Puede que no conozca la terminología con exactitud, pero creo que más o menos suena así. El resultado fue que Australia estaba dando a Inglaterra una buena paliza, pero la verdad es que Australia casi siempre lo hace. Australia casi siempre gana en casi todas las cosas. Sin duda no ha existido un país más deportivo. En los Juegos Olímpicos de 1996 en Atlanta, para dar un ejemplo ilustrativo al azar, Australia, el país número 52 en cuanto a población del mundo, fue el cuarto país en llevarse más trofeos a casa, los otros eran mucho mayores (los países, claro, no las medallas). Teniendo en cuenta su población, su éxito se destacaba de cualquier otro. Los australianos ganaron 3,78 medallas por millón de habitantes, una tasa más de dos veces y media mayor que la del siguiente país, Alemania, y casi cinco veces la tasa de Estados Unidos. Además, la cuenta de medallas ganadas por Australia estaba distribuida entre una gama de catorce deportes, algo igualado sólo por otro país, Estados Unidos. Es difícil encontrar un deporte en que los australianos no destaquen. Incluso hay cuarenta australianos jugando al béisbol profesional en Estados Unidos, cinco de ellos en las grandes ligas, y los australianos ni siquiera juegan a béisbol, al menos de forma significativa. Hacen lo que los demás pero también tienen sus propios juegos, especialmente una forma popular de alboroto controlado denominado Reglas Australianas de Fútbol. Es sorprendente que en una sociedad tan vigorosa y activa quede alguien para hacer de público.
No, el misterio del cricket no es que los australianos lo jueguen bien, sino que lo jueguen. A mí siempre me ha parecido un deporte muy contenido para el enérgico temperamento australiano. Los australianos prefieren los deportes donde hombres fornidos con ropa ligera se parten las narices. Estoy casi seguro de que si el resto del mundo desapareciera de repente y el desarrollo del cricket quedara en manos australianas, en una sola generación los jugadores llevarían pantalones cortos y utilizarían los bates para pegarse entre ellos.
Y la verdad es que el juego mejoraría mucho.
Al final de la tarde, cuando los jugadores fueron a tomar un té como dios manda o el quinto piscolabis o algo así —en todo caso, cuando la actividad en el campo pasó de ligera a inexistente— me paré en una estación de servicio a poner gasolina y tomar un café. Examiné mis mapas y decidí pasar la noche en Hay, una modesta mancha en el desierto a un par de horas de distancia por un desvío de la carretera principal. Como era la única comunidad en un espacio de 300 km, no me resultó una decisión difícil de tomar. Después, como no tenía nada mejor que hacer, hojeé el índice del libro y me divertí de una forma bastante lamentable: buscando nombres ridículos de los que abundan en Australia. Así, estoy en condiciones de informar de que los siguientes lugares existen: Wee Waa, Poowong, Burrumbuttock, Suggan Buggan, Boomahnoomoonah, Waaia, Mullumbimby, Ewlyamartup, Jiggalong y uno que me produce una suprema satisfacción, Tittybong.
Cuando iba a pagar, el hombre me preguntó adónde me dirigía.
—A Hay —contesté, y de repente se me ocurrió algo gracioso—. Y más vale que me apresure. ¿Sabe por qué?
Me miró con cara inexpresiva.
—Porque quiero llegar a Hay mientras luzca el sol.
La expresión del hombre no cambió.
—Quiero llegar a Hay mientras luzca el sol —repetí con un poco más de énfasis y una expresión más alentadora.
Pronto me di cuenta de que la cara inexpresiva debía de ser permanente.
—Vaya, no se preocupe por eso —dijo el hombre después de un minuto de reflexión—. Quedan muchas horas de luz
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Hay era un pueblecito caluroso y polvoriento pero sorprendentemente agradable en un desvío de la Sturt Highway, después de cruzar un viejo puente sobre el fangoso Murrumbidgee. En la habitación del motel, dejé la bolsa y encendí el televisor reflexivamente. Me salió el cricket; me senté a los pies de la cama y lo miré con insólita concentración unos minutos. No hay ni qué decir que no estaba pasando nada en el campo. Un árbitro en traje blanco perseguía un pedacito de papel y varios jugadores estudiaban el terreno al lado de los postes, sin duda buscando algo. No sabía qué, pero entonces uno de los comentaristas observó que Inglaterra acababa de perder un palo, o sea que debía de ser eso. Al cabo de un rato, en la parte más lejana del campo, un chico larguirucho que había estado sacando brillo a una pelota con la pernera del pantalón como si fuera a morderla, echó a correr. Desde lejos lanzó la pelota a un bateador distante, que levantó el bate despreocupadamente un par de centímetros del suelo y se la devolvió. Estos movimientos se repitieron escrupulosamente tres veces, y después el comentarista dijo: «Al final de los cuatrocientos cincuenta y dos, cuando paramos para la siesta de la tarde, Inglaterra ha aumentado su total a diecisiete. Así que todavía le queda mucho por hacer si quiere atrapar a Australia antes del cuarto piscolabis».
Fui a dar un paseo por el horno, que es la parte más interna de Nueva Gales del Sur en verano. El día era de un calor excesivo. Las hojas de los árboles de la cuneta estaban marchitas, como lenguas colgando de la boca. Di unas vueltas por Lachlan Street, la calle mayor, y después me adentré un poco en el campo para disfrutar de la puesta de sol —un acontecimiento siempre cargado de calma y dorada gloria en el
bush
— con la esperanza, nunca frustrada, de ver algún canguro saltando pintorescamente a medio plano. Ahora hay más canguros en Australia que antes de que llegaran los europeos gracias a las mejoras rurales —el aumento de prados, la creación de estanques y todo eso—, que los han beneficiado tanto a ellos como a las ovejas y las vacas. Nadie sabe cuántos canguros hay en el país, pero se cree que la cifra supera los cien millones, lo que los hace casi tan numerosos como las ovejas. Pero ¿creéis que encontré alguno por allí? Ni uno.
Volví, pues, al pueblo y pasé la velada a mi animada manera: grandes cócteles en un desolado y casi vacío pub, cena de bistec y ensalada en un restaurante cercano y otro paseo a las afueras del pueblo en busca (vana) de canguros a la luz de la luna. A las nueve y media aproximadamente estaba de vuelta en mi habitación. Encendí el televisor y me quedé de piedra al ver que el partido seguía adelante. Hay que reconocerlo: puede que no sea un trabajo duro pero le dedican horas. El hombre del traje blanco seguía persiguiendo aquel papel, aunque resulta difícil asegurar que fuera el mismo pedacito. Inglaterra, según el comentarista, había perdido otros tres postes, lo que me pareció muy descuidado por su parte. A ese ritmo se quedarían sin material y tendrían que dejarlo.
A lo mejor, pensé mientras apagaba el televisor, eso es lo que intentaban.
Por la mañana, me tomé un buen desayuno para fortalecerme ante otro largo día de conducción. No hay duda de que el desayuno es el acontecimiento más salvaje de la sociedad occidental (si no estáis seguros, os insto a nombrar otra ocasión —la que sea— en que os comeríais un embrión como si nada), y Australia parecía participar en él plenamente. Una parte muy importante consiste en el tocino. En lugar de las lenguas de zapato curvas que se consumen en Gran Bretaña o las aburridas tiras crujientes de regimiento que nos zampamos en América, el tocino australiano tiene una calidad honestamente carnosa y recia. Parece que se lo hayan extraído al cerdo mientras intentaba escapar. Casi puedes oír cómo chilla al morderlo. Me encanta. Además, cortan las tostadas gruesas. Vamos, que los australianos saben lo que se hacen con el desayuno.
Una vez, repleto de colesterol y satisfacción, volví a la solitaria carretera. Más allá de Hay, el paisaje era incluso más insólitamente llano, marrón, vacío y monótono. La monumental estepa de Australia no es fácil de describir. Es con mucha diferencia el país menos poblado. En Gran Bretaña la densidad media de población es de 253 personas por kilómetro cuadrado; en Estados Unidos, de 30,5; en el mundo en general es de 47. (Y, sólo por curiosidad, en Macao, que tiene el récord, hay 27.600 personas por kilómetro cuadrado.) La media australiana, en comparación, es de 2,5 personas por kilómetro cuadrado. Pero incluso esta modesta cifra está muy sesgada, porque de forma abrumadora los australianos viven en unas pocas agrupaciones a lo largo de la costa y dejan el resto del país intacto. Por supuesto, la proporción de personas que en Australia vive en zonas urbanas es del 86 %, tanto como en Holanda y casi como en Hong Kong. Aquí te encuentras que seis personas ocupan los mismos kilómetros cuadrados tanto si están en reunión familiar como en una sesión de Aum Shinrikyo.
De vez en cuando cruzaba largos kilómetros de matas —una maleza densa y alta que entorpece la vista— y muy ocasionalmente, llanuras abiertas. Entreveía una línea baja de verde intenso en el horizonte a mano derecha, que supone señalaba la zona irrigada a lo largo del Murrumbidgee. Aparte de eso, nada. Sólo tierra dura que se esforzaba por hacer crecer un poco de hierba seca y la curiosa acacia espinosa o eucalipto inclinado.
No siempre fue así. Aunque la Australia interior no ha sido nunca exactamente verde, gran parte de la tierra marginal experimentó períodos de relativa frondosidad, que a veces duraron años, o incluso décadas, y tenía una resistencia natural que le permitía rebrotar después de las sequías. Pero en 1859 un tal Thomas Austin, un terrateniente de Winchelsea, Victoria, un poco más al sur de donde estaba yo ahora, cometió un gran error. Importó veinticuatro conejos salvajes de Inglaterra y los soltó en el
bush
para poder cazar. No es precisamente una novedad que los conejos se reproducen a gran velocidad. En un par de años habían invadido la propiedad de Austin y se estaban propagando por los distritos vecinos. Cincuenta millones de años de aislamiento habían dejado a Australia sin un solo depredador o parásito capaz de reconocer a los conejos, y mucho menos zampárselos, así que proliferaron de forma asombrosa.
Su apetito era insaciable. En 1880, se habían comido 810.000 hectáreas de Victoria. Pronto empezaron a pasar a Australia meridional y a Nueva Gales del Sur, avanzando por el terreno a una velocidad de 120 km por año. Hasta que llegaron los conejos, gran parte del campo que cruzaba yo había estado salpicado de bosquecillos frondosos de una mata que comían los emúes, crecía a una altura de 20 cm y estaba casi todo el año en flor. Sin duda era una preciosidad y de sus hojas se alimentaban también los pequeños roedores. Pero los conejos cayeron sobre las matas como langostas, devorándolas —hojas, flores, corteza, tallos— hasta que no quedó nada. Los conejos se lo comieron todo, de modo que las ovejas y el resto del ganado se vieron obligados a extender su campo de acción y también su dieta, castigando aún más las estepas. Ante la disminución de producción de las ovejas, los granjeros lo compensaron perversamente aumentando la cantidad de ganado y contribuyendo a la devastación general.
El problema ya era lo bastante grave, pero en 1890, después de cuarenta años insólitamente verdes, Australia sufrió una traidora sequía que duró una década, la peor de la historia. La tierra se agrietó y se convirtió en polvo, la capa superficial del suelo —ya la más fina del mundo— desapareció, y nunca volvió a reproducirse. Durante aquella década, perecieron 35 millones de ovejas, más de la mitad de la población total; 16 millones en un desastroso año: 1902.
Mientras tanto, los conejos seguían saltando a sus anchas. Cuando la ciencia encontró finalmente una solución, había pasado casi un siglo desde que Thomas Austin soltara sus veinticuatro conejos. El arma empleada contra los conejos fue un milagroso virus de Sudamérica llamado mixomatosis. Inofensivo para los humanos y otros animales, era terriblemente devastador para los conejos, con un índice de mortalidad del 99,9 %. Casi enseguida el campo se llenó de conejos enfermos, que se arrastraban y se retorcían, y después de millones de pequeños cadáveres. Aunque sólo sobrevivió un conejo de cada mil, los que lo hicieron eran naturalmente resistentes a la mixomatosis, y transmitieron sus genes resistentes cuando empezaron a criar otra vez. Las cosas tardaron un tiempo en volver a ser como antes, pero hoy en día el número de conejos en Australia vuelve a ser de 300 millones y aumenta rápidamente.
En cualquier caso, el daño, irreversible, ya está hecho. Y todo para que un tonto pudiera disparar contra algo desde su porche.
En Australia, del mismo modo que te adentras en la desolación con asombrosa precipitación, también emerges de ella. Poco después de cruzar la frontera de Australia Meridional a media tarde, me encontré entre unas suaves colinas de bosques anaranjados. Fue tan sorprendente que salí a echar un vistazo. A un lado tenía una estepa árida —una gran llanura de arpillera salpicada de matas—. Pero ante mí, llenando la vista hasta el lejano horizonte, se extendía una tierra prometida de aspecto bíblico: arboledas de cítricos y viñedos, y terrenos cultivados en todos los tonos del verde. A medida que avanzaba, el equilibrio entre huertos y viñedos se decantaba cada vez más en favor de estos últimos hasta que finalmente no hubo más que viñas y me di cuenta de que había llegado a Barossa Valley, un pequeño pero espectacular rincón de Australia Meridional, con suaves colinas y un verdor que le confería, literal y metafóricamente, un aire mediterráneo.
Barossa fue colonizado por granjeros alemanes que iniciaron una industria vinícola en Australia. Hoy en día los australianos son uno de los pueblos más entendidos en vino, pero es bastante reciente. Una historia que se cuenta a menudo es que el experto en vinos británicos Len Evans, en una visita al país en los años cincuenta, pidió un vaso de vino en un hotel de pueblo. El hotelero lo miró fijamente un momento y preguntó: «¿Qué pasa? ¿Es usted maricón?». Aunque ahora los vinos por los que se conoce a Barossa sean famosos —Chardonnay, Cabernet Sauvignon y Shiraz— no hace mucho, hasta los años ochenta, el gobierno pagaba a los viticultores para que arrancaran las cepas de Shiraz y produjeran el dulce y pegajoso Rieslings. Nunca he entendido por qué los turistas del extremo más próspero del mercado mundial se sienten tan atraídos por las zonas que producen vino. No creo que quisieran ir a ver el algodón antes de convertirse en unos pantalones de Gap o el caviar antes de destripar el esturión, pero dales un par de viñas y parece que hayan encontrado un paraíso. Dicho esto, el Barossa Valley es muy seductor, sobre todo después de un par de días de solitaria y extensa Sturt Highway.