Lo cierto, advierte Pascal, es que el orden político se sostiene sobre realidades físicas, no espirituales. Y ello es una virtud, en la medida en que las realidades corpóreas son identificables y justifican la obediencia. Hay un engaño implícito en la vida política. La mayoría obedece porque cree que el orden legal es justo y se rebelaría si lo concibiese como un orden arbitrario. Por eso, a los gobiernos les interesa mantener la ilusión y hasta las fantasías —el opio del pueblo, en alusión premarxista.
Como observador en política, Pascal teme «el arte de la subversión, de la revolución» y rechaza la idea, prerousseauniana también, de que es posible regresar a «las leyes primitivas y básicas del estado abolidas por la costumbre injusta». El pueblo se levanta. El poder se aprovecha para arruinar aún más al pueblo. «A veces, hay que engañar a los hombres por su propio bien.»
Parece —y es cierto— que estoy haciendo la crítica del Pascal reaccionario y realista en política: Maquiavelo after the fact. Sin embargo, creo también estar sumando los escepticismos pascalianos, que son los de un pensamiento surgido del vacío, instalado en la sociedad y la historia y, una vez allí, dicho todo lo negativo que se pueda decir sobre la multitud, el gobierno, el poder, la revolución e incluso sobre un Dios escondido —Le Dieu caché— y una naturaleza corrompida, Pascal encarna su pensamiento en el ser humano y un tránsito vital de ganancias y pérdidas. La calidad del tránsito dependerá de la calidad de la conciencia que aprenda —o ignore— que «nada de cuanto se ofrece al alma es simple» (mundo, sujeto, sociedad, política, historia) pero que, al mismo tiempo, «el alma jamás se ofrece con simplicidad a ningún objeto».
Dios escondido. Naturaleza corrupta. Dios nos abandona a la ceguera —hasta el arribo de Cristo. Todo el pensamiento de Pascal, todo su escepticismo, su ironía, su negación, se dirigen claramente a una afirmación de Cristo. El doble camino del hombre, su doble pasión —paso y sufrimiento— por la tierra es lo que, a los ojos de Pascal, nos asimila a todos al propio paso de Cristo por la tierra, a su pasión. No puedo evitar la certeza de que todo el andamiaje levantado por Pascal para nuestra profesión de equilibristas es como un puente tendido entre el Dieu caché que no sólo abandonó a Jesús, sino a la humanidad, y Jesús mismo…
«Si no me hubieras encontrado, no me buscarías», dice Cristo en los paquetes descosidos, que tanto cito, de Pascal. Es decir: Pascal no puede ni quiere evadir la cuestión de la fe, la cuestión del ser humano que cree. No por su filiación a esta o aquella religión, sino porque busca lo más precioso que ya trae en sí (el corazón que sabe las razones que la razón ignora) y lo busca consciente de que proviene de un límite, nacer, y se encamina a otro límite, morir. No es la probable filiación religiosa lo que determina el valor de la vida en Pascal, sino la fe en su acepción más amplia, la certeza de que podemos ser portadores de valores que queremos radicar en el mundo precisamente porque nos preguntamos, ¿qué hay más allá?
Las ideas recibidas, las inercias de la práctica, esto es lo que rechaza Pascal y por eso, como tantos otros, exalta la figura de Cristo como hombre activo, inconforme, exigente con su tiempo, el modelo que ya hemos encontrado sin saberlo, pero que debemos perseguir para tener conciencia de lo que cada uno de nosotros puede ser, puede agotar o debe renunciar.
«Creo porque es absurdo», dijo Tertuliano, insuperablemente, de la fe. No la explica la razón, sino ese «corazón» que tiene razones que la razón ignora. Wittgenstein, judío atraído irresistiblemente al catolicismo, admite que el pensador religioso es un «equilibrista». Y él mismo lo es. Si por una parte nos dice que la fe es absurda y no es lo que distingue al cristianismo, sino la práctica, es decir, vivir como vivió Jesús, por otra parte declara que la fe es fe en lo que el corazón y el alma necesitan, no lo que requiere «mi inteligencia especulativa». Pues «es mi alma con sus pasiones… lo que requiere ser salvado, no mi pensamiento abstracto». De allí que sea menos cierta o aparente la contradicción fe práctica en el pensamiento de Wittgenstein, toda vez que esa «alma» y esas «pasiones» que son las suyas someten la fe al desafío práctico de vivir como Jesús. «… sólo la práctica cristiana, una vida como la del que murió en la cruz, es cristiana… y aun hoy es posible» —añade Wittgenstein— «y para ciertos hombres, aún necesaria: el cristianismo genuino, primitivo, será posible en todo momento». El cristianismo se le aparece a Wittgenstein, al cabo, como una fe que es un hacer o no sólo «un creer sino un hacer». El cristianismo no puede reducirse a sostener que esto o aquello es cierto. El cristianismo es práctica, no dogma.
La inteligencia inmensa de Ludwig Wittgenstein le lleva a entender que no hay razón por la cual la fe religiosa no pueda ser parte de la herencia cultural «que me permite distinguir entre lo verdadero y lo falso». Sólo un hombre de esta integridad filosófica y moral podía decir al morir: «Dios me dijo: Te juzgo por lo que ha salido de tu boca. Tus propias acciones te han hecho temblar de disgusto cuando has visto a otros repetirlas.» Pues «Es mi alma y sus pasiones, no mi inteligencia abstracta, lo que necesita salvarse».
No sé si hay declaración filosófica más valiosa y definitiva que ésta.
Estamos sujetos a la prueba del otro. Vemos pero también somos vistos. Vivimos el constante encuentro con lo que no somos, es decir, con lo diferente. Descubrimos que sólo una identidad muerta es una identidad fija. Todos estamos siendo. Nada nos hace comprender —o rechazar— esta realidad mejor que el movimiento que definirá cada vez más la vida del siglo XXI: las migraciones masivas de Sur a Norte y de Este a Oeste. Nada pondrá tan seriamente a prueba nuestra capacidad de dar y recibir, nuestros prejuicios y nuestra generosidad también.
Asistimos al renacimiento de fascismos, exclusiones y pogromos, antisemitismo, antiislamismo, antilatinoamericanismo, todas ellas formas violentas de la xenofobia, el odio o la hostilidad no sólo hacia los extranjeros, sino, con mayor amplitud, hacia lo diferente. Homofobia, misoginia, racismo. ¿En nombre de qué? De la supuesta pureza de una raza superior, una identidad nacional intocable, una cultura partenogénica que se concibió a sí misma sin contaminaciones externas. ¿Pureza nacional la de una Francia gala, latina, germánica y tan hebrea como Chagall, española como Picasso, italiana como Modigliani, checa como Kundera, árabe como Ben-Jelum, rumana como Ionesco, argentina como Cortázar, alemana como Max Ernst o rusa como Diaghilev?
¿Pureza nacional de una España celtíbera, fenicia, griega, romana, musulmana, judía, cristiana y goda? ¿Purezas excluyentes de una Latinoamérica indígena, europea, africana, mestiza, mulata?
Una cultura aislada pronto perece. Puede convertirse en folklore, manía o teatro especular. Puede debilitarnos irreparablemente por falta de competencia y puntos de comparación. Y sobre todo, puede degradarnos cuando negamos la identidad ajena hasta llegar a los extremos del horror, el universo concentracionario y el holocausto.
Nada combina, sin embargo, los peligros de la xenofobia como las oportunidades del trabajo migratorio.
Celebramos la llamada globalización porque facilita extraordinariamente el movimiento mundial de bienes, servicios y valores. Las cosas son libres para circular.
Pero los trabajadores, los seres humanos, no.
John Kenneth Galbraith, profesor emérito de Harvard, nos recuerda que la migración es un hecho que beneficia al país del cual se emigra y al país al cual se emigra.
Entre 1846 y 1906, cincuenta y dos millones de emigrantes abandonaron el continente europeo. Suecia, una de las naciones más pobres de Europa durante el siglo XIX, se volvió una de las más prósperas gracias a la emigración masiva de sus más necesitados ciudadanos a la América del Norte.
La emigración irlandesa después del hambre de la patata, la potato famine que mató de hambre a la mitad de la población irlandesa en 1845, benefició tanto a los Estados Unidos como a Irlanda, que hoy es una próspera república que saltó de la economía agraria a la tecnología y los servicios, requiriendo, la propia Irlanda, trabajadores extranjeros para aumentar su desarrollo.
Hoy, el movimiento es casi siempre de Sur a Norte. Pero las razones del movimiento son las mismas del pasado: escapar a la pobreza local, rompiendo el círculo de la resignación.
Hoy como ayer, el emigrante obedece al pull factor, la demanda de la economía desarrollada que necesita trabajadores para tareas que la fuerza de trabajo doméstica, porque se hace vieja, o rehúsa realizar ciertos trabajos, o ha entrado a una esfera de ocupación más cómoda y técnicamente avanzada, ya no puede ofrecer.
Otra razón es el imán de la prosperidad proyectada por las pantallas de televisión, las revistas, los anuncios y las películas de las sociedades del Norte. Cuando los balseros albaneses llegaron a las costas de Italia hace una decena de años, inmediatamente le pidieron a las autoridades: «Muéstrenos el camino a Dallas.»
Pero el trabajador migratorio nunca llega ni a Dallas ni a Disneylandia. Más y más, él o ellas son víctimas de la violencia racial. El trabajador turco en Alemania, el trabajador argelino en Francia, el trabajador mexicano en Arizona, el trabajador negro en Italia, el trabajador magrebí en España: Ninguna política de desarrollo con justicia, ningún proyecto de globalización con orden, puede excluir la protección debida al trabajador migratorio, que es precisamente eso: un trabajador, no un criminal.
Durante quinientos años, el Occidente viajó al Sur y al Oriente, imponiendo su voluntad económica y política sobre las culturas de la periferia, sin pedirle permiso a nadie.
Ahora, esas culturas explotadas regresan al Occidente poniendo a prueba los valores mismos que el Occidente propuso universalmente: libertad de movimiento, libertad de mercado basada no sólo en la oferta y demanda de bienes sino de trabajadores, y el respeto debido a los derechos humanos que acompañan a todos y cada uno de los trabajadores migratorios.
No se puede, lo repito, tener interacción y comunicación global instantáneas sin tener, al mismo tiempo, migración global instantánea.
Una de las grandes novelas de la lengua española del siglo XX predijo y elevó dramáticamente este tema. Me refiero a Paisajes después de la batalla, el admirable libro de Juan Goytisolo, publicado en 1982. En él, Goytisolo traduce una de las más grandes y antiguas tradiciones de la novela —el tema del desplazamiento— a la ciudad moderna, sus inmigrantes indeseados y su desafío a cualquier noción de pureza lingüística, sexual, culinaria u onírica. Goytisolo efectivamente imagina el espacio de la nueva ciudad mestiza, occidental y oriental, meridional y septentrional, dándole voz a todos y cada uno de sus habitantes.
Nos plazca o no, la ciudad policultural ya está aquí, con nosotros. La energía de las ciudades hispánicas de los Estados Unidos —Los Ángeles, Miami, Chicago— es inseparable de su carácter mestizo. Los Ángeles, que es no sólo ciudad hispánica, sino coreana, vietnamita, japonesa y china, será la Bizancio del siglo XXI, proyectada desde la frontera con México (que es la frontera con toda la América Latina) a la gran comunidad del Pacífico. hasta Vladivostok, Tokio, Shanghai, Hanoi…
Creo en las preguntas de un acto fraternal rodeado de abismos: ¿Acaso no existe otra voz y acaso no es también la mía? ¿Acaso no hay otro tiempo que puedo tocar y que puede tocarme? ¿No existen otras fes, otras historias, otros sueños y no son, también, míos?
Estamos en el mundo, vivimos con otros, vivimos en la historia y tendremos que dar cuenta de nuestra memoria, de nuestro deseo y de nuestra presencia en esta tierra en nombre de la continuidad de la vida. La xenofobia interrumpe y asesina la vida.
Las culturas se influencian unas a otras. Las culturas perecen en el aislamiento y prosperan en la comunicación. Como ciudadanos, como hombres y mujeres de ambas aldeas —la global y la local— nos corresponde desafiar prejuicios, extender nuestros propios límites, aumentar nuestra capacidad de dar y recibir así como nuestra inteligencia de lo que nos es extraño. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva. Para implementar esta idea, debemos abrazar las culturas de los otros a fin de que los otros abracen nuestra propia cultura. Recordemos, en el inicio de un nuevo siglo, que la historia no ha terminado. Vivimos una historia inacabada. La lección de nuestra humanidad inacabada es que cuando excluimos, nos empobrecemos y cuando incluimos, nos enriquecemos. ¿Tendremos tiempo de descubrir, tocar, nombrar, el número de nuestros semejantes que nuestros brazos sean capaces de hacer nuestros? Porque ninguno de nosotros reconocerá su propia humanidad si no la reconoce, primero, en los otros.
«El Yo es detestable.» Arthur Rimbaud, que se sabía hacer querer o detestar en iguales medidas, se amó y se odió a sí mismo en medidas, acaso, superiores. Su clamor de un ego detestable va a contrapelo del amor que todos sentimos hacia nuestro propio yo, acariciado, admirado, vestido y revestido en ese espejo interno que casi todos quisiéramos externar, como lo hacen superiormente los italianos, en el culto y la certidumbre de «la bella figura». Que muchísimas personas no pueden, ni quieren, ni se atreven a traspasar esa vanidad de vanidades, es cierto porque en el mundo hay fealdad y hay imperfección, que no se ignoran, y hay humildad y hasta humillación, que así se quieren.
Pero el «yo» común —el ego, ese pequeño argentino que todos llevamos dentro, según un viejo e injusto chiste latinoamericano— sí puede manifestarse, bello y admirativo, como un serio defecto moral. Puede ser un estado psíquico que se convierte en un fin en sí mismo, excluyente no sólo de los otros, sino, al cabo, del yo mismo, de la virtud personal. El yo vanidoso es el pigmeo del ser. Puede representar esa parte de nosotros mismos en la que depositamos, sin darnos cuenta, lo que más odiamos en los demás. El yo se vuelve fácilmente contra sí mismo. El enano egoísta se agiganta hasta convertirse en monstruo vengador de nuestro yo detestable.
El yo puede extraviarse creyendo que existe en perfecto aislamiento ególatra. Esto significa que se engaña creyendo que puede ser sin necesidad de lo que ya es. El «conócete a ti mismo» socrático no es sólo un mandamiento dirigido a la interioridad. Pero también es eso: un llamado a la inteligencia del ser interior que a veces perdemos en la egolatría, la autosatisfacción, el espejo de la vanidad. El llamado socrático, más bien, lo es a la crítica del yo que no tiene el valor de admitir sus defectos pero también a cultivar los que sólo pueden florecer en el marco del yo. Pues aunque el mundo nos preceda y nos continúe, lo que existe fuera de nosotros pasa por nosotros. El yo filtra, resume, reflexiona y añade algo al mundo, pero sólo porque, por más detestable que pueda ser, existe. Está allí.