo del dial. Al principio pensé que aquello era lo que era —un pequeño tramo silencioso— pero después me di cuenta de que se oía algo así como los roces de unas personas sentadas, y después de una pausa, una voz calmada y reflexiva dijo:

«Pilchard empieza su larga carrera desde el poste corto. Arroja la pelota y… oh, ¡fuera! Sí, ya lo tiene. A Longwilley lo ha pillado Grattan en medio del campo. Vaya, ¿qué te parece esto, Neville?»

«Es algo nunca visto, Bruce. No he visto un fuera de juego con un lanzamiento tan rápido como éste desde que Baden-Powell venció a Rangachangabanga por los pelos en Bangalore en 1948.»

Había tropezado con el mundo surrealista e inmensamente provechoso del cricket por radio.

Después de años de paciente estudio (con el cricket no puede ser de otra manera) he decidido que al juego no le pasa nada que no pueda mejorar la introducción de carritos de golf. No es verdad que los ingleses inventaran el cricket como una forma de hacer que cualquier otra empresa humana pareciera interesante y animada; eso resultó simplemente un efecto secundario. No es mi intención denigrar un deporte que gusta a tantas personas, algunas de ellas despiertas y mirando al lado adecuado, pero es un juego curioso. Es el único deporte que incluye pausas para comer. Es el único deporte que comparte su nombre con un insecto
[*]
. Es el único deporte donde los espectadores queman tantas calorías como los jugadores (o más, si son moderadamente inquietos). Es la única actividad competitiva, exceptuando hacer pan, donde, vistiendo de blanco de la cabeza a los pies, se sigue tan limpio al final del día como al principio.

Imaginaos un tipo de béisbol en que el
pitcher
, después de lanzar, recoge la pelota del
catcher
y camina tranquilamente con ella al centro del campo; y allí, después de dedicar un minuto a reponer fuerzas, se gira y corre a toda velocidad hacia el montículo del
pitcher
para arrojar la pelota a los tobillos del hombre que tiene delante, que está de pie, con un sombrero de montar, guantes de los que se utilizan para manejar isótopos radiactivos y un colchón atado a cada pierna. Imaginaos además que, si este bateador no consigue darle a la pelota, es el propio impulso el que le manda tambaleándose dos metros hacia delante con los colchones atados: no es que haya sido presa de un impulso irresistible de correr; puede quedarse allí todo el día, y, en general, es lo que hace. Si por algún milagro falla un tiro y lo echan, los jugadores levantan las manos entusiasmados y se abrazan. Entonces los llaman para tomar el té y se retiran encantados a un pabellón alejado para fortalecerse antes del siguiente asalto. Ahora imaginaos que dura tanto que cuando acaba el partido ha caído el otoño y ha pasado el período de préstamo de los libros de la biblioteca. Eso es el cricket.

Pero hay que decir que el cricket retransmitido por radio tiene algo incomparablemente apaciguador. Por radio tiene casi las mismas virtudes que el béisbol —un ritmo tranquilo, una consoladora devoción por oscuras estadísticas y una reflexiva meditación histórica, con micromomentos emocionantes de auténtica acción— pero en el espacio de muchas más horas y con un lujo de terminología y una apacible elegancia en la expresión que ni siquiera el béisbol puede igualar. Escuchar el cricket por radio es como escuchar a dos hombres sentados en un bote de remos en un gran y apacible lago un día en que los peces no pican; es como echar una siesta sin perder totalmente la conciencia. Por eso es mejor no saber realmente de qué va. En un ambiente tan enrarecido de satisfacción y falta de actividad, entender algo no sería más que una distracción.

«Ahí viene Stovepipe a lanzar en esta preciosa tarde de verano en el MCG» decía uno de los comentaristas. «Veremos si intenta un fuera de juego desde aquí o prueba una volea rápida. Stovepipe tiene una forma de lanzar insólita porque prácticamente se levanta del suelo y empieza su carrera al lado de Carlton & United Brewery en Kooyong.»

«Tienes razón, Clive. No sé de nadie que empezara a lanzar tan atrás desde que, en 1957, Stopcock se enganchó la manga en el retrovisor de un autobús número 11 durante la tercera prueba en Brisbane y terminó en Goondiwindi cuatro días después debido a una espantosa confusión por un cambio horario en Toowoomba Junction.»

Después de un largo silencio de los locutores absortos en estos pensamientos, aunque probablemente salieran a hacer algún recado, volvieron con una calmosa discusión acerca del
fielding
en Inglaterra. Neasden, parece, estaba ofreciendo una gran actuación en
square bowel
, mientras que Packet se estaba mostrando más partidario de los regates, pero estas actuaciones ejemplares palidecieron cuando se compararon con el extraordinario juego del joven Hugh Twain-Buttocks en el medio campo. Los comentaristas estaban de acuerdo en que no habían visto a nadie actuar con tanto brío desde que, en el sesenta y uno, Tandoori confundió a Rogan Josh con un cadáver en Vindaloo. Al menos Stovepipe, después de encontrar su camino en la línea de ferrocarril de Flinders Street —la pasarela se ve que estaba cerrada para pintarla—, volvió al estadio y lanzó la pelota a Hasty, que hábilmente la mandó a córner. Esto se repitió cuatro veces más durante las siguientes dos horas y después uno de los comentaristas afirmó: «Vamos a hacer una pausa para el segundo refrigerio. Quedan todavía miles de pelotas por lanzar, Australia tiene 962, pero Inglaterra está a cuatro partidos de ser eliminada y rezando para que cambie su suerte».

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