Australia es el sexto país más grande del mundo y la isla más extensa. Es la única isla que también es continente y el único continente que a su vez es un país. Es el más seco, árido, yermo y climáticamente agresivo de todos los continentes habitados y no obstante lleno de vida, gran proporción de ella bastante mortífera.
De hecho, hay allí más peligros inminentes que en ningún otro lugar. Un país donde el gusano más peludo puede dejarte seco con su venenoso pinchazo, donde las conchas marinas no sólo pican sino que te persiguen, donde te expones a inesperadas picaduras y mordeduras mortales, donde puede zamparte un tiburón o unas irresistibles corrientes arrastrarte mar adentro. Ignorando estas amenazas, Bill Bryson viajó a Australia y enseguida se enamoró del país. ¿Quién podría culparlo? La gente es alegre, ingeniosa y atenta; sus ciudades son seguras, limpias y casi siempre se sitúan cerca del agua; la cerveza está fría y el sol brilla con frecuencia. La vida no puede ser mucho mejor que esto.
Bill Bryson
En las antípodas
ePUB v1.0
Elle51818.08.12
Título original:
Down Under
Bill Bryson, 2000.
Traducción: Esther Roig i Formosa
ePub base v2.0
A David, Felicity, Catherine y Sam
De toda la gente con la que estoy en deuda por su ayuda en la preparación de este libro, deseo expresar particularmente mi agradecimiento a Alan Howe y Carmel Egan, por compartir generosamente su tiempo conmigo y por su hospitalidad a pesar de saber que iba a mencionarlos en mis libros; a Deirdre Macken y Allan Sherwin, por sus astutas observaciones y su deportiva participación en lo que sigue; a Patrick Gallagher, de Allen & Unwin, y Louise Bourke, de la Australian National University, por su generosa provisión de libros y otro material de investigación, y a Juliet Rogers, Karen Reid, Maggie Hamilton y Katie Stackhouse, de Random House Australia, por su ayuda concienzuda y su buen humor.
También estoy en deuda en Australia con Jim Barrett, Steve Garland, Lisa Menke, Val Schier, Denis Walls, Stella Martin, Joel Becker, Barbara Bennett, Jim Brooks, Harvey Henley, Roger Johnstone y Ian Nowak, con el personal de la State Library de Nueva Gales del Sur en Sydney, y con la difunta y querida Catherine Veitch.
Estoy especialmente agradecido al profesor Danny Blanchflower, del Dartmout College, por su gran ayuda en cuestiones de estadística; a mi gran amiga y agente Carol Heaton, y a los amables e incomparables talentos de Transworld Publishers en Londres, entre los cuales debo mencionar a Marianne Velmans, Larry Finlay, Alisen Tulett, Emma Dowson, Meg Cairns y Patrick Janson-Smith, que sigue siendo el mejor amigo y mentor que puede desear un escritor. Por encima de todo, y como siempre, mi agradecimiento más profundo a mi querida, paciente e incomparable esposa, Cynthia.
En el avión que me llevaba a Australia, suspiré al darme cuenta de que había vuelto a olvidar quién era su primer ministro. Siempre me pasa lo mismo con el primer ministro australiano, me fío de mi memoria y lo olvido (generalmente casi al instante), y eso me hace sentir muy culpable. A mi juicio debería haber alguien más fuera de Australia que lo supiera.
Pero es que resulta difícil estar al corriente de lo que sucede en Australia. En mi primera visita, hace algunos años, pasé el largo rato de vuelo desde Londres leyendo una crónica política australiana del siglo
XX
, donde descubrí la sorprendente noticia de que en 1967 el primer ministro, Harold Holt, estaba paseando por la playa de Victoria cuando se lo llevó una ola y desapareció. Nunca más se supo del pobre hombre. Esto me resultó doblemente sorprendente: primero, porque Australia hubiese perdido un primer ministro (vaya, que no es normal) y, segundo, porque nunca me hubiera enterado ello.
La verdad es que prestamos poquísima atención a nuestros queridos primos de las antípodas, aunque supongo que esto tampoco es tan extraordinario. Al fin y al cabo, Australia está casi vacía y en el confín del mundo. Su población, unos diecinueve millones de personas, es escasa según el término medio mundial —el crecimiento anual de China ya es mayor—, y el lugar que ocupa en la economía es, en consecuencia, secundario; como entidad económica, tiene más o menos la importancia de Illinois. De vez en cuando nos manda alguna cosa útil —ópalos, madera de merino, Errol Flynn, el bumerán— pero nada de lo que no podamos prescindir. Más que nada, Australia no se porta mal. Es estable, pacífica y buena. No tiene golpes de estado, sobrepesca abusiva o simpáticos déspotas armados, no cultiva coca en cantidades provocativas ni se dedica a arrollar a otros de una forma presuntuosa e impresentable.
Pero aun reconociéndolo, resulta curiosa nuestra falta de interés por los asuntos australianos. Como era de esperar, esto es aún más evidente cuando se vive en Estados Unidos. Antes de salir de viaje fui a la biblioteca de mi pueblo, en New Hampshire, y busqué «Australia» en el
New York Times Index
para ver cuánta atención se le había dedicado en mi país en los últimos años. Empecé por el volumen de 1997 simplemente porque estaba abierto sobre la mesa. Durante todo el año, entre los temas de posible interés —política, deportes, viajes, los próximos Juegos Olímpicos de Sydney, gastronomía y vino, arte, necrológicas, etcétera— el
New York Times
contenía 20 artículos que trataran principalmente de asuntos australianos. En el mismo período, para establecer una comparación, había encontrado 120 artículos sobre Perú, al menos ciento cincuenta sobre Albania y una cantidad parecida sobre Camboya, más de trescientos sobre cada una de las Coreas, y más de quinientos sobre Israel. Como lugar que atrajera el interés de Estados Unidos, Australia estaba al mismo nivel que Bielorrusia y Burundi. Entre los temas generales que trataba había globos y aeronautas, la Iglesia de la Cienciología, perros (pero no de trineo), y Pamela Harriman, la antigua embajadora, que era por cierto muy conocida y había muerto en febrero, una desgracia que sin duda exigía que apareciera 22 veces en el
Times
durante aquel año. Hablando claro, en 1997, Australia era ligeramente más importante para los americanos que los plátanos, pero no tanto como los helados.
No obstante, aquel año había resultado especialmente abundante en noticias australianas en Estados Unidos. En 1996 el país había sido objeto sólo de nueve artículos y en 1998 de seis. En otras partes del mundo las noticias pueden ser más abundantes, pero con la diferencia, eso sí, de que nadie se las lee. (Que levanten la mano todos los que sepan cómo se llama el actual primer ministro australiano, en qué estado está Melbourne o sean capaces de contestar algunas preguntas sobre las antípodas que no se refieran al cricket, al rugby, a Mel Gibson o a la serie de televisión
Vecinos
.) A los australianos no les hace ninguna gracia que el mundo exterior les preste tan poca atención, y no puedo culparles. Es un país en el que suceden cosas interesantes, y muchas.
Centrémonos en uno de los artículos que aparecieron en el
New York Times
en 1997, aunque desterrado al cajón de sastre de la Sección C. En el mes de enero, según un artículo escrito en Estados Unidos por un periodista del
Times
, los científicos estaban investigando seriamente la posibilidad de que un misterioso movimiento sísmico en el remoto
outback
australiano ocurrido hacía casi cuatro años pudiera haber sido una explosión nuclear provocada por miembros del culto japonés del día del juicio final Aum Shinrikyo.
Resulta que a las 23:03, hora local, del 28 de mayo de 1993, las agujas de los sismógrafos de toda la región del Pacífico se agitaron y garabatearon en respuesta a un movimiento a muy gran escala detectado cerca de un lugar llamado Banjawarn Station en el Gran Desierto Victoria de Australia Occidental. Algunos camioneros de los que cubren grandes distancias y unos pocos exploradores, prácticamente los únicos que se encontraban en esa solitaria extensión, informaron de un resplandor súbito en el cielo y de haber oído o sentido una potente pero lejana explosión. Uno manifestó que una lata de cerveza se había tambaleado sobre la mesa de su tienda.